Editorial NP: Constitución y moral

Editorial NP: Constitución y moral

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La próxima semana se inicia el trabajo del Consejo Constitucional elegido el pasado 7 de mayo luego del intenso trabajo de discusión, ajustes y acuerdos desarrollado por la Comisión de Expertos encargada de elaborar el anteproyecto sobre el cual -junto a las 12 bases de principios democráticos propuestas por los partidos representados en el Congreso- dicho Consejo deberá redactar una nueva constitución política del Estado. De aquella, la ciudadanía espera surja un consenso amplio respecto del modo de vida que los chilenos desean consolidar mediante este nuevo contrato social, guía privilegiada de la conducta de los poderes públicos institucionales y de las interrelaciones entre los ciudadanos que habitan el territorio nacional.

Como todo contrato, llegar al punto señalado no ha sido fácil. El país ha estado intentando ajustar las normas de convivencia que rigen a la nación desde 1980, partiendo de las primeras grandes reformas realizadas por el Gobierno del expresidente Ricardo Lagos, en 2005; pasando por el fallido intento de la expresidente Michelle Bachelet de reemplazarla, en las postrimerías de su segundo gobierno; y el posterior rechazo de la propuesta que surgiera de la Convención Constitucional de 2021-22, surgida de la crisis social que estalló en octubre de 2019, luego que sectores de oposición al gobierno militar iniciaran una ofensiva en contra de la carta vigente casi recién inaugurada la nueva democracia en 1990.

Las razones para este prolongado proceso emergen del propio origen de la constitución actual, considerado ilegitimo por quienes no solo fueron desplazados del último gobierno conducido bajo la soberanía de la carta fundamental concebida en 1925, sino que, dado el tenor de los principios de dicho texto, vieron amagadas sus expectativas de transformación político-social, sustentadas básicamente en valores morales que privilegian pulsos éticos biológico-evolutivos como el cuidado y la protección, así como la igualdad de resultados contra el abuso del poder o retribución no proporcional, que están expresadas con mayor intensidad en el sustrato ideológico de las miradas igualitaristas de la izquierda nacional e internacional, tal como lo describe “La Mente de los Justos” de Jonathan Haidt.

En efecto, la Constitución de 1980, concebida para una “democracia protegida” ante los avances del socialismo totalitario o autoritario internacional del siglo XX, puso fuera de la ley a los partidos que impulsaran la violencia como método de acción política, así como a los que promovieran la lucha de clases, al tiempo que limitó la acción del Estado en la economía, instalando un modelo subsidiario que inicialmente concebía tal característica en su espíritu negativo, es decir, que solo posibilitaba la acción económica del Estado en aquellas áreas en las que los ciudadanos particulares no pudieran o no quisieran actuar, pero que, con las reformas posteriores, mutó a su concepción positiva, es decir, permitiendo la concurrencia del Fisco en subsidio y/o apoyo de personas y actividades económicas y sociales necesarias para suplir deficiencias en los servicios o bienes que los privados estuvieren ofreciendo en áreas que los Estados modernos entienden como parte de los derechos humanos y que ciertas miradas socialistas refieren como obligaciones de su función pública. Ejemplos de aquello son los recientes proyectos relativos a la explotación del litio o la empresa destinada a la venta de gas “a precio justo” o las reformas que el actual gobierno impulsa en la salud y previsión.

Similares barreras protectoras contra el socialismo autoritario presentaba el área del sistema político, al disponer de un modelo electoral binominal mayoritario que quebró la tendencia histórica a los tercios que observaba la democracia basada en la carta de 1925, así como la existencia de senadores designados surgidos de las comandancias en jefe de las FF.AA. y Carabineros, instituciones que, a su turno, tenían una existencia jurídico-constitucional con un capítulo específico que las regía y que, no obstante caracterizarlas de “esencialmente obedientes y no deliberantes”, les otorgaba un papel de “garantes del orden institucional de la República”, así como una fuerte presencia política a través del Consejo de Seguridad Nacional. Como se sabe, las reformas de 2005-2006 terminaron con los senadores designados; luego, en 2012, el Consejo de Seguridad Nacional pasó a ser ente asesor del Presidente de la República; y en 2014, fue reemplazado el sistema electoral binominal por uno proporcional.

Aun así, las presiones por el cambio de la carta se mantuvieron con persistentes llamados desde las izquierdas a la conformación de una Asamblea Constituyente, estrategia cuyo origen, según analistas y especialistas, se encuentra en la revolución militar venezolana (1990) encabezada por el teniente coronel Hugo Chávez, conocida como la “revolución bolivariana” y cuyos principios ideológicos convergían con los de la izquierda regional tradicional, hija de la Guerra Fría, entre ellos, su concepción nacionalista antiimperialista (versus EE.UU.), profundización de la democracia “burguesa”, aumentando la incidencia del Estado en la gestión económica, política, social y cultural; fuerte latino-americanismo, dura oposición al “neoliberalismo” y la perspectiva de llegar a una sociedad socialista del siglo XXI.

El modelo revolucionario vía el cambio constitucional se instaló en la región como estrategia de toma del poder mediante dicho método democrático mayoritario, aunque sin muchas contemplaciones por las minorías, buscando no solo ajustar las estructuras políticas a las nuevas condiciones surgidas tras la caída de los socialismos llamados “reales” (URSS-Alemania del Este) y el advenimiento de las nuevas tecnologías de las comunicaciones, avances en neurociencias, robótica, nuevos materiales y fuentes de energía, sino también como una alternativa viable que superara el fracaso de las estrategias de corte militar que se desplegaron con las guerrillas nacionales del segundo medio siglo anterior y que concluyeron en sendas derrotas, dictaduras y/o autoritarismos, en diversos países del área, luego de sus únicos éxitos en Cuba y Nicaragua. La ola constitucional revolucionaria alcanzó así a países como Colombia (1991); Argentina (1994); Bolivia (2004); Panamá (2004); y Ecuador (2008). Chile no estuvo al margen del fenómeno subcontinental.

Pero las más de tres décadas de aplicación del modelo democrático liberal en el país, con sobre 200 reformas constitucionales destinadas a la atenuación de los aspectos autoritarios de la carta del 80, así como el evidente empuje económico-social que Chile observó entre 1990 y el 2008 gracias a su economía libre, respeto a la propiedad, amplio espacio de acción para el emprendimiento ciudadano privado de corte exportador y abierto al mundo, sólida institucionalidad, disciplina fiscal, tipo de cambio libre y Banco Central autónomo, terminó por instalar una cultura de las libertades económicas y sociales que penetró en buena parte de la ciudadanía.

Dicho desarrollo hizo emerger un enorme contingente de capas medias que alcanzaron un mayor bienestar y patrimonios crecientes, así como una reducción de la pobreza extrema que no tiene parangón en la historia del país. Las mejores condiciones de vida incrementaron el consumo y acceso al crédito bancario hasta la crisis mundial subprime de 2008-2009 en EE.UU., momento en el que las consecuencias de esa debacle económica internacional afectaron el ritmo de crecimiento que mostró Chile desde los 90, e indujo la inquietud social que, encabezada por estudiantes en su primera “revolución pingüina” en contra de la privatización de la educación a partir de 2006, tuvo su punto final de inflexión el 18 de octubre de 2019.

La pandemia de 2020-2022 remató el daño y estancamiento provocado por el 18-O, promoviendo una fuerte caída de los ahorros y patrimonios, así como un masivo retorno a ya olvidadas condiciones de necesidad que trajeron bruscamente de vuelta a la realidad a un país aún con muchas viejas y nuevas vulnerabilidades y que permiten entender el aparente péndulo de emociones y valores que se manifestaron entre las elecciones de la Convención de 2020, el posterior rechazo a su propuesta maximalista y los sorpresivos resultados de los comicios del nuevo Consejo Constituyente.

En efecto, mientras en los sucesos del 2020 el valor del cuidado y protección social y equidad-proporcionalidad versus el abuso de poder como fundamentos morales fueron determinantes en el comportamiento electoral ciudadano de esos comicios; los desbordes conductuales iniciados el 18-O, avalados por diversos sectores políticos, y el posterior aumento inercial de la violencia delictual en las principales ciudades del país, la inmigración descontrolada, el terrorismo en el sur y el alza de la pobreza, desahorro, bajas inversiones, desempleo e inflación producto de la pandemia, hicieron despertar los fundamentos morales de autoridad-orden, honestidad-decencia y unidad patriótica que hicieron virar en 180 grados las decisiones electorales, el 7 de mayo de 2023.

Las constituciones son, sustantivamente, acuerdos sociales sobre normas y consensos conductuales que aseguren a las personas, familias nucleares y/o amplias reunidas en grupos extensos -regidos por el justo peso de la ley y el proporcional castigo a los trasgresores- su bienestar físico y espiritual, sustentados en una convivencia pautada cuyo objetivo clave es resolver pacíficamente los diferendos que se manifiestan en sociedades libres y abiertas y, por consiguiente, plurales. En estas, conviven éticas culturales distintas, pero que están sustentadas biológicamente en pulsos diseñados por la evolución para la supervivencia, procreación y creación de toda la especie humana y, por tanto, solo evitables en su expresión como impulsos, a través de la auto-contención, obediencia a las leyes y consciencia individual de sus potenciales efectos destructores para la convivencia y cooperación social. En estas materias, como en otras, como señala Haidt, “la intuición moral viene primero, el razonamiento estratégico, después”

En tal marco, la libertad se entiende como un valor cuya primera lucha corresponde, pues, al autocontrol personal (del individuo, que es el único sujeto “sintiente”, pues la “familia” o la “sociedad” son abstracciones que describen lingüisticamente a un grupo consanguíneo o territorial de individuos). Los impulsos de la especie si bien pueden ser en oportunidades generosos y cooperativos, pueden también tender a la satisfacción individual, egocéntrica, hedonista o narcisista de las propias pasiones de sobrevivencia, procreación o creación, razón por lo que la regla y/o prohibición acordada grupalmente quiere evitar los efectos destructivos de conductas egotistas y alcanzar así el bienestar del conjunto de quienes acatan sujetarse a esa “moral” (cuyo origen etimológico no es otro que “modo de vivir”) y que se han reunido voluntariamente con propósitos cooperativo-altruistas y de do ut des, dado que, por lo demás, el individuo aislado se condena a su desaparición.

De allí que las cartas fundamentales deban ser capaces de habilitar la existencia ordenada y pacífica de un conjunto de modos de vida diversos, al tiempo que prever las eventuales evoluciones de preminencias de los diversos grupos de interés y/o vocaciones en las estructuras de poder político, social, económico y cultural que cohabitan en una determinada nación libre, cuya característica, para ser viable, es el encuentro de un destino común y un mayor bienestar para su conjunto ciudadano. Las naciones que han conseguido esos consensos institucionales son las que hoy brillan y conducen el mundo. (NP)