Editorial NP: El diagnóstico está hecho, lo relevante es el cómo

Editorial NP: El diagnóstico está hecho, lo relevante es el cómo

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Es probable que el adjetivo que mejor pudiera describir el sentimiento de quienes han perseguido por décadas una nueva constitución sea el de “decepcionados”, en la medida que, guiados por liderazgos que prometieron alcanzar un espacio-tiempo en el que las mayorías tendrían esa nueva carta y mejor vivir gracias al cambio y una correcta táctica y estrategia política, la vida los terminó poniendo en el paradojal dilema de elegir una constitución redactada por mayorías de quienes rechazaban reemplazarla, o mantenerse bajo la fosca soberanía de aquella que rige desde 1980.

La curiosa aunque previsible figura surgida del experimento político estratégico revolucionario iniciado con la llamada revuelta de octubre de 2019 es, empero, una potente muestra de que la mera voluntad del agente de cambios no basta para que aquellos ocurran en la dirección deseada y que la enorme complejidad de las sociedades libres obliga a tener siempre en cuenta lo que los estudiosos denominan “condiciones objetivas y subjetivas”, anidadas en la economía, el orden instalado, su cultura, costumbres e inercias conductuales de largo plazo de quienes forman parte de esos pueblos, grupos sociales extensos y plurales, cuyas urgencias son, habitualmente, las que con mayor intensidad marcan sus conductas electorales de coyuntura.

Por de pronto, debe resultar curioso para los liderazgos emergentes de esa nueva izquierda chilena el que, habiendo tanteado democráticamente a la ciudadanía con un plebiscito para escuchar su voluntad, hace solo poco más de dos años, y habiendo sido aquella tan taxativamente clara en función del cambio, una vez conformada la Convención Constituyente que ofreció, gracias a su composición política, una radical propuesta supuestamente ajustada a los deseos expresados en ese plebiscito, aquella terminara siendo rechazada por más del 60% de la ciudadanía.

Pero aún más. La modificación constitucional que hizo posible el inicio del proceso señalaba claramente que, si la propuesta convencional era rechazada, simplemente seguía rigiendo -como lo ha hecho- la presente constitución. Sin embargo, aquel mismo día, desde el Presidente de la República y el oficialismo, hasta partidos de centro derecha, convergieron en dar validez perenne al dictamen del plebiscito del 2020 en su vocación de cambio, dando así lugar a una nueva negociación para avanzar en un segundo proceso que, dado el nuevo escenario, otorgó claras ventajas de correlación de fuerzas para una metodología de redacción con múltiples seguros democráticos, de modo de evitar un nuevo fiasco y que, según una gran mayoría de expertos e incumbentes, es la última oportunidad para tener un nuevo contrato social que rija los destinos del país por los próximos años, antes de que el proceso retorne al Parlamento, desde donde nunca debió salir.

Al parecer, los liderazgos por el cambio supusieron que, si bien la propuesta más radical había sido abrumadoramente rechazada, la oportunidad reabierta gracias a la sagacidad estratégica del primer mandatario que anunció de inmediato la continuidad del proceso, esta vez tendría mejores resultados, merced a la evidencia del 2020; y que lo que habría sucedido no fue más que una mala interpretación ciudadana, producto del uso mañoso de las fuerzas de comunicación de los poderes fácticos. Así, la segunda parte no solo se inició sin los tambores y fuegos de artificios que caracterizaron la postura del oficialismo en la anterior, sino también en medio de una pésima coyuntura caracterizada por un desborde delictivo y migratorio, así como por un proceso inflacionario de difícil contención y aumento del desempleo.

De los resultados de la reciente elección de consejeros constituyentes huelgan comentarios, pues, como se señalara, dejaron a los promotores del segundo proceso en la inconfortable situación de votar en diciembre próximo a favor de una nueva carta que será redactada sustantivamente de acuerdo a ideas de las derechas y -aún más- bajo la persistente amenaza del exclusivo veto conseguido por republicanos; o rechazarla -como ya han adelantado algunos dirigentes de izquierda- y tener que mantenerse sujeto a las normas de la Constitución de 1980-2005, repudiada y acusada hasta el hartazgo como la causante de la mayoría de los malestares sociales que hicieron que buena parte del país avalara la violenta revuelta del 19 de octubre y/o se hiciera presente en la posterior mega concentración el mismo mes de 2020.

Y es que, tal como en cualquier iniciativa humana, los deseos de superar una determinada situación inconfortable suelen ser compartidos por aquellos a los cuales su posición presente los incomoda, mientras que la conservación queda habitualmente en manos de quienes sienten los cambios demandados como innecesarios. Las personas suelen unirse por lo que les pasa, más que por lo que dicen o piensan.

De allí que el solo diagnóstico de malestar -tan reiteradamente proclamado por los actuales gobernantes como discurso para su victoria electoral- sea apenas un primer paso en la conformación de voluntades político-sociales mayoritarias estables. Sin embargo, solo si esas demandas son bien interpretadas y canalizadas por sus dirigentes gracias a un buen diseño táctico estratégico, acorde con los sentimientos subjetivos y condiciones objetivas de la gente, se pueden lograr estructuras más densas que posibiliten que esa voluntad social concentrada provoque cambios reales en el entorno, operando así a la manera de la luz: su experiencia difusa ilumina, pero no incide; su concentración produce rayos que pueden atravesar el acero.

Entonces, si los liderazgos instalados tras el momento de acumulación de fuerzas no cuentan con tácticas y estrategias que interpreten correctamente el estado de ánimo de los pueblos y que efectivamente aseguran el tránsito desde la situación de malestar social hacia una de mejor vivir perceptible y experimentable por la mayoría, lo más probable es que ese potente rayo reunido en un haz vuelva a disiparse y las voluntades ciudadanas, caracterizadas por su pragmatismo e inmediatez, propias de una cultura de la satisfacción rápida de impulsos y necesidades de la modernidad, vuelvan a buscar conducciones que respondan a la superación del estado de insatisfacción que produce algún fenómeno social de coyuntura o de más largo plazo, ubicado primero en la agenda.

Es en ese momento del desarrollo de los hechos políticos en el que la cuestión de las correctas decisiones, es decir, del qué hacer, cómo y en que tiempos, cobra su real dimensión y es lo que termina llevando a las pizarras de la historia a las colectividades vencedoras y perdedoras, en la medida que, con diagnósticos de malestar que hoy son compartidos casi horizontalmente merced a las redes sociales y avances en las comunicaciones, finalmente será el “cómo” de las determinaciones adoptadas de las que dependerá el éxito o fracaso de un modo de conducción social o político y el logro de sus objetivos. Es decir, a estas alturas de los acontecimientos, sacar cuentas estables de la conducta votante en la reciente elección puede ser un muy mal diagnóstico que invite a muy equívocas tácticas y estrategias.

Por eso es tan difícil comprender el por qué la nueva izquierda y ciertos sectores de la tradicional han persistido con tanta porfía en tácticas y estrategias erradas para alcanzar los cambios sociales demandados y cuyas sucesivas consultas al soberano les han demostrado fuerte y claro que aquel atávico deseo de elite iluminada de alcanzar y sostener la cúpula del poder político no basta, sino que éste se debe acoplar siempre con los deseos de la ciudadanía. Sin apoyo del pueblo no hay cambios posibles, a no ser que ciertas elites quieran conseguirlos mediante la violencia. Tal es el sentido profundo de aquella vieja frase de un mandatario: “He escuchado la voz del pueblo”.

Sorprende, pues, que vocerías oficialistas, ensordecidas por aquel voluntarismo de semblante octubrista, tras la nueva derrota reiteren un discurso de cambios ultra petita que los aleja aun más de las simpatías ciudadanas que pudieran ayudarlos a modificar la incómoda posición a la que sus malas decisiones los han llevado como Gobierno. Y profundizando en el error estratégico, el propio mandatario se pregunte si no es posible un camino “desparlamentarizado” que obvie las dificultades de la negociación democrática en el Congreso.

Es cierto que lo que parece simple decir, es complejo de hacer, dado que el Ejecutivo debe responder a dos coaliciones cuyas concepciones político-estratégicas no coinciden, o como diría en los ‘70 el secretario general del PC, Luis Corvalán, al referirse a sus aliados de centro y centro izquierda en la UP, son socios que, en el viaje en tren a Puerto Montt (el socialismo), querrán bajarse en Chillán. Tal escisión de objetivos no es trivial para una más certera ideación de tácticas y estrategias políticas, pues, para algunos, ciertas decisiones que debieran adoptarse parecieran consolidar las orgánicas de poder vigentes y el neoliberalismo que se quiere sepultar, deteniendo así el tren en Chillán; y para otros, algunas tácticas son irrenunciables en la medida que resultan claves para dar los siguientes pasos que lleven el tren, finalmente, hasta Puerto Montt.

La ciudadanía, si bien es cierto rechazó la carta magna vigente por amplia mayoría en 2020, en dos oportunidades posteriores ha sido tan irrefutablemente clara como en aquella oportunidad, señalando con sus votos que no aprobará cualquier nuevo contrato, en especial si aquel pone en peligro los logros sociales, económicos, políticos y culturales conseguidos con tanto esfuerzo de generaciones, durante medio siglo. La “buena nueva” de la nueva izquierda parece, pues, no haber logrado penetrar un milímetro en la mente y corazón de una chilenidad que es mayoritariamente partidaria de las libertades, el equilibrio de poderes políticos, el progreso por propio esfuerzo, la autonomía de opinión y expresión, así como su plena independencia para la construcción de sus propios proyectos de vida, sin más condiciones que el respeto a la ley y a la libertad del otro y un papel solidario aunque no totalitario del Estado.

De allí que el reiterativo mensaje enviado por la ciudadanía no sea otro que exigir a sus elites políticas las reformas demandadas que ajusten ciertas estructuras jurídico políticas, sociales y económicas que, si bien sirvieron en el potente progreso de décadas, hoy se ven como un traje que quedó chico y, por consiguiente, se requieren decisiones políticas mayoritarias que permitan holguras y le aseguren a cada chileno un piso mínimo de dignidad y seguridad en el acceso a bienes y servicios que, a estas alturas del desarrollo de la humanidad, corresponden a derechos exigidos como a la salud, educación, previsión y/o vivienda.

Pero para tales propósitos no se requiere de refundaciones o masivas reformulaciones de las estructuras de servicios público-privados que el país se dio en los últimos 45 años, sino una mejor, más amplia y coordinada colaboración entre Estado y los ciudadanos emprendedores, empresarios y los trabajadores, así como de una creciente oferta y competencia en esos campos que permita reconocer sus reales costos y gastos necesarios, para ofrecerlos de la manera más eficiente, productiva y sustentable en el largo plazo y no aquella utopía de una administración de santos de monopolios estatales que limitan la libertad de elección.

Insistir en confundir lo público con lo estatal o fiscal es, desde luego, un arcaísmo que, tras el derrumbe de las administraciones estatal-socialistas en los países de la Europa Oriental, solo podría interpretarse como un modo de las dirigencias políticas que administran el Estado para recaudar más recursos para sus propios objetivos partidistas. Pero con esa decisión, que exige siempre de más tributos, estos se restan a la ciudadanía que, con esos mismos capitales, puede producir mayor riqueza, más empleo y actividad que en manos de una burocracia estatal, la que, a mayor abundamiento, muestra escasa transparencia en el uso de esos dineros, al tiempo que difícilmente rinde cuenta de sus expendios o de la productividad de su gestión una vez que son sacados del Gobierno en la próxima votación.

La redistribución política de los recursos sociales recogidos vía impuestos y que compiten con la asignación que realiza el mercado en sus millones de libres transacciones diarias, suele ir mayoritariamente a gastos y consumo, hecho que, como hemos visto, no solo impulsa mayor inflación, sino que ralentiza el crecimiento, al quitar recursos a la inversión que los particulares suelen hacer con mayor cuidado y prudencia que el Fisco. Se cuida lo que es propio y se dilapida lo que no tiene dueño.

Es decir, si se han de definir posturas relativas a la superación de las demandas sociales actuales mediante el “cómo hacerlo”, más que por un diagnóstico en el que todos parecen coincidir, el llamado a una mayor participación ciudadana en el ofrecimiento de bienes y servicios públicos, el ahorro y equilibrio fiscal, así como políticas de apoyo a la inversión y el crecimiento económico, no es simple egoísmo, como acusa cierto simplismo de izquierda, sino la búsqueda de formas de mayor eficacia para la consecución de resultados consistentes con lo deseado, tal como lo muestra el exitoso desarrollo de naciones que han optado por el modo libertario de hacer las cosas y el triste destino de aquellas donde sus dirigencias igualitaristas han pavimentado el camino a sus propios infiernos con los más esperanzadores y hermosos discursos políticos.

Es por eso que hoy, junto con el compartido diagnóstico sobre las razones del malestar social, la ciudadanía exige conocer cuáles son las herramientas que sus liderazgos utilizarán para superar ese estado de descontento, dado que, como hemos visto, erradas decisiones en políticas públicas, concluyen empujando los hechos en dirección contraria, tal como nos muestra la colosal paradoja del cambio constitucional y que ha hecho pedir, al propio Presidente a Republicanos, que “no cometan el mismo error” que ellos cometieron en el fracasado primer proceso constituyente.

¿No será, entonces, como señalara la vocera de Gobierno, que hoy “no se trata ni de radicalizar, ni moderar, sino de concretar” los cambios largamente esperados? Y, en paralelo ¿No será que, además, es necesario que esas reformas conciten amplias mayorías parlamentarias que las legitimen, y que, empatizando con lo más sustantivo del sentido común -sin estar mirando siempre hacia Puerto Montt- se materialicen aquellas exigencias ciudadanas sin los exabruptos de la radicalidad, pero tampoco sin el inmovilismo de una moderación que, de otro lado, pareciera querer devolver el tren a Arica? ¿No será que vincular decisiones prácticas y urgentes respecto de reformas ya avanzadas con los resultados de una nueva constitución no es más que un volador de luces que atrasa e impide un mejor presente para millones de personas, solo con el afán salvífico de preparar la línea para llegar hasta Puerto Montt?

No debiera olvidarse que no es casual que, tras un año de la resistida presencia de las FF.AA. en la macrozona sur, los delitos se redujeran en un 30%, mientras que la inmigración ilegal en el norte cayera en similar porcentaje. Tampoco, que muy seguramente las recientes elecciones habrían tenido resultados diferentes si solo las pensiones hubieran estado efectivamente reajustadas, aun bajo la insuficiente propuesta legislativa dejada por el anterior gobierno.

Una sociedad democrática con sus naturales problemas de seguridad y económicos relativamente bajo control es una más racional y más equilibrada decisora para aquellos difíciles acuerdos que, en materia de cambios constitucionales, deberán alcanzar ciudadanos de muy diversa raigambre ideológica y política, pero que es un ejercicio propio del dinamismo de las democracias liberales, plurales y abiertas, siempre en ajustes. Solo una convergencia pragmática en los “cómo hacerlo” con las reformas de mayor urgencia avanzadas en el Congreso, puede evitarle al país en diciembre una nueva decepción, esta vez especialmente para las derechas, así como la pertinaz persistencia, por varios años más, de izquierdas reconcentradas en un cambio constituyente tan majaderamente enarbolado que termina pareciendo una verdadera excusa para atrasar respuestas a las justas demandas de una ciudadanía que sigue viendo estas luchas de poder político como lejanas e incomprensibles. (NP)