En reciente entrevista realizada por el diario “La Tercera”, la militante del Partido Comunista y ministra secretaria general de gobierno, Camila Vallejo, ha dicho que “En Chile se plantea que el comunismo trae pobreza. Y no hay nada más alejado de eso que el proceso que lidera el PC chino”, para luego abundar en que Beijín “logró sacar a tanta gente, en tan poco tiempo de la pobreza, rompiendo prejuicios, porque es ni más ni menos el PC que lidera un proceso de modernización que logra incorporar el libre mercado y el comercio en una estrategia política orientada”.
Se trata de afirmaciones cuyos propósitos son resaltar la viabilidad, actualidad y conveniencia del liderazgo político del partido comunista en una de las naciones más populosas del mundo y cuya tradición cultural imperial, vertical y jerárquica, casi no tuvo tiempo de integrar a su bagaje las ideas republicanas liberales más horizontales y democráticas, una experiencia que duró un corto lapso tras el derrumbe del imperio Chin, la instalación de la República china de Sun Yatsen, en 1912; la guerra civil iniciada en 1927, y el desencadenamiento de la II Guerra Mundial, evento que, si bien unió a los derechistas del Kuomintang y comunistas de Mao hasta la rendición y expulsión del invasor japonés, dejó al Partido Comunista de China en control de la parte continental del país y al Kuomintang en la isla de Taiwán.
Se entiende, sin embargo, que el éxito económico de China, más que resultado del gobierno maoísta iniciado el 1949, fue consecuencia de políticas de reforma y apertura lanzadas por Deng Xiaoping hacia fines de los’70 y que incluyeron transformaciones radicales del modelo centralizado estatal de gestión de la economía nacional mediante el reemplazo de la planificación centralizada extrema, por una “economía de mercado socialista”, que apuntaba a una progresiva descolectivización de la agricultura, habilitación masiva de la iniciativa privada y apertura a la inversión extranjera, tras el fracasado intento de económico-tecnológico del “Gran Salto Adelante” -que implicó una hambruna que mató a millones de personas-, así como la posterior revolución cultural igualitaria que buscaba eliminar “todos los restos capitalistas y tradicionales de la sociedad china”, reafirmando el maoísmo.
Estas reformas económicas impulsadas por Deng se manifestaron prontamente en un más rápido crecimiento y sucesivos y persistentes aumentos del PIB, así como en el indispensable cambio de mecanismos estructurales básicos del socialismo maoísta, tales como pasar de una economía cerrada a una abierta al mundo, de una economía centralmente planificada a una de mercado, de una sociedad básicamente rural a una citadina y de una economía fundamentalmente agrícola a otra industrial, todas modernizaciones que, sin embargo, mantuvieron la tradicional política de planes quinquenales iniciada por Mao y que, copiadas de la ex URSS, otorgan enorme poder de decisión estratégica al partido político gobernante, así como control estatal de sectores económicos clave como finanzas, energía y tierra, es decir, lo que Vallejo destacó como el logro de una conciliación entre “libre mercado y el comercio en una estrategia política orientada”.
Así y todo, no se debería olvidar que dichas políticas de reforma y apertura trajeron consigo un natural aumento de la desigualdad, producto de la liberación de los desiguales talentos de cada quien, estimulando el surgimiento de sectores más ricos y empobrecimiento de otros, lo que le valió críticas de fracciones igualitaristas del partido y el descontento de los sectores más atrasados de la sociedad, aunque la idea de que primero había que crecer, para después repartir, tomó profunda legitimidad social, entendido que el crecimiento “a distintos niveles y tiempos” era “un mal necesario” para hacer posible la posterior redistribución, pues, sin recursos no hay transformaciones, tal y como lo deben haber percibido ya los noveles gobernantes actuales.
Y si a mayor abundamiento se recuerda que hacia fines de los’80 y comienzos de los ’90, la irrupción de Internet, las TIC y la digitalización universal remecían el sistema económico internacional, haciendo circular el dinero a la velocidad de la luz, horizonalizando las estructuras y estimulando las profundas reformas en la URSS (la glasnot y perestroika, que concluyeron por hacerla desaparecer), China también vivió las consecuencias de aquella irrupción social producto del crecimiento de la desigualdad surgido de la política más liberal de que “no importa el color del gato, sino que cace ratones”, así como de la correspondiente exigencia por mayor democratización del sistema político que las libertades de mercado inducen.
Habría que recordar que aquella rebeldía tuvo su máxima expresión en las protestas de la Plaza Tiananmen en 1989, en donde murieron varios cientos -o eventualmente miles- de estudiantes universitarios que, como Vallejo en los 2.000, luchaban por mayor igualdad y libertad, aplastados así por la eficiencia del aparato represivo estatal dirigido por el partido comunista. Así y todo, China hoy, es el segundo país con más multimillonarios en el mundo, detrás de EE.UU., con unas 32.000 personas con un patrimonio superior a US$ 50 millones y varias con más de US$ 1.000 millones.
Entonces, más que la capacidad de producir riqueza, el verdadero progreso civilizatorio que debió enarbolar la ministra no debería ser la capacidad de un partido comunista de generar abundancia -que, por lo demás, era la promesa original de Marx, Engel y Lenin- sino el orgullo de pertenecer a un partido que, legitimado por su praxis revolucionaria, democrática, participativa y respetuosa de los derechos humanos, ha conseguido en paz y con amplios consensos, estimular la voluntad, creatividad e innovación de sus ciudadanos para avanzar y posibilitar el progreso y desarrollo del país sin más estímulos que el placer moral de servir solidaria y cooperativamente a los otros.
La simple idea de que bastaría que un gobierno iliberal o autoritario consiguiera producir mayores recursos y generar abundancia para los suyos para ser bien evaluado por la ciudadanía contiene enojosos precedentes en Chile, así como la compleja posibilidad de llegar a justificar violaciones a los derechos humanos si es que el gobierno de turno es eficiente y eficaz en el uso de la represión para la mantención de un orden que permita una mejor conducción de sus asuntos económicos y sociales, una lógica que, peligrosamente, por lo demás, en Chile, es cada vez menos ajena a una amplia masa de ciudadanos desencantados de la política y de una democracia “inútil e ineficaz” para resolver “mis problemas”.
En efecto, generar riqueza y expandir el consumo ciudadano es, talvez, junto a la emergencia de cierta necesidad de otras libertades cívicas, la principal característica del capitalismo moderno –“neoliberalismo” podría decir Vallejo-, etapa durante el cual las sondeos historiográficos muestran que la humanidad ha alcanzado el nivel de crecimiento y desarrollo más alto y rápido de la historia, reduciendo así sus dramáticos niveles la pobreza de los siglos XVII y XVIII y anteriores y mejorando de modo espectacular, gracias a la ciencia y técnica que el capitalismo ha estimulado, los índices de salud, educación, vivienda y alimentación en todo el orbe, en rangos nunca antes vistos.
China define su estructura orgánica como una república popular y su sistema político-económico como socialista con características chinas, no obstante que la aportación del sector privado al PIB del país, según diversos estudios, se ubica entre el 70% y el 80% del mismo, mientras que los recursos son asignados y los precios determinados en su gran mayoría por mecanismos de mercado. Las empresas privadas, además, representan el 90% del total de firmas del país. Entonces, ¿Qué es lo que haría comunista a China, que no sea el hecho de que es gobernada por un partido que se denomina como tal? ¿El propósito de llegar al comunismo algún día y vivir en libertad plena, sin Estado ni monedas de intercambio?
La sociología y las ciencias políticas definen el tipo de sistema aplicado hoy en China como “capitalismo de Estado”, un modelo que suscita legítimas preocupaciones de los eventuales competidores capitalistas liberales en la medida que éste, a nivel de sus elites, define políticamente ciertos propósitos estratégicos de mediano y largo plazo, al tiempo que habilita legal y financieramente a compañías “privadas” (amigos de la elite política) que cuentan con el apoyo estatal-fiscal para desarrollarse en marcos jurídicos en los que pueden manejar variables que las democracias liberales no pueden, como normativas ambientales, laborales y financieras que otorgan obvias ventajas de precios a esas firmas a nivel internacional y explican porque China hoy es el centro mundial para la fabricación de todo tipo de productos y mayor potencia industrial y exportadora de bienes a nivel global.
Entonces, sea China “capitalismo de Estado” o un “socialismo de mercado”, su cualidad definitoria, su atributo característico, ya no se puede encontrar en su organización económica propiamente tal, sino en su estructura política, es decir, en su monopartidismo monopólico que no admite competencia democrática y cuyo poder se ancla no solo en la jurisprudencia política legislada ad hoc para su dominancia, sino, además, en la mantención de sus sectores económicos estratégicos y empresas más grandes en un área de propiedad estatal y sujetas a especiales marcos regulatorios. Es decir, se trataría de una “dictadura política, con apertura de mercado” (¿suena familiar?), cuyo poder absoluto permite, como dijera Vallejo, “el libre mercado y comercio dentro de una estrategia política orientada” hacia un destino político-social prefigurado, decidido, por supuesto, por el partido y no por el pueblo, sino, para qué tanto poder. Una fórmula que, por lo demás, es comprensible cuando se trata de la gobernanza de más de 1.400 millones de habitantes.
Así, talvez si la constitución cuyo proceso de redacción ya casi concluye en Chile habilitara un modelo de gestión político-económico-social y cultural que permitiera a un partido o coalición de aquellos instalar -con las debidas mayorías- un sistema con fuerte potestad legislativa colectivista que sofoque voluntades individuales, con una reducida competencia política y una economía “capitalista de Estado” que permitiera la coexistencia de un sector de empresas privadas pequeñas y medianas con escasa influencia y grandes compañías (energía, minería) en manos del partido dominante y del Estado, el oficialismo consideraría disponer sus fuerzas políticas “A favor” de la propuesta.
Pero dado que la nueva carta no solo no avanza en esa dirección, sino que profundiza y amplía las libertades y derechos de las personas, sosteniendo la división de poderes e independencia de sus órganos de gobierno claves respecto de lo ya dispuesto en la constitución vigente, han preferido inclinarse por deslegitimar la nueva propuesta como “identitaria” de una “derecha extrema” y preparar al pueblo para seguir viviendo bajo la férula de la resistida Constitución de “los cuatro generales”, la que, según parece indicar el neopragmatismo emergente en el Gobierno expresado por la ministra Vallejo, ahora no solo sería mejor que el nuevo proyecto, sino que, además, fue la que les permitió alcanzar el poder Ejecutivo y parte del Legislativo. (NP)



