Editorial NP: Elegir libertad o igualación

Editorial NP: Elegir libertad o igualación

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En el boscoso territorio en que se desenvuelve el polisémico término “libertad”, una derivada muy corriente, especialmente entre los más jóvenes, es definirla como la capacidad de hacer lo que se quiera, llevándola así a la paradójica circunstancia en la que, sin la negación que la distingue, el concepto termina por significar nada.

De allí que, en su desarrollo social e histórico, la palabra haya concluido por definirse como la capacidad de una persona para actuar según su propia voluntad, teniendo en cuenta sus consecuencias y la responsabilidad de que, estando libre de coerción externa, sea buen guía de los impulsos que contaminan la voluntad del buen ciudadano, quien, en función de la vida armónica en común, se autolimita, acatando normas, moral y leyes que la sociedad de la que forma parte se ha dado.

Entendida en su origen latino “libertas” como “condición del que es libre”, esto es, que se desenvuelve en un estado o situación en la que no es esclavo ni prisionero, en la Roma cristiana evolucionó hacia su comprensión como un actuar según los mandatos de Dios y, posteriormente, como el comportarse según la moral, protocolo, normas o leyes vigentes, para concluir el siglo pasado ampliando aún más las fronteras hasta llegar a demandas minoritarias con pretensiones de universalidad agrupadas en lo que se conoce como cultura “woke”.

En las derechas, entendido el concepto “derecha” como quienes en una estructura política se ubican cercanos al poder (derivado de su origen medieval sobre quienes se sentaban a la derecha del Rey), la libertad se entiende allí más como vigencia que como algo por conseguir. En efecto, en la medida que no se ve la autoridad como amenaza a la propia libertad, sino como protector de aquella, su concepción de libertad aparece en riesgo solo ante quienes, como contrapoder, desafían a los poderes vigentes poniendo en riesgo el modo de vida que el poder resguarda y respecto del cual las derechas se definen básicamente conformes, aunque, por motivos evolucionarios, con matices que explican las tendencias que se observan en ella.

En las izquierdas, en tanto, definidas teóricamente como quienes en una estructura política se ubican “a la izquierda del Rey”, es decir, desafiando al dominio instalado y promoviendo ideas que buscan cambiar la pirámide de poder y funcionamiento institucional, el concepto “libertad” apunta a espacios que se perciben cerrados por normas, protocolos o leyes injustas vigentes (“cambiar la constitución”) y, por consiguiente, se entiende la libertad como algo por conseguir. Aquí también, como en el conservadurismo, se observan niveles de intensidad que varían entre quienes se sienten más o menos conformes con parte o el total de las normas políticas, culturales y económicas de la estructura social.

En las democracias liberales, en las que el poder político se ejerce mediante instituciones contrapesadas, distintas y separadas, la definición de izquierdas y derechas -y por tanto, de “libertad” desde sus respectivas miradas- se hace más compleja, haciendo difícil prever los vectores por donde circularán las decisiones político sociales -complicando también la definición de derecha, centro e izquierda-  aunque se espere que, contrario sensu a los gobiernos dictatoriales, autoritarios, o iliberales, las normas y leyes que se van aprobando conserven cierto equilibrio entre la profundidad del cambio que esperaban sus impulsores y la conservación esencial que buscaban sus detractores tras el periplo de la norma por los diversos centros de poder incumbentes.

Las funciones “oficialismo” (derecha) y “oposición” (izquierda) se ven más claras en sociedades con el poder político concentrado como dictaduras, autoritarismos o gobiernos iliberales, pues aun cuando formalmente la potestad esté dividida en los poderes políticos típicos de las democracias liberales, aquellos están avasallados a la voluntad del líder, jefe o dictador respectivo.

De allí que, mientras las dictaduras, gobiernos autoritarios o iliberales de cualquier signo tienden a polarizar las sociedades dejando al “centro” como un mero punto límite referencial, las democracias liberales estimulan su crecimiento desde las derechas y las izquierdas generando en tal fusión o compromiso, poderosas quillas estabilizadoras y espacios para el desarrollo de identidades “moderadas” de centroizquierda y centroderecha, más pragmáticas y transaccionales que las polaridades inflexibles y dogmáticas de los extremos. La convergencia al centro hace posible y viable la indispensable negociación que evita que la resolución de diferendos se realice a través de la “ultima ratio”, la violencia.

Este mapa -asociado a las coordenadas de más o menos mercado, más o menos Estado que tensa la política de las democracias del siglo XXI-, ha permitido alianzas de antiguas izquierdas y derechas vinculadas por programas con objetivos pragmáticos, referidos a necesidades sociales específicas, aunque mayoritarias, más que grandes propuestas transformadoras de estructuras de poder y/o formas de vida vigentes, características del ideológico siglo XX, Como se sabe, la política se rige hoy más como respuesta a la voluntad electoral de mayorías desideologizadas que evolucionan según ofertas que se presentan a la competencia electoral, que por viejos patrones de lucha de razas, nacionalidades, clases sociales o demandas económicas  que por el programa del poder político concentrado de la elite de turno.

A la libertad en su moderna concepción ya no se la invoca sobre necesidades bastamente resueltas tras las duras luchas de los siglos XIX y XX y que responden a los sustantivos derechos a la vida y la propiedad -embargada por las monarquías absolutas del XVIII- y que añadieron libertades de movimiento, pensamiento, expresión, opinión, culto, de prensa, elección, asociación o económica, todas cuya práctica son decisión de su realizador, para continuar con demandas añadidas por ideologías igualitaristas como los derechos al empleo, sueldo digno, protección social, vivienda, educación, sanidad, medio ambiente o cultura, que deben ser resueltos por el Estado igualador; y luego los llamados de tercera generación como los al desarrollo, autodeterminación, datos personales, agua, patrimonio común, de género, sexuales o identitarios que, partiendo desde una penuria particular de minorías, se expresan con pretensión de universalidad, apuntando a los ya pocos límites vigentes en el borde del concepto original, tales como leyes pro aborto, eutanasia, educación universitaria gratuita, feminismo, ecologismo profundo, migración, ciudadanía o derechos animales.

Todas estas exigencias emergentes que, por lo demás, están en permanente transformación y es común que se acojan nuevos derechos en función de las preocupaciones mundiales de nuestro tiempo, surgen como novedades que se interpretan como avances civilizatorios o riesgos similares a los que experimentaron generaciones anteriores ante quienes querían el derecho a voto para las mujeres, para los analfabetos o menores de 21 años; libertad de culto, la educación primaria obligatoria o el casamiento de parejas de un mismo sexo.

La libertad, por consiguiente, puede producir paradojas cuando sus rangos de definición se relativizan, reinterpretan y amplían, pero es innegable que aquella ha tenido un proceso de acrecentamiento que, con cada paso, obliga a establecer más y mejores respuestas a extensiones que, habitualmente, son vistas como un nuevo peligro que se busca evitar tapiando puertas, aunque, inevitablemente, éstas terminen abriéndose cuando la racionalidad de la exigencia y el sentido común mayoritario encuentra y acepta argumentos superiores a la mera represión, evitando que el riesgo asumido con la eventual transformación, no revolucione lo social hasta pervertirlo. Es decir, los cambios solo son posibles cuando aquellos ya están maduros y aceptados en la mente de las mayorías, una afirmación que tiene su verificación en los dos procesos constitucionales fallidos en Chile o en la reciente e infructuosa lucha feminista para aprobar una ley de aborto libre, tras la dictación del aborto por tres causales.

La libertad no es, pues, un slogan de derechas, sino una experiencia espiritual de la especie en su proceso de desarrollo y que se inicia desde aquella más profunda dependencia del soma individual en el vientre materno, hasta la más excelsa autonomía alcanzada por la persona cuando ya conduce como jinete experto sus impulsos y encara las múltiples “tentaciones” que la libertad ofrece y el igualitarismo resta y que hace posible alcanzar el mayor estándar de los libres: aquel para quien las condiciones externas tienen poco efecto en su felicidad interior.

No es, ni ha sido nunca la pura libertad económica la que la izquierda igualitarista ve como  eje de la carta de principios morales, sociales y culturales asociados a las “derechas” liberales, conservadores o más extremas, sino la libertad como curso y meta vital que perfecciona y fortalece a la persona, al héroe individual tan singularmente propio de Occidente; aquel Ulises que la experimenta ad libitum cuando se hace atar al mástil mayor de su nave para escuchar el seductor aunque peligroso canto de las sirenas en el tempestuoso mar jónico, aun teniendo en cuenta la eventualidad de ser incapaz de controlarse a sí mismo, debilidad que revela en su amarre al mástil para no tirarse al mar cuando aquellas inicien su embrujador cántico.

Menos aún puede afirmarse que la bandera de la libertad se ha enarbolado en la derecha producto de la crisis de seguridad que vive el país. Por el contrario, ha sido la amenaza a una libertad que se creía consolidada y que el crimen organizado ha levantado contra millones de personas que no pueden circulan con autonomía -ni siquiera expresarse en sus barrios- la que ha gatillado su llamado a un liderazgo y Estado que, dirigido por un Ejecutivo eficaz y resuelto, proteja con todas las armas del Estado de Derecho a los ciudadanos de los abusos de las bandas que asolan los territorios. También reclamando un poder Judicial que condene a los trasgresores con la máxima severidad; y un legislativo que responda ágilmente con leyes que permitan recuperar la libertad perdida, tal como en los albores de la República lo hiciera contra el bandolerismo rural el ministro Diego Portales.

Los problemas que hoy vive la ciudadanía no son inventos de la derecha, como ha señalado el alcalde izquierdista de Valparaíso, Jorge Sharp. Son resultados de una mala conducción política de la República que pierde libertad y cuyos ciudadanos solo se igualan en su orfandad ante el despotismo criminal en aquellos territorios abandonados por el Estado y avasallados por el narcotráfico que avanza infiltrando hasta nuestras más relevantes instituciones democráticas.

Gobernar es principalmente decidir prioridades dado que las necesidades son infinitas y los recursos, siempre escasos. La izquierda igualitarista y el Partido Comunista priorizan la igualdad y afirman que primero se debe lograr aquella para luego crecer con justicia. Es decir, postergar una mejor situación económica próxima, quitándole los patines a quienes, gracias a su esfuerzo, ya los tenían y, entonces, igualados en la pobreza, crecer sin resentimientos, aunque en una década más de experimentos fallidos se deba, como en la igualación en educación, retomar los liceos bicentenarios y volver a la selección por mérito.

La prioridad de las derechas, en cambio, es hoy es defender aquella libertad socavada por el desate del caos delictual que ha igualado a todos en la victimización, al tiempo que superar el estancamiento económico, renovando la confianza y seguridad en el mando para que la inversión vuelva y genere más empleos alternativos a los que ofrece la luctuosa y sangrienta distribución en el obscuro negocio de las drogas.

El auge de las derechas, que sorprende a algunos, se debe al peligroso retroceso o pérdida de las libertades ciudadanas, tanto producto de la actual tiranía de la delincuencia, como de la ya insana expansión del Estado igualador -pero sin recursos- impulsado por las izquierdas igualitaristas. La sistemática alza de impuestos y las contribuciones para financiar crecientes “derechos” derivados del ideologismo igualitarista, el permanente desestimulo al mérito y emprendimiento, así como las reiteradas amenazas y ataques a la propiedad ocurridas en los últimos tres años, han desembocado en menor crecimiento, mayor vulnerabilidad del país y de sus ciudadanos. Pareciera olvidarse que durante los 30 años iniciales de la nueva república fue la propia ciudadanía la que impulsó el florecimiento de las libertades, la solidaridad y la igualdad ante la ley, consolidando una democracia y Estado de Derecho que posibilitaron el desenvolvimiento libre y meritocrático de ciudadanos que, de vuelta, protegieron y dieron mayoritaria estabilidad a sus instituciones ante los infructuosos intentos por desmantelarlas conducidos por el igualitarismo socialista. (NP)