Editorial NP: Chile y el 11 de septiembre

Editorial NP: Chile y el 11 de septiembre

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La profunda subjetividad que envuelve la perspectiva de las personas ante eventos catastróficos según su punto de vista experimental o de observación hace imposible analizar las causas y consecuencias del 11 de septiembre de 1973 desde esa supuestamente objetiva mirada del científico ante su microscopio y, más bien, lo que se debería esperar es que cada quien presente con respeto y tolerancia sus opiniones al respecto, intentando luego un fraguado de su variedad, a pesar de la existencia efectiva de hechos que pudieran ser narrados historiográficamente sin demasiados sesgos.

Pero en esta materia, el país está muy lejano aún -y muy probablemente no la tendrá- de converger en una visión más o menos unitaria de los sucesos que llevaron al golpe de Estado ocurrido hace medio siglo, tal como tampoco la ha habido respecto de los diferentes conflictos y bandos producidos en la historia de dos siglos del país, tras su independencia, y que se iniciaron prácticamente con divergencias desde el propio el 18 de septiembre de 1810, en un país colmado de caudillajes militares de familias de elite que podían costear pequeños ejércitos que hicieron antes posible la lucha contra el colonizador y hasta previo a la conformación de las Fuerzas Armadas regulares y profesionales de la República.

Baste recordar el período que abarca desde la instalación del primer Congreso Nacional el 4 de julio de 1811, hasta la renuncia de Bernardo O’Higgins Riquelme al cargo de Director Supremo, el 28 de enero de 1823 y sus etapas conocidas como Patria Vieja (1810-1814, cuando entre 1811 y 1813 Chile se organiza bajo el gobierno de José Miguel Carrera); la Reconquista (1814-1817) y la Patria Nueva (1818-1823), cuando se ensancha la primera división post independencia entre partidarios del general José Miguel Carrera y del general Francisco de la Lastra y el coronel Bernardo O´Higgins, quien, tras la victoria en Chacabuco contra los realistas, en 1817, asumiría como Director Supremo.

En oposición a las ideas de Carrera, O`Higgins consolidó inicialmente el proceso de Independencia con la firma y juramento definitivo del Acta de Declaración de Independencia el 12 de febrero de 1818, en Concepción; y la dictación de la Constitución Provisoria del Estado, aprobada en octubre de 1818, mientras que en 1822 entregaba la primera carta constituyente del Chile independiente, pero que provocó la inmediata resistencia de la elite santiaguina y el alzamiento de las provincias en su contra. Así, el general Ramón Freire, intendente de Concepción y jefe del ejército del sur, encabeza una oposición armada y marcha hacia Santiago para impedir la promulgación de esa nueva Carta. Ante tales circunstancias y para evitar un choque fratricida, el 28 de enero de 1823, O’Higgins abdica a su cargo y se exilia en Perú.

Pero las diferencias de elites continuaron bajo el mando de Ramón Freire, quien impulsó la promulgación de una nueva Constitución en 1823, conocida como “Moralista”, y que proveyó al país de un Congreso Bicameral con clara preeminencia del Senado sobre la Cámara de Diputados, obra de Juan Egaña, jurista y político conservador. En 1826, en tanto, se dictan las llamadas Leyes Federales que dividen al país en ocho provincias con sus respectivas asambleas provinciales e intendentes, electos por votación popular, aunque tras un largo debate en dicho Congreso, el nuevo ensayo institucional es abandonado.

Se conforma así un nuevo Congreso Constituyente para redactar otra Constitución, la cual, de marcada tendencia liberal, es aprobada en 1828 y consagra un Congreso Bicameral con senadores y diputados con poderes igualados. Pero entre 1829 a 1830 se produce la llamada Guerra civil o Revolución de 1829, encabezada por un sector conservador e iniciada el 7 de noviembre de 1829 en las provincias de Concepción y Maule a raíz de la elección por el Congreso de José Joaquín Vicuña como vicepresidente, quien había figurado en cuarto lugar en las presidenciales de ese año y que le dieron el triunfo a Francisco Antonio Pinto. El golpe fue ejecutado por un ejército comandado por José Joaquín Prieto y Manuel Bulnes y reclutado entre inquilinos de fundos, más tropas que Bulnes trajo de La Frontera, donde combatían a los mapuches. El financiamiento fue aportado por Diego Portales y otros mercaderes.

Así y todo, el Congreso de 1828 funcionó tres períodos anuales entre ese año y 1834, aunque a partir de junio de 1831 el predominio conservador en él modificó la composición de sus miembros en beneficio de los partidarios del nuevo gobierno. Este cambio de color en el mando parlamentario provocó un nuevo enfrentamiento que llevó a la guerra entre fuerzas conservadoras y tropas del gobierno en la batalla de Ochagavía, donde se intentó una negociación que finalmente fracasó. El general Ramón Freire, ya retirado de la vida pública, asume el mando de las fuerzas liberales y enfrenta al general José Joaquín Prieto en la batalla de Lircay. El resultado favorece al bando conservador, que se hace del mando de la naciente nación.

Asentado su dominio, el Congreso Pleno reunido el 2 de junio de 1831 proclama como Presidente de la República al general José Joaquín Prieto y a Diego Portales como su Vicepresidente. Portales, comerciante y político conservador, líder del grupo estanquero que había impulsado el levantamiento en contra del gobierno liberal, tras la derrota de éste se convirtió en Ministro del Presidente Prieto con amplios poderes.

Desde el 25 de mayo de 1833, fecha de promulgación de la Constitución de 1833 y hasta el 26 de diciembre de 1891, cuando asume la Presidencia de la República Jorge Montt Álvarez y luego de la Guerra Civil de 1891, el tándem liberal-conservador se expresa institucionalmente en sus respectivas fases de gobiernos conservadores (1831-1861, los «decenios» de Prieto, Bulnes y Montt, caracterizados por el fuerte presidencialismo consagrado en la carta de 1833) y gobiernos liberales (1861-1891 de José J. Pérez, Errázuriz, Pinto, Santa María y Balmaceda), consolidando un modelo de desarrollo socioeconómico basado en la propiedad de la tierra, la banca y de las actividades comerciales abiertas.

El período tampoco estuvo libre de la violencia elitesca reiterada en la Guerra Civil de 1851, rebelión que tuvo por objetivo derrocar al presidente Manuel Montt y derogar la Constitución de 1833, encabezada por líderes que, inspirados en la Revolución de 1848 en Europa, vieron en la acción armada y violentista la forma más eficaz de deponer al gobierno opositor a su pensamiento.

En este lapso se inscriben en la historia Bilbao, Lastarria, Arcos, Lillo y Vicuña Mackenna; y emergen nuevos grupos sociales como los representados por el Partido Radical, en 1863, surgido de las nuevas clases medias y elites de provincia; y el Partido Democrático, en 1887, considerado el primer partido chileno de raigambre popular; junto a la Guerra del Pacífico (1879-1883) que posibilitó ampliar el territorio nacional al norte (provincias de Tarapacá y Antofagasta) y adquirir la riqueza salitrera.

Pero las diferencias de voluntades y proyectos se volverían a manifestar con fuerza desde el mismo gobierno de José Joaquín Pérez (1861-1871) con prácticas parlamentarias como las interpelaciones a los ministros de Estado y la consecuente rotativa ministerial; la utilización de la aprobación parlamentaria a las denominadas leyes periódicas, los votos de censura, obstrucciones y otros recursos similares. Estas prácticas políticas hicieron crisis en el gobierno de José Manuel Balmaceda (1886-1891) durante el cual, en vista de las tensiones surgidas entre el proyecto del Ejecutivo, especialmente en relación al uso de los recursos fiscales provenientes de la explotación y venta del salitre, Balmaceda perdió el apoyo del Congreso.

La situación hizo crisis a fines el 1890, cuando el Parlamento le niega al Presidente la aprobación de las leyes de presupuesto para 1891, al tiempo que el mandatario decide gobernar aprobando por decreto el Presupuesto del año anterior y el Congreso Nacional redacta un acta de deposición del Presidente. La decisión parlamentaria es ignorada por Balmaceda y clausura el Congreso llevando la pugna a la “ultima ratio” y la guerra civil. El Congreso y sus partidarios reciben el apoyo de la Armada, mientras que el Presidente y sus seguidores son apoyados por el Ejército. Tras las batallas de Concón y Placilla, Balmaceda es derrotado.

Este acontecimiento marca el fin de los gobiernos liberales en Chile, dando inicio al régimen parlamentario instalado entre el 26 de diciembre de 1891, cuando asume la presidencia de la República, Jorge Montt Álvarez, primer presidente del régimen parlamentario; y se extiende hasta el 18 de septiembre de 1925, con la promulgación y firma la Constitución Política de 1925.

El régimen parlamentario se desenvolvió con cierta estabilidad política, manteniendo las instituciones republicanas, las libertades públicas y la alternancia en el poder de la Alianza Liberal y la Coalición Conservadora.

Sin embargo, con ocasión de las celebraciones del Centenario en 1910, la opinión pública marcaba una sensación de malestar y pesimismo, especialmente ante la denominada “cuestión social”. Intelectuales como Enrique Mac Iver (“me parece que no somos felices”), Alberto Edwards, los escritores nacionalistas Nicolás Palacios, Tancredo Pinochet y Alejandro Venegas; historiadores como Francisco Antonio Encina y revolucionarios como Luis Emilio Recabarren, eran parte de esta corriente crítica, desde diversas posturas.

Es por esos años que surgen las primeras agrupaciones y partidos políticos de izquierda, como los movimientos anarquistas y el Partido Obrero Socialista, -fundado en 1912 y que pasaría a convertirse en el Partido Comunista, diez años más tarde-, quienes propugnan cambios radicales en la forma de organización política, económica y social chilena.

El malestar popular con la poca efectividad legislativa del régimen parlamentario se agudiza, hasta manifestarse de forma abierta y masiva en 1920, con la elección presidencial de Arturo Alessandri Palma quien asume la primera magistratura apelando a los sectores medios y populares y haciendo dura crítica al sistema y a la clase política que sostiene al régimen parlamentario.

Pero las reformas impulsadas por Alessandri llegan a una crisis terminal en septiembre de 1924, con la intervención militar denominada “Ruido de sables”, que obliga al Congreso a aprobar sin mayor debate un paquete de leyes sociales pendientes. Los militares se constituyen en una junta y Alessandri renuncia al cargo saliendo del país. Luego, el Congreso es disuelto y la junta militar asume el poder.

Tras una serie de cambios en los que ya comienza a reconocerse la figura del coronel Carlos Ibáñez del Campo, en marzo de 1925, Emilio Bello Codesido le pide a Alessandri que regrese a cumplir el resto de su mandato y ya en la Primera Magistratura, éste impulsa una nueva Constitución Política, que fortalece el Poder Ejecutivo sobre el Legislativo, separa definitivamente la Iglesia y el Estado y aumenta el período presidencial de 5 a 6 años.

El largo período de validez de la Constitución de 1925, que va desde el 18 de septiembre de ese año hasta el golpe militar del 11 de septiembre de 1973, no estuvo exento del genoma de la división y en 1932 el país se vió envuelto en un lapso de graves convulsiones políticas. En octubre de 1925 se había realizado la primera elección presidencial directa, en la que triunfó Emiliano Figueroa Larraín. Pero su gobierno se vio interrumpido en 1927 por tentativas autoritarias del coronel Ibáñez del Campo, ministro de Guerra y de Interior y caudillo de los militares que realizaron el “Ruido de sables” en 1924. Convocadas, entonces, nuevas elecciones presidenciales, en mayo de 1927 Ibáñez del Campo se presenta como candidato único y es elegido Presidente de la República con el 100% de los votos.

Cuatro años más tarde, en 1931, la Gran Depresión genera una grave crisis económica mundial que afecta la actividad salitrera, anterior “sueldo de Chile”. La mala situación económica y el rechazo al autoritarismo del régimen provoca protestas que precipitan la caída de Ibáñez el 26 de julio de 1931. El fin del gobierno de Ibáñez desemboca en un lapso de aguda inestabilidad política, caracterizado por asonadas y golpes militares. Se suceden en el poder ejecutivo Manuel Trucco, como Presidente interino, y Juan Esteban Montero, elegido Presidente de la República con 64% de los sufragios.

El 4 de junio de 1932 se proclama la denominada “República Socialista”, que derroca a Montero y disuelve el Congreso, siendo sucedida por juntas cívico-militares de diversa composición y orientación política. Emergen las figuras de Eugenio Matte, Marmaduke Grove y Carlos Dávila, quienes gobiernan hasta octubre de 1932. Luego el general Bartolomé Blanche derroca a Dávila y, presionado por la ciudadanía, renuncia a favor de Abraham Oyanedel, gobernante interino que llama a elecciones presidenciales para el 30 de octubre de 1932, en las que Arturo Alessandri Palma es electo Presidente de la República para el período 1932-1938.

Alessandri desarrolla un gobierno que combate el caudillismo militar, a la izquierda marxista y a los elementos nacionalistas y nacistas, al tiempo que adopta medidas económicas de corte liberal. En estas circunstancias, el 5 de septiembre de 1938, ocurre la denominada matanza del Seguro Obrero, en la cual son asesinados un grupo de 59 estudiantes del Movimiento Nacional Socialista de Chile, que habían intentado un golpe de estado. La masacre desacredita a Alessandri, a quien se le responsabiliza del hecho, precipitando el triunfo de la oposición a su gobierno aglutinada en el Frente Popular, compuesto principalmente por los partidos radical, socialista y comunista.

Así, entre 1938 y 1952, Chile será gobernado de manera consecutiva por presidentes del Partido Radical, a saber: Pedro Aguirre Cerda (1938-1941), Juan Antonio Ríos (1942-1946) y Gabriel González Videla (1946-1952). En un periodo de estabilidad institucional y fuertes cambios influidos por la II Guerra Mundial y posterior enfrentamiento de modelos económico políticos internacionales, el Poder Legislativo, integrado por diversos sectores políticos, promueve reformas sociales y de democratización en el acceso al sistema político mediante un modelo de transacciones que termina por desdibujar las bases doctrinarias del radicalismo, acusándoseles de inconsecuencia, oportunismo, inoperancia y corrupción y de profitar del aparato del Estado. La crítica se hace extensiva a toda la clase política, circunstancia aprovechada por seguidores del general Ibáñez, quien se presenta a las elecciones de 1952 con un programa anti partidos políticos, la idea de un gobierno fuerte que elimine la corrupción y de un nuevo impulso a la economía nacional, programa con el que logra la presidencia 1952-1958.

Tras su mandato, la ciudadanía volvió a optar por un Alessandri, esta vez el hijo de Arturo, Jorge, que gobierna entre 1958 y 1964; y luego el demócrata cristiano Eduardo Frei Montalva, entre 1964 y 1970. No obstante las fuertes reformas impulsadas por la administración demócrata cristiana, hacia el fin de su gobierno la alianza de los partidos de izquierda chilenos, que encabeza el socialista Salvador Allende, consigue la primera mayoría y posteriormente el Congreso apoya su asunción a la Presidencia de la República, frente a la segunda mayoría encarnada por Alessandri. Allende y la Unidad Popular impulsan un proyecto político de carácter socialista que implica profundas transformaciones en la estructura económica y en la propiedad de los medios de producción.

Las iniciativas de la izquierda son resistidas por sectores conservadores, esta vez sumados a la oposición de capas medias y divisiones al interior del propio oficialismo, que desemboca en una nueva confrontación cuyos intentos de salida política fracasan y el 22 de agosto de 1973, el Congreso Nacional, dominado por la oposición, acuerda declarar «el quebrantamiento institucional y legal de la República». Así, 11 de septiembre de 1973, las Fuerzas Armadas llevan a cabo el golpe de Estado. El mismo día, luego de la toma del poder por parte una Junta Militar, se suspenden las libertades democráticas y se cierra el Congreso Nacional, inaugurándose una nueva etapa en la historia política y legislativa chilena en la que nuevamente se intenta rediseñar un contrato social que posibilite una más armónica convivencia política en Chile, el que, tras seis años de estudios y discusiones de un grupo de expertos constituyentes, se plebiscita y aprueba la llamada Constitución de 1980.

Tras los 17 años de gobierno militar y los 30 años de la nueva república nacida bajo los preceptos de esa Carta Magna, el país se encuentra hoy en un nuevo proceso de redacción de un acuerdo social que otorgue bases jurídicas de convivencia para una sociedad democrática, liberal, de Estado de Derecho, tolerante y abierta al mundo y, por tanto, diversa y plural.

La participación ciudadana en el conjunto del proceso iniciado en noviembre de 2019 ha sido históricamente única y masiva y las propuestas han ido desde experimentales y radicales, como las que se conjugaron en la propuesta rechazada por una amplia mayoría; y otra que, tal como tantas veces en la historia del país, se expresa en la casi antítesis de la primera pero que amenaza con no concluir en un acuerdo, dejándonos atados a la carta vigente, que no obstante los cambios sufridos respecto de la original de 1980, ya fue rechazada por una amplia votación ciudadana.

Es de esperar que la propuesta que están escribiendo los consejales representantes de las actuales generaciones nos muestre un camino de los acuerdos que supere nuestra larga historia de división, antes que el de los disensos y, menos aún, el de aquellos para quienes, como hemos visto tantas veces en nuestra historia, la diferencia se hace intolerable y se transforma en violencia fratricida.

Chile y su pueblo se merece un mejor destino que el promovido por minoritarias voluntades irreductibles de ciertas elites cuyos miedos y subjetividades, perplejas por los cambios o ansiosas por llevarlos a cabo, paralizan el pensamiento racional y equitativamente transaccional, despertando la destructiva emocionalidad reptiliana.

Para una vida armónica y en paz de grandes grupos humanos no es necesaria la convergencia doctrinaria, sino el simple convenio de rechazar la violencia en las interacciones ciudadanas y respetar/tolerar normativamente los respectivos espacios de libertades de elección, opinión, expresión, información que ha ido asegurando la modernidad, el progreso y el conocimiento. (NP)