Chile ha sido un país que, desde su independencia, ha recibido con aprecio y buena voluntad a inmigrantes de diversas áreas del mundo. Y no solo ha acogido a quienes arribaron a nuestro territorio obligados por razones económicas, sociales o políticas, sino también ha promovido dicha inmigración mediante acciones planificadas por el propio Estado a contar del siglo XIX, cuando las misiones de Vicente Pérez Rosales atrajeron al este territorio a miles de alemanes y de otras naciones europeas, como británicos, croatas, franceses, holandeses, italianos y suizos.
En este proceso, hacia 1890 habían llegado al país unos 50 mil extranjeros, incluidos argentinos y de otras naciones americanas que se habían avecindado en Chile desde la guerra de la Independencia y cerca de 25 mil que arribaron durante el gobierno de Balmaceda, principalmente ingleses, franceses y alemanes, invitados a desarrollar industrialmente al país.
En el siglo XX, la inmigración siguió siendo un fenómeno continuo que atrajo a nuestras costas a más migrantes españoles, portugueses, rusos, griegos, austríacos, belgas, judíos askenazí y sefaradíes, palestinos, suizos, armenios, chinos, polacos, húngaros, serbios y gitanos, aunque en números que no tuvieron una significación socioeconómica visible, en la medida que el conjunto de aquellos no representaba más del 2,5% de la población. Así y todo, el Gobierno de Ibáñez a mediados del siglo XX creó el primer Departamento de Inmigración y estableció normas sobre la materia, solo algunos años después de la suscripción por parte de Chile de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
La globalización, el crecimiento económico, los avances en las telecomunicaciones y las facilidades de desplazamiento en el mundo producidas a contar de la última década del siglo pasado y la primera del XXI suscitaron un incremento mundial de las migraciones y Chile no ha sido la excepción producto de su propio desarrollo: desde 2014 ésta se ha incrementado en aproximadamente 200 % hasta un estimado total de más de 1,1 millón de personas el año pasado –alrededor del 7% de la población-, provenientes de Perú (266.244); Bolivia (122.773); Venezuela (134.390); Haití (112.414); Argentina (87.926) y otros países (250.381), según datos del Departamento de Extranjería y Migración nacional.
En este marco de evolución de los hechos, hasta comienzos de diciembre los recientes gobiernos del país, consistentes con su permanente respeto a los conceptos y derechos básicos incluidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos en su Artículo 13 que indica que “Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado” y que “Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país”, se encontraban participando activamente de las conversaciones que la propia entidad internacional había convocado para la suscripción de un Pacto Mundial por una Migración Segura, Ordenada y Regular que fue aprobado el 10 de diciembre pasado en Marrakech por 164 de 190 países, exceptuándose de aquel Australia, Austria, Bélgica, Bulgaria, EE.UU., Estonia, Eslovaquia, Hungría, Italia, Israel, Lituania, Polonia, República Checa, República Dominicana, Suiza y Chile, entre otros.
Así, tal como Australia y otras naciones principalmente receptoras de migración, Chile, de ser un país que promovió y acogió la inmigración en los siglos XIX y XX, con su negativa a suscribir el citado pacto pareciera haberse ubicado en una posición opuesta y, en los hechos, su declinación ha sido interpretada y utilizada por diversos sectores de oposición como herramienta político-partidista contra el Gobierno. Pero, ¿Es cierto que Chile con esta abstención circunstancial se ubica ahora en una postura aislacionista y adversa al multilateralismo, rompiendo así con su larga tradición de relaciones exteriores proclives a aquel?
Veamos. En primer lugar, si es que la comprensión lectora ayuda, el Gobierno de Chile sólo ha dicho que no suscribirá un Pacto específico respecto del cual tiene serias objeciones, en la medida que, habiéndose transformado la inmigración en un factor de política interna relevante -dado su volumen y desordenada gestión de los últimos años- no adquirirá compromisos en tanto no termine de acordar internamente una nueva Ley para una inmigración ordenada y regular, la que, por lo demás, se encuentra en pleno proceso de discusión en los ámbitos institucionales pertinentes. Es decir, ninguna autoridad ha indicado que, a raíz de esta negativa coyuntural, Chile deja de acatar acuerdos, pactos, normas y protocolos de Naciones Unidas, ni la tuición de Tribunales Internacionales.
Por el contrario, pareciera que es, precisamente, debido al acostumbrado respeto que el Gobierno ha mantenido respecto de tales acuerdos, es que se ha abstenido de suscribir un escrito que, no obstante el repetido alegato de que “no es vinculante”, muestra una redacción en la que el país se “compromete”, es decir, acuerda con otro “realizar algo, ante el cumplimiento de una condición o el vencimiento de un plazo” y respecto de lo cual no hay información debidamente validada que permita asegurar que las promesas firmadas podrán materializarse, en un entorno en el que más de 250 millones de personas circulan por el mundo buscando un lugar en el que instalarse.
El pacto es, pues, una declaración de intenciones que, como lo demuestra la propia Carta de los Derechos Humanos, pueden convertirse en leyes o, al menos, influir en decisiones de instituciones nacionales para la dictación de sentencias o nuevas normas internas ad hoc, como bien lo saben en Chile varios ex uniformados procesados por la Justicia y cuyos delitos son imprescriptibles con arreglo a aquellas.
En concreto, si bien el actual pacto efectivamente no limita la soberanía de los Estados, no se puede negar que la ley trabaja a niveles diversos, siempre generando efectos. Las regulaciones del Pacto Migratorio son parte de las llamadas “leyes blandas”, término del derecho internacional para referirse a legislaciones no vinculantes y respecto de las cuales no hay sanciones por su incumplimiento. Pero no cumplirlas no es irrelevante. Estas “leyes blandas” se instalan como una presión moral y de reputación respecto de su cumplimiento y, por consiguiente, los Estados las firman cuando respaldan plenamente su contenido, razón por la que, por lo general, las integran a su corpus jurídico a nivel nacional, proceso que, en Chile, empero, se encuentra aún en pleno desarrollo.
Pero, además de todas estas obvias razones: ¿a qué firmar un pacto con compromisos que no se van o no se puedan cumplir por razones diversas respecto de las cuales, además, no hay datos suficientes para una toma de decisiones responsables?
Como se sabe, entre sus 23 puntos, la firma de Chile importa comprometer una serie de condiciones de corte administrativo nacional destinadas a ordenar, normalizar, disponer y flexibilizar las vías de migración, así como reducir las vulnerabilidades sociales, culturales y económicas de los migrantes y luchar en contra de las mafias de tráfico de personas, puntos que, por lo demás están debidamente considerados en el proyecto de migración que se discute actualmente.
El Pacto hace prometer, asimismo, que el país de destino proporcionará a los migrantes acceso a servicios básicos, los empoderará para lograr la plena inclusión eliminando todas las formas de discriminación, invirtiendo en el desarrollo de sus aptitudes, promoviendo las transferencias de remesas más rápidas, seguras y económicas, colaborando para facilitar su regreso o readmisión en condiciones de seguridad y dignidad, así como mecanismos para la portabilidad de la seguridad social y las prestaciones adquiridas en el país de arribo.
Sin embargo, más allá de los costos involucrados en esas promesas, en un país que desde hace algunos años es un foco creciente de atracción de migrantes, el Pacto no define en ninguno de sus acápites la cualidad del inmigrante regular, irregular o llanamente, ilegal, pues son los Estados quienes soberanamente deben hacerlo a través de sus propias legislaciones, cuestión que en Chile se encuentra aún en pleno proceso.
Al mismo tiempo, el Pacto asegura “el respeto, protección y cumplimiento efectivo de los derechos humanos de todos los migrantes, independiente de su estatus migratorio, durante todas las etapas del ciclo de la migración”, así como el “establecer procedimientos accesibles y expeditos que faciliten la transición de un estatus a otro” (irregular a regular o de turista a residente) razón por lo que nadie podría asegurar que la eventual exigencia de derechos por parte de migrantes ilegales o irregulares falsamente contratados en Chile ante Cortes internacionales e impetrados al amparo de un Pacto no vinculante -que en pocos años puede constituirse en norma- no se transformen en serios problemas para el país.
Chile ya ha sido testigo del arribo de miles de extranjeros traídos al país por mafias de traficantes de personas que hacen pingüe negocio con la desgracia de aquellos, para luego abandonarlos a su suerte en el territorio, estimulando la ilegalidad derivada del desespero. Nada más indiciario de este fenómeno que el reciente retorno de centenares de haitianos que el país ha debido financiar en respeto a la dignidad de esas personas engañadas.
No es cierto, pues, que el Gobierno, por la mera decisión coyuntural de abstenerse responsablemente de la suscripción de un Pacto internacional ambiguo y que sin dudas tendrá costos asociados en diversos ámbitos, esté cambiando su centenaria y tradicional política en favor de la migración o el multilateralismo, no obstante las descoordinaciones y desprolijidades evidentes que hubo durante este proceso de decisiones al interior de la administración.
Por lo demás, dicho pacto se encuentra aún en sus fases iniciales y por delante queda un largo camino por el cual Chile puede continuar transitando, aunque protegiendo sus específicos intereses nacionales, dada la amenaza de un creciente y desordenado proceso de inmigración no reglado y que, a mayor abundamiento, en la actualidad se encuentra en discusión interna para su normalización.
La migración es, en efecto, un derecho humano que, como señala la carta de DD.HH., nos refiere a la emigración o inmigración de habitantes de un propio territorio nacional y a elegir su residencia en el territorio de un Estado, en especial cuando se trata de refugiados o exilio político y/o que el retorno al país de origen haga peligrar su integridad. Pero la inmigración es un proceso que, lógicamente, depende, a su turno, de la voluntad de la nación receptora a acogerla, según sus propias y soberanas normas internas.
Chile ha seguido, sigue y seguirá recibiendo a ciudadanos de todo mundo, tal como la ha hecho desde sus orígenes como república. Algo muy distinto es estimar que el evitar asumir compromisos cuyas consecuencias las terminen pagando todos sus ciudadanos de origen criollo-nacional o extranjero –cuestión de la cual la mayoría ciudadana es plenamente consciente y, por tanto, apoya la decisión del Ejecutivo- sea un acto de xenofobia o de rechazo al multilateralismo. (NP)


