La fuerte caída de participación en las recientes elecciones que consolidó la tendencia observada desde que, en 2012, se instauró la inscripción automática y el voto voluntario, ha impulsado un reavivamiento de la discusión respecto de la aparente necesidad de reestablecer el sufragio obligatorio que regía en la Constitución de 1980, de manera de otorgar, mediante una norma que fuerce una más amplia expresión de la voluntad ciudadana, mayor legitimidad a las autoridades en los cargos electivos de responsabilidad política que conforman la estructura del Gobierno y Estado nacional.
Se trata de una propuesta que, por lo demás, ya está siendo discutida en el Congreso y que ha sido aprobada raudamente por la Cámara en sus primeros trámites, pasando al Senado, aunque, a una velocidad y urgencia que no solo ha suscitado un llamado del Ejecutivo a legislarla con mayor calma, sino que, aparentemente, ha impedido un análisis que permita revisar con mayor profundidad las consecuencias que, sobre la autonomía individual, significa restituir un nuevo deber que, traspasado por una mayoría parlamentaria circunstancial al contrato social vigente, otorgará al Estado y sus componentes mayor imperio aún sobre las cada vez más constreñidas libertades ciudadanas.
Si bien es preocupante que autoridades gubernamentales que tienen la capacidad de decidir sobre actividades con obvio impacto en la vida diaria de las personas (impuestos, permisos, multas, patentes, protocolos sanitarios, uso y distribución de fondos fiscales, planificación territorial, restricciones al desplazamiento, etc.) alcancen posiciones de representación con un exiguo porcentaje de votantes, la respuesta pertinente al fenómeno -que no por casualidad se extiende por buena parte de las democracias liberales del mundo- no parece ser simplemente compelir la voluntad de las personas a manifestar sus preferencias mediante una verdadera colusión de los propios incumbentes, sino buscar las razones de fondo que han derivado en el proceso de desinterés en estos actos tan propios de las democracias. Buscar una legitimidad forzada es similar a arreglar un matrimonio sin amor.
En efecto, pareciera que, tras el derrumbe de los sufragantes del 13 de julio pasado, el acto de votar se transformó en el corazón de lo que entendemos como democracia, no obstante que aquella se afinca en principios, valores y modos anteriores que trascienden con mucho al mero acto de elegir autoridades, en la medida que, en su esencia, la democracia es una forma de gobierno y convivencia que, mediante un acuerdo de alternancia periódica de los representantes en el poder político y su vigilancia constante, busca asociar a las personas bajo un sistema de leyes y normas mayoritarias e impersonales que, en todo caso, permitan, o al menos, no impidan, que cada ciudadano desarrolle sus propios proyectos de vida lo más libremente posible, aunque en armonía con los otros y evitando la resolución violenta de sus diferencias. Con tal propósito, el voto es un medio de expresión de la voluntad ciudadana individual que reemplaza al uso de la fuerza como forma de imposición y, por lo tanto, un termómetro del estado de ánimo de aquellos.
Por consiguiente, cualquier análisis sobre el sufragio como derecho o como deber tendría que formularse no solo relacionándolo con el tipo de democracia en que aquel se utiliza como método de asignación de responsabilidades (liberal, iliberal, autoritaria, popular), sino también respecto del entorno socioeconómico y cultural en el que dicha democracia se está desenvolviendo, pues no es trivial, por ejemplo, que la baja más pronunciada de votantes se encuentre entre los jóvenes menores de 30 años, es decir, nacidos en democracia e hijos de la sociedad de la información que emerge, más horizontal y libertaria. Es necesario evitar transformar los síntomas de un aparente deterioro democrático, como la alta abstención coyuntural, en la enfermedad a medicar. Un mal diagnostico y remedios equivocados, si bien pudieran aliviar el síntoma, terminan por agravar los padecimientos.
Desde luego, la idea del voto voluntario se corresponde con una concepción jurídica de aquel como derecho, es decir, su vigencia importa la convicción de una supremacía soberana personal, de dignidad y libertad individual, respecto de lo cual el Estado de Derecho está impedido de actuar o vulnerar. Es decir, el acto de votar no es solo marcar secretamente una preferencia en un papel que es depositado innominadamente en una urna, sino que constituye un derecho que los ciudadanos mantienen como instrumento frente al enorme poder del Estado y, eventualmente, hasta en contra sus preceptos. Ejemplos notorios han sido la votación plebiscitaria de 1988, que hizo posible la transición a la democracia; o el reciente plebiscito que abrió las puertas a la Convención Constitucional que próximamente se reunirá por primera vez a discutir y consensuar una nueva carta fundamental que reorganice la relación del Estado, de su estructura y poderes, con la ciudadanía. En el primer caso, con votación obligatoria, se expresó el 97,5% del padrón electoral. En el segundo, con voto voluntario, un 51%.
En ambos, sin embargo, se trató de una participación superior a la de todas las presidenciales y parlamentarias posteriores al voto voluntario, cifras que parecieran mostrar que, ante decisiones cruciales, la ciudadanía tiende a manifestar mayoritariamente sus preferencias y que la abstención puede entenderse tanto como expresión de desinterés por su aparente inutilidad o asentimiento frente a la opinión de mayorías, como también de decepción o, hasta dificultades prácticas para emitir el sufragio.
No parece pertinente invocar los llamados sesgos de clase, posición social, educación o cuestiones culturales que diversos estudios asumen como causas de la asimétrica asignación de representatividad de los intereses de diversos sectores sociales que conviven en una democracia frente a esta abstención creciente en las sociedades liberales. Tales elucubraciones presentan pruebas estadísticas con muy diferentes resultados, pero, lo que es más grave, infantilizan la voluntad de las personas en el ejercicio de ese derecho.
Por lo demás, varias de ellas tienden a utilizarse mañosamente como argumentos a favor o en contra de la voluntariedad u obligatoriedad del voto, más que apuntar a los principios y valores que una u otra concepción del sufragio encierra, respondiendo así a cálculos partidistas, según los cuales, supuestamente, uno u otro favorecen opiniones políticas de “izquierdas” o “derechas”. Pero si la sociedad ha acordado que se es suficientemente adulto y responsable a los 18 años como para otorgar el derecho a sufragar, entonces es inconsistente sostener que no basta la edad para ejercerlo, pues, además, habría que añadir nivel de educación, riqueza y otras pre exigencias del ciudadano para votar con plena conciencia, retrocediendo, finalmente, al voto censitario.
No debería, pues, llamar la atención que tanto las elecciones de alcaldes, concejales y gobernadores, como el reciente balotaje de estos últimos, mostrara una baja participación en la medida que, junto con convivir con una crisis pandémica y un proceso de cambio constitucional -que pone en revisión la propia estructura de esos poderes electivos estatales- dichos actos eleccionarios se asociaron a una competencia entre grupos políticos cuya reputación se ubica en el fondo de la tabla, junto a la de un Congreso que también aparece disminuido ante la emergencia de una Convención Constitucional, parte de cuyos integrantes, por lo demás, han buscado públicamente transformarla en una asamblea constituyente soberana, anterior a la norma vigente que jurídicamente le dio origen y, por cierto, respecto del propio parlamento. Se trata, pues, de un conjunto complejo de vectores que actúan en direcciones diversas y que incitan a la legitima pregunta ciudadana sobre la real utilidad del voto en tales circunstancias y respecto de lo cual el voto obligatorio no aporta nada.
Votar por la selección de autoridades representativas para que se ocupen de cargos en el Estado es, por cierto, un acto característico de las democracias, pero no el único que las define, pues, democracias no liberales y autoritarias también lo usan como método de elección de sus dirigentes, aunque en un ámbito jurídico constitucional mayor en el que las libertades ciudadanas clásicas de las democracias occidentales están restringidas por razones “superiores” a las de la dignidad y derechos de la persona individual que éstas protegen.
Las libertades que otorgan las constituciones de las democracias liberales, junto con ofrecer a cada ciudadano la posibilidad de ser elegido en un cargo de responsabilidad pública, abren también extensos espacios a sus partícipes para abocarse al desarrollo de sus propios sueños y proyectos, una condición que, en su marco de autonomía y libertades, muy distinto al dirigismo de las democracias populares y autoritarias, muchas veces pueden alejarlos de vínculos utilitarios con el Estado, que no sea el que aquel despeje el camino para la materialización de sus metas, poniéndole las menos cargas normativas posibles sobre sus hombros. Es decir, cada ciudadano tiene la libertad de elaborar sus épicas y relatos de vida propios que bien pueden reemplazar esa necesidad lírica que enardece los corazones en los discursos de una política que invade el conjunto de la actividad social.
En tal marco, el interés por la selección de conductores y líderes se ubica más bien en ámbitos de mayor cercanía que el de las elecciones nacionales o regionales. De allí la tendencia a una mayor participación porcentual en comicios municipales. En este caso, la voluntariedad se expresa de modo natural, dada la atingencia de sus propósitos, mientras que a nivel regional o nacional exige de un mayor desarrollo y educación cívica, una tarea cuya satisfacción se entiende entregada a los partidos y movimientos sociales. El escaso trabajo político ideológico de base, la ausencia o iliquidez de redes de dichas colectividades con la ciudadanía, explica, pues, de mucho mejor manera el desasimiento que los incumbentes ven ahora posible de solucionar por la vía de la obligatoriedad del voto. El hacer un trabajo mediocre no debería premiarse con otorgar aún mayores ventajas monopólicas a quienes no han cumplido con sus objetivos fundantes, un aspecto en que la clase política, por lo demás, arroja diariamente feroces críticas en contra de otros estamentos de la sociedad.
No es discutible que votar sea un deber cívico relevante, pues la suma de esas preferencias define no solo la selección de determinados ciudadanos a puestos de poder preceptivos y de conducción, sino, especialmente, porque malas selecciones alteran, como hemos visto, un mejor y más eficiente desarrollo de los proyectos personales de gente común y corriente que, dada la lejanía entre la norma dictada y su vida diaria, tienden a ser invisibles hasta cuando deben enfrentarse a las consecuencias de los nuevos deberes instaurados por el Estado. En los hechos, los deberes que éste instala le pertenecen total y soberanamente, pudiendo, además, agravarlos y utilizarlos de modo discrecional en contra de las libertades cuando ciertas mayorías circunstanciales irrespetan los derechos de minorías como garantía última que las personas tienen ante el poder estatal. No por casualidad el voto obligatorio está instituido en menos del 13% de las democracias del mundo.
Sin embargo, cuando el voto es un derecho, es decir, voluntario, la responsabilidad de encarnar efectivamente las demandas que estimulen en los ciudadanos el acto de sufragar pesa sobre los representantes elegidos, sean estos independientes, pertenecientes a colectividades o movimientos diversos. En tal caso, el votar revitaliza la confianza de la ciudadanía con los incumbentes y el propio Estado; al tiempo que la abstención, cuando aparentemente no se juega nada significativo para los primeros, tampoco incide en el afecto que pueden tener respecto de la mantención de una sociedad de libertades que les ha permitido asumir su existencia desde su propia voluntad y esfuerzo algo que solo es ejercible cuando sus derechos humanos a la vida, de opinión, expresión, información, elección, propiedad, desplazamiento, son considerados anteriores a la voluntad del poder normativo del Estado. Hay muchas maneras de estar “comprometidos” con una democracia moderna sin recurrir a la obligatoriedad de aquel compromiso, tal como resultan absurdas la solidaridad, igualdad y libertad forzadas y no éticamente elegidas.
Estas constataciones no alteran, sin embargo, la necesidad de organizaciones políticas partidistas cuyas convicciones respecto del “mejor modo de vivir” pueden colisionar en la mayor o menor importancia que éstas le otorgan a la libertad personal y la edificación del destino propio; o el mayor o menor poder que entregan al Estado como conductor social, normativo y justiciero. Para los primeros, el voto voluntario es un derecho, en la medida que cada cual dirige su vida y asume las consecuencias de participar o no en las decisiones políticas generales; para los segundos, un deber, es decir, una obligación dispuesta por los detentadores del poder del Estado que debe ser obedecida en función de un supuesto bien común.
La voluntariedad del voto es una conquista en función de las libertades que, cuanto más amplias y respetuosas de la voluntad de las personas en el marco de la ley y la sana convivencia en la pluralidad cultural y de los diversos proyectos de vida buena, dignifican y engrandecen a quienes las practican, razón por la que si, finalmente, los incumbentes consiguen restablecer el sufragio obligatorio para subsidiar una tarea mediocremente cumplida por ellos, lo sensato sería que la nueva carga -que se adiciona negativamente al hecho de que coexiste inscripción automática y que para ser efectiva seguramente deberá acompañarse de algún tipo de sanción social o patrimonial- sea compensada, al menos, con la ampliación de una libertad complementaria, cual es entregar a los ciudadanos el derecho a inscribirse o desinscribirse de los registros electorales, evitando así ser castigado por un acto perfectamente legítimo que en nada afecta la estabilidad democrática en su esencia, sino que, desde el abstencionismo, es más bien la muestra de una mala gestión de los partidos que ahora parecen buscar, por la vía del “monopolio” con fuerza estatal, obligar a la ciudadanía a aceptar sus propuestas sin las contraprestaciones que aquellos les exigen a otros actores sociales y económicos. (NP)