Editorial NP: Concesiones, derecho de propiedad y libertad

Editorial NP: Concesiones, derecho de propiedad y libertad

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Hay amplia coincidencia entre los expertos y la academia en que el crecimiento, desarrollo y estabilidad económica de las naciones -y por lo tanto, su tranquilidad social- están muy correlacionados con su persistencia normativa, en la medida que cierta intangibilidad de leyes y contratos públicos y/o privados, así como poderes institucionales separados e independientes, no solo evitan el uso de la violencia para la solución de las controversias, sino que otorgan a los comparecientes las certidumbres indispensables para arriesgar recursos en el mediano y largo plazo, tanto propios como de terceros, resultantes de la sana práctica del ahorro o, lo que es igual, de la postergación del consumo presente en busca de incrementar seguridades para eventuales futuros de “vacas flacas”.

Todos quienes tienen ahorros como producto de sus sacrificios de consumo inmediato lo hacen en la certeza de que constituyen un seguro frente a períodos en los que los ingresos familiares caigan producto de la pérdida del trabajo, enfermedades, vejez o, en fin, contingencias que rompen con el circuito normal de generación de recursos y gastos habituales.

Por cierto, todos también tienen una alta valoración de aquellos, tanto por el esfuerzo que ha significado no consumir los bienes y servicios que pudieron brindarles inmediatas satisfacciones, como porque esos dineros, en tanto ahorro, están siendo utilizados por terceros en proyectos que, junto con generar mayor actividad económica, una vez devueltos al prestador, aumentarán el monto de lo ahorrado gracias a su ajuste inflacionario y al pago de los intereses comprometidos.

De allí la férrea defensa que cada ahorrante hace de sus reservas, sustentados jurídicamente en un derecho de propiedad que, en Chile, se ha protegido con solidez y firmeza y que, por lo demás, puede observarse, por ejemplo, en las claras posturas de los ahorrantes previsionales sobre sus cuentas individuales al momento de las encuestas y/o las modificaciones legales que buscan modificar dichos títulos de propiedad.

Chile ha sido un ejemplo de esta conducta de respeto a la propiedad ya desde hace varias décadas y su actual liderazgo en Latinoamérica es, en parte relevante, resultado de aquello, constituyéndose así como un fenómeno político económico que, a pesar de ser un país ubicado en las márgenes de las principales rutas de tráficos comerciales y alejado de los mayores centros de desarrollo mundial, ha conseguido generar confianzas necesarias para atraer un ahorro externo que, a su turno, ha permitido generar las condiciones de infraestructura física y social que han brindado el impulso para alcanzar el mayor PIB per cápita del área, mejorando de ese modo la calidad de vida de su población en niveles no alcanzados en toda su historia.

Pero el derecho de propiedad en Chile ha tenido una evolución histórica accidentada desde su propia fundación como Capitanía, cuando, en la Colonia, era practicado según la discrecionalidad imperial peninsular, y que, por cierto, no aseguraba la pertenencia de lo “encomendado” al súbdito por dispensa real, habitualmente soldados o sin tierras ni heredad en el viejo continente. Asimismo, durante su vida independiente, la propiedad de la tierra se concentraba por los mayorazgos o se diluía en luchas familiares, herencias o capturas del Estado, impidiendo una acumulación de recursos privados suficientes que posibilitaran mayores inversiones en desarrollo que fueran decididas por los propios ciudadanos beneficiarios, sin necesidad de recurrir al Estado.

La escasez de esos capitales privados nacionales que pudieran emprender inversiones de infraestructura de mayor calado, impulsó una temprana atracción de recursos foráneos para explotar sus riquezas naturales y puso en competencia por estos recursos a los particulares e instituciones gubernamentales, dejando, paulatinamente, la dirección de ese proceso en manos del Estado, orgánica que, merced a su mayor riqueza tributaria proveniente de minerales como el oro y plata primero, y salitre y cobre después, estimuló un aún mayor vínculo de sus élites económicas con la conducción estatal-gubernamental, terminando por consolidar la relevancia y poder del Estado y de su burocracia sobre múltiples y extensas decisiones económicas.

Un Estado grande e influyente se transformó, pues, en “botín” para actores políticos dominantes y/o emergentes, por lo que, una vez que aquel fue asumido por los sectores medios en las primeras décadas del siglo XX, sin grandes fortunas decididas a emprender privadamente las enormes tareas del desarrollo infraestructural e industrial, se intentaron, desde los respectivos gobiernos, una serie de modelos dirigistas de desarrollo “hacia adentro”, siempre con una fuerte influencia administrativa y política del Estado e ideológica de sectores estatistas de izquierda y derecha.

Esa cada vez mayor concentración del poder económico en un Estado que llegó a constituir más del 50% del PIB y la debilidad de una ciudadanía con poca libertad de decisión y ejecución de sus propios proyectos, comprometió, muy tempranamente, decisiones de política económica y fiscalidad que no solo provocaron la dimisión de su primer Director Supremo a raíz del excesivo gasto estatal en que incurrió para apoyar el proceso independentista del Perú, sino que, hacia fines del siglo XIX, provocó una cruenta guerra civil derivada de la dura extracción de recursos desde la agricultura para la industrialización del país y, luego, en los 70 del siglo XX, una nueva lucha fraticida, producto de la expropiación de centenares de industrias, campos y centros de producción y comercio con miras a la redistribución de la riqueza, lo que provocó la quiebra del Estado, entre los otros muchos males derivados de la influencia de la política sobre las decisiones económicas.

La posterior reorganización de la República, su amplia apertura a los mercados internacionales, el traspaso de buena parte del aparato productivo de vuelta a los particulares, la amplia libertad para emprender, un mejor aprovechamiento de sus ventajas comparativas naturales, la generación de un ahorro interno inicial que impulsara posteriores inversiones requeridas para ajustar su infraestructura productiva a las nuevas condiciones de competencia abierta al mundo, se consolidó mediante una constitucionalidad que, no obstante sus sucesivos cambios y adecuaciones, ha mantenido la intangibilidad de un derecho de propiedad que ha otorgado certezas al capital nacional y extranjero y que, por lo demás, se catapultó en sus efectos tras los años 90, mostrando la fuerte correlación entre libertad económica, derecho de propiedad y democracia.

En un marco como el citado, la concesiones -como forma de propiedad en sus características de uso y goce- que los Gobiernos democráticos recientes han otorgado en diversas áreas están sustentadas por esa institucionalidad que no solo es, como muestra la historia, un seguro para la estabilidad social, sino que, además, entrega certezas a las empresas, bancos y fondos de inversión nacional e internacionales que buscan proyectos para rentabilizar ahorros de millones de personas, muchos de los cuales corresponden a pensiones y cuyos recursos deben estar disponibles en 40 o 45 años para pagar el retiro de aquellos.

De allí la complejidad de esos contratos y, por cierto, de los protocolos que se convienen entre las partes para enfrentar con equidad las eventuales anomalías en su gestión y que se obligan a respetar para mejor resolver, evitando así abusos por parte de las propias firmas concesionarias, como de los Gobiernos de turno con quienes deban trabajar. Desde luego, en el polémico caso de fallo de la concesión de producción de agua potable en Osorno, pudieran reclamarse responsabilidades jurídicas que hicieran posible, incluso, hasta la revocación de ese contrato, respondiendo así a los llamados de una ciudadanía que ha salido a las calles a pedir la “nacionalización” de esa empresa y que, desde ciertos sectores políticos y dirigencias ciudadanas de corte populista, no se han demorado en apoyar.

Pero es evidente que una decisión como esa no solo tiene el peligro de no asegurar que contingencias de similar calado a la que, con justicia, se reclama no vuelvan a ocurrir, sino que, además, pone en duda la persistencia e intangibilidad de las normas y contratos firmados en Chile, reanudando, además, el mal camino de reconcentrar poder económico en la burocracia estatal, así como en colectividades políticas que circunstancialmente asuman la conducción del Estado. Aquella ruta nos encamina hacia mayores limitaciones de las libertades personales, al posibilitar que se reúna, bajo su alero, tanto el poder político, como, cada vez más, el económico, abriendo las puertas para aventuras totalitarias o dictatoriales de diversa extracción. Como es obvio, si de “castigo al error” se trata, más convendría desconcentrar la gestión sanitaria en diversas empresas gestoras competitivas, que concentrar el poder político y económico en manos del Estado.

Chile ha crecido y se ha desarrollado en los últimos decenios gracias a que entrega a quienes arriesgan sus capitales en la generación de bienes y servicios la seguridad de que no serán sujetos de arbitrariedad política alguna sobre concesiones o propiedades de diversa naturaleza por parte de quienes fungen coyunturalmente en el aparato del Estado, al tiempo que se otorga a sus actores todos los instrumentos y respaldos legales para defenderse nacional e internacionalmente de eventuales abusos de poder. Tal característica ha brindado su actual éxito a nuestra novel, pero sólida democracia, a diferencia de aquellas que, como en el Chile de antaño, se esquivan las certezas sobre tales títulos, haciendo huir al capital y aplastando las expectativas de desarrollo y mejor nivel de vida para sus pueblos. (NP)

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