La insistencia de ciertos sectores de la política nacional de justificar la violencia como método de acción política revela la profunda desconexión de aquellos con los principios y valores característicos de la democracia liberal que hacen posible la convivencia en la diversidad y pluralidad que los mismos dicen valorar, pero que, ingratamente, parecen tan poco comprendidos en su dimensión civilizadora y como condicionantes de la necesaria pacificación de los espíritus que da viabilidad al progreso humano.
En efecto, durante la inadecuada discusión de los convencionales constituyentes realizada con ocasión del acuerdo que superó los 2/3 para emitir una declaración corporativa en la que se demandó al Congreso Nacional celeridad en la tramitación de un indulto o amnistía general para los llamados “presos políticos” del 18-O, algunos de ellos explicaron su voto favorable mediante el argumento de que “fue la revuelta de octubre” la que inició el proceso constituyente y que, por consiguiente, la propia convención sería un poder institucional que se imbrica políticamente con aquellos luctuosos sucesos del cual serían deudores.
Más allá de que la Convención tiene reglas que le impiden su injerencia en otros poderes del Estado, que se está solicitando indultar o amnistiar a quienes fueron legítimamente detenidos por la fuerza pública del Estado y procesados por un poder judicial independiente con arreglo a la legislación vigente por transgresiones debidamente descritas, acusaciones respecto de las cuales, por lo demás, los imputados han tenido el debido derecho a defensa, la improcedencia del argumento radica en el reconocimiento explícito que la Convención hace de su origen en la violencia.
Es decir, los convencionales aludidos no solo parecen estimar el indulto demandado como un acto legítimo y reivindicativo de los hechos por los que los eventuales beneficiarios han sido o están siendo procesados, dado que habrían actuado en el contexto de una masiva manifestación de protesta contra un gobierno que no respondía a las justas demandas del pueblo; sino, además, curiosamente, formulan una explicación que coincide con la que justifica, por contexto, los delitos contra derechos humanos cometidos por ex militares tras el golpe de 1973, centenares de los cuales, luego de más de cuatro décadas, aún siguen siendo procesados.
Por lo general, los hechos políticos que trascienden lo normativo tienden a ser explicados de modo partisano por los contextos que los justificarían en la medida que, habiendo obvia conciencia de la trasgresión de una regla, la propia infracción se entiende como “discurso” contra una norma o estado de cosas que se reputa injusto o discutible. Sin embargo, la administración de justicia no es el foro político pertinente para tales disquisiciones, porque, en definitiva, aquella solo debe apreciar los actos que desafían los límites conductuales de los ciudadanos según la letra y espíritu de la ley que gestiona y que, a mayor abundamiento político, es lo que asegura el tipo de comportamiento que se considera adecuado a la conciliación de las naturales divergencias que emergen entre quienes conviven en las diferencias propias de sociedades libres.
Es decir, mientras los convencionales que estiman que los detenidos por agresión a la fuerza pública y a ciudadanos comunes, acusados de cuasi homicidio, uso de artefactos explosivos, saqueos, destrozos a la propiedad pública y privada, serian “presos políticos”, en el entendido que sus conductas se produjeron en un entorno de agitación social legitimada por la masividad de las protestas ante “un gobierno represivo e insensible”, para quienes adhieren a los valores y principios de la democracia, su división de poderes y el Estado de Derecho, aquellos no son sino trasgresores de leyes vigentes conocidas y, en consecuencia, sus acciones deben ser juzgadas y resueltas según los procedimientos establecidos por las instituciones pertinentes, sin más.
La distinción no es trivial en la medida que, si se ha de considerar el contexto político como eximente o atenuante de una conducta delictiva, lo que se sigue es que quien juzga queda entregado a la subjetividad de su propia opinión respecto de los entornos que eximirían, atenuarían o agravarían la falta, añadiendo no solo fuerte incertidumbre a la sentencia, sino que eventuales injusticias derivadas del alejamiento de la objetividad sancionatoria que otorga a los ciudadanos la ley escrita y su correcta simetría con el castigo, sin añadir el hecho que tal indulto o amnistía discriminaría, en este caso, a integrantes de las fuerzas de orden acusados por delitos cometidos en el mismo contexto.
Es decir, la apelación a los orígenes “políticos” de los actos delictivos del 18-O en la declaración suscrita nada menos que por 2/3 la Convención y mediante la cual se presiona al poder legislativo para forzar la conducta procesal del poder judicial, no solo trasciende el ámbito de sus competencias expresamente citadas en la Constitución vigente, sino que al injerir en atribuciones que no le corresponden, la propia Corte Suprema ha debido pedir al Congreso aclarar qué se debería entender como protestas, manifestaciones o movilizaciones sociales políticas; a justificar quién podría presentar la solicitud de indulto respectiva, bajo qué parámetros se debería resolver si aquel es o no procedente, y quién tomaría la decisión, tanto respecto de los condenados, como, especialmente, de los imputados y aún en proceso, resoluciones que, como se sabe, no pueden ser abordadas por órgano alguno distinto a los tribunales de Justicia, si es que se quiere respetar la división de poderes propia de las democracias.
Las prevenciones citadas tienen un fundamento vinculado a la convivencia democrático liberal que es evidente: la división de los poderes político administrativo, legislativo y judicial se estableció originalmente en busca de evitar que la concentración de atribuciones en una sola institución o persona estimulara la discrecionalidad e injusto uso de poderes constitutivos de un Estado que se entiende al servicio de las personas y que, por consiguiente, radica su soberanía en los mismos ciudadanos, quienes, eligiendo periódica e informadamente a sus representantes ejecutivos y legislativos, sostienen y legitiman los respectivos actos de gobierno y ajustes legales, evitando la acumulación de energías y descontentos que culminen en explosiones sociales, en tanto que el poder judicial aplica esas normas siguiendo letra y espíritu de la ley que les es ha sido dada a gestionar.
Se podría contraargumentar que “toda ley es política” y que, de algún modo, tiende a representar el interés o a beneficiar a grupos ciudadanos que cuentan con el poder fáctico o político para conseguir redacciones adecuadas a su voluntad, o trasgrediendo así la voluntad de las mayorías, o haciéndola valer merced a la propia presión popular. Sin embargo, este argumento, junto con evidenciar un agudo afán de contrapoder que no discrimina medios para enfrentar la injusticia reclamada y que justificaría la violencia reivindicativa, desvalora gravemente a las democracias “burguesas” como formas de organización política al servicio de una clase y que, por lo tanto, hay que refundar. Pero si tal definición fuera verificable, el propio 18-O y posterior proceso de negociaciones y reformas que concluyeron en la elección de la Convención Constituyente, no habría sido posible y, por cierto, tampoco el enorme avance en bienestar ciudadano de los países democrático-liberales respecto de otros experimentos sociales cuyo fracaso pagan hoy millones de personas.
El rechazo sustantivo de los demócratas a la violencia como medio de acción política no es, pues, solo por sus obvias razones éticas, sino porque, al fin y al cabo, aquella resulta habitualmente inútil para resolver los problemas que aquejan a las sociedades. Como debería estar claro a estas alturas de la historia, el fin no justifica los medios y, en especial, cuando los medios pueden resultar más gravosos que alcanzar los fines. Es decir, no han sido ni la violencia y ni los delitos cometidos el 18-O y posteriores los que posibilitaron la redacción del nuevo contrato social en proceso, sino las negociaciones, consensos y expresión electoral de millones de ciudadanos que libre y secretamente manifestaron su voluntad de cambio en las urnas.
Se puede entender, en especial entre los convencionales de izquierda y centroizquierda, una cierta conciencia deudora respecto de quienes buscan indultar mediante este apremio declarativo al Congreso, pues, de sus propias afirmaciones, surge su clara convicción de que, sin los desórdenes desatados, no habrían sido posible las negociaciones posteriores.
Más allá del hecho que la petición en particular atinge a no más de cinco personas aún con detención preventiva y a otra treintena de rematados, las afirmaciones que justifican políticamente esa violencia muestran, empero, una voluntad de imposición que trasciende peligrosamente la concepción democrática que busca siempre limitar -y no expandir- la concentración monopólica del poder político. La conducta contraria es la que ha hecho posibles democracias autoritarias, iliberales o populares unipartidistas y post-monárquicas de los que el mundo ha sido y es testigo y que ciertos sectores de la Convención parecen querer adoptar.
Tal vez resulte ingenuo defender los principios, libertades y derechos de las democracias occidentales ante quienes, en realidad, la refieren como un modelo político al servicio de una clase dominante rica y abusiva y que, por consiguiente, hay que destruirla hasta sus cimientos, imponiendo un sistema en que sus críticos, como nueva elite, traigan la buena nueva y felicidad para todos, utilizando para ello el poder de un Estado rector y contralor, legitimado por mayorías circunstanciales y nuevas leyes, esta vez sí al servicio de los intereses de los noveles conductores y su avance hacia el paraíso, de manera de reorganizar las formas de vivir acostumbradas de los chilenos.
Sin embargo, no es inútil que cada quien revise las consecuencias de un proceso que, en manos de 155 ciudadanos -varios de los cuales parecen relativizar la violencia y, por tanto, los derechos y libertades vigentes- discrimina y silencia a sus minorías y comienza a llevar su tarea hacia los márgenes o fuera de los acuerdos institucionales que hacen posible las conversaciones para alcanzar la vida más libre, armónica, pacífica y progresista que se esperaría de la nueva carta.
Más aún, frente a las pulsiones autoritarias que se van imponiendo en momentos en los que, producto de la extendida ilegitimidad promovida por los mismos que denostan la democracia, enfermando a sus instituciones, así como la consiguiente debilidad de liderazgos de toda especie, el país no cuenta hoy con orgánicas de autoridad pertinentes que favorezcan las necesarias convergencias para una continuidad de las negociaciones. Tales infaustas circunstancias deberían alertar pues, podrían hacer fracasar el presente intento de reorganización nacional, haciendo estallar sus múltiples fuerzas en una diáspora caótica que no deje lugar, sino a la violencia, ya no como su origen, sino como su conclusión. (NP)


