Esta semana, el Presidente de la República, Sebastián Piñera, hará entrega de la primera magistratura del país al nuevo mandatario electo, Gabriel Boric, en la tradicional ceremonia que se realiza ante el Congreso Pleno y que, como se sabe, tendrá lugar el próximo miércoles 11, a las 12 horas, en la sede del parlamento, en Valparaíso.
Culmina así uno de los períodos presidenciales más complejos de las últimas décadas, sacudido el gobierno y el país por los sismos y réplicas de una infausta cuádruple convergencia de fenómenos, tanto propios de los lapsos históricos caracterizados por cambios estructurales, como por el resultado de fuerzas de la naturaleza desencadenadas, ciclos económicos y decisiones políticas discutibles y diversas, pero ciertamente, estimuladas por dicho entorno.
En efecto, el segundo periodo presidencial del representante centroderechista, definido por sus partidarios como de “tiempos mejores”, no solo no logró inspirar, ni resumir, los hechos de realidad que lo acompañaron, trocando aquel optimismo original en desilusión, sino que, en su desenvolvimiento, terminó por superar el descalabro y los “malos tiempos” vividos durante su primer mandato, marcado por la temprana devastación de uno de los terremotos más grande de la historia del mundo.
Advertido el país y sus elites, ya en 2006, por la llamada “revolución pingüina”, impulsada por la emergencia de expectativas propias de países que superan los US$ 10 mil per cápita y que, por consiguiente, elevan las exigencias por una calidad de vida cuyo ritmo de expansión comenzaba a verse obstruido y que culminó con la crisis mundial subprime de 2008, ya durante del último tramo del segundo Gobierno de Michelle Bachelet, las condiciones políticas y económicas auguraban cambios profundos, tanto por la explosión de aspiraciones económicas que se ralentizaban, como a raíz del develamiento y desencanto público producido por abusos, corrupciones y malas prácticas que incluyeron a representantes del conjunto de los sectores dirigentes políticos, económicos, religiosos, militares y sociales y que, dada la crisis, aconsejaban avanzar hacia un acuerdo nacional de reformas negociadas en paz y llevado adelante por los propios protagonistas del proceso.
Pero, como en las tragedias griegas, el espectador advertía ansioso el desenlace inevitable, viendo como los protagonistas realizaban acciones destinadas a evitar o morigerar el destino fatal, aunque constatando, atónitos, como cada una de aquellas solo ahondaba la inminencia del fin trágico dispuesto por los dioses. Así las cosas, como último acto de su Gobierno, la Presidente Bachelet lanzó un proceso de redacción participativo de una nueva carta que concluyó con la entrega de una propuesta al Congreso -en su calidad de órgano constituyente-, solo para quedar, como tantas otras, empantanada en la lista de los esfuerzos perdidos, una vez que la nueva administración Piñera asumió la dirección del país.
Como es natural, la decisión de congelar dicho borrador fue considerada como razonable y hasta prudente, en la medida que los estudios de opinión pública -como es obvio- nunca pusieron en primera línea la necesidad de renovar el contrato social y, por el contrario, sus demandas enfatizaban en los “problemas reales de la gente”, los cuales consistían, más bien, en sus urgencias económicas o sociales, razón por la que la exigencia política por la denominada “asamblea constituyente” -que presagiaba un futuro a la venezolana- no parecía más que una solicitud ultra petita de elites que veían en la vigencia de la actual carta un obstáculo para el logro de mayor poder y/o la materialización de una serie de propuestas programáticas de las izquierdas que, desde luego, la derecha considera erróneas y hasta peligrosas para el desarrollo del país.
Así, la persistente mezcla entre expectativas ciudadanas amenazadas y la frustración provocada por un endeudamiento promedio cercano al 70% de los ingresos mensuales en amplios sectores de las capas medias emergentes -sustento electoral del modelo de desarrollo “neoliberal” representado por Piñera- y el descubrimiento de las trampas de ciertos sectores de la elite a los principios de honestidad y competencia leal detectadas en alianzas espurias entre política y dinero, abusos de posición oligopólica, acuerdos para sostener precios, tecnocracia y conocimiento puestos al servicio de proyectos contaminantes, corrupción en uso de fondos fiscales por parte de algunos altos mandos militares y de carabineros y/o pedofilia entre clérigos connotados de la Iglesia, se manifestó en una profunda pérdida de confianza en la seriedad del modelo de libertades, meritocrático y de recompensa al esfuerzo proclamado por las derechas, e incluso respecto de las de un real Estado de derechos sociales, impulsado por las izquierdas.
Deterioradas así las confianzas en esos antiguos liderazgos, una enorme cantidad de ciudadanos, en particular los más jóvenes, adoptó una posición de rebeldía contra la conducción de dichas elites y, alejándose de los partidos tradicionales, optó por transferir su instinto gregario y de asociación política hacia una infinidad de organizaciones no gubernamentales y movimientos sociales, con nuevos proyectos e ideales que fueron generando las bases ciudadanas para la conformación de una izquierda alternativa a la de la Concertación y Nueva Mayoría -calificadas como parte del problema por el slogan de “no son 30 pesos, sino 30 años”- y que concluyó en el llamado Frente Amplio, encabezado por un liderazgo que se venía pergeñando desde las revoluciones estudiantiles iniciadas en 2006.
El malestar social producto del quiebre de confianza en las elites y su discurso democrático liberal, la desesperanza y amenaza de perder todo lo avanzado por parte de amplias capas medias hijas del sistema, un bullicioso y nuevo joven grupo político reivindicativo de los derechos sociales en peligro y una centroizquierda acallada por los escándalos político financieros y sus vínculos con el poder del dinero, fue, pues, el pasto seco en el que el estallido del 18-O hizo arder la pradera, terminando así bruscamente con el “oasis” latinoamericano, fenómeno que solo amainó con un mal peor: el advenimiento de la pandemia iniciada en marzo de 2020 y cuyos demoledores efectos sociales, económicos y políticos persisten hasta hoy.
Pero si bien la pandemia morigeró el impacto del desorden que se venía produciendo, el shock de la revuelta ya había posibilitado que la centroizquierda e izquierda, cada cual con distintas estrategias, hicieran valer ante el Gobierno y la centro derecha su demanda por un cambio constitucional, presión que concluyó con el acuerdo del 15 de noviembre de 2019 y que convocó a una Convención Constitucional la cual, por obvias razones, no solo por el contenido del voto, sino por la composición electoral que resultó de aquella, expresó un claro rechazo a que el cambio fuera liderado por la misma elite repudiada en el Congreso y, por consiguiente, castigó fuertemente a los partidos políticos tradicionales, los que tuvieron en esas elecciones resultados desoladores, otorgando una clara victoria a la “nueva” izquierda del FA-movimientos sociales y a la que se unió el PC, una derrota que se agravó merced a las ventajas de discriminación positiva que la izquierda exigió -sin mucha oposición de derecha, ni de centro izquierda- tanto para el voto paritario, como para representantes de pueblos originarios. El resultado: la derecha y el statu quo no consiguió siquiera un tercio de los constituyentes, dando origen a una Convención que está modificando hasta sus cimientos las tradicionales estructuras republicanas de la democracia liberal.
Pasados dos años de estallido socio-político y la pandemia, la cuádruple crisis sigue en desarrollo y como consecuencia, si bien el país ha conseguido evitar los más graves efectos de la endemia, gracias a la rápida respuesta del gobierno en materia de vacunación, de ayudas sociales que ubicaron a Chile en los primeros lugares de dicho ranking, así como a un sistema público de salud que tradicionalmente ha sabido responder a las exigencias que encara, no solo ha deteriorado su, hasta hace poco, sólida capacidad económica, con un gasto de reservas y ahorros que supera el de un Presupuesto anual, sino que ha puesto en riesgo su propia orgánica institucional, no obstante que el período de reflexión a que obligó el primer momento de la pandemia, pareciera haber morigerado las furias que se manifestaron en la elección de la Convención y que, a pesar de los problemas políticos, económicos y sociales que perduran, el Presidente electo se viera obligado a aceptar la clara señal entregada por la ciudadanía, no solo en el resultado de sus comicios, sino en la composición del nuevo Congreso, relativizando así sus propuestas maximalistas, con las que, si bien había ganado las primarias de su sector, perdió la primera vuelta con el candidato más duro de la derecha, hecho que terminó por unir a las oposiciones, aunque más con el propósito de evitar la eventual victoria de aquel, que de otorgar su real confianza al mandato de Boric.
Qué duda cabe, por consiguiente, que el próximo gobierno enfrentará gruesas dificultades de coordinación y acuerdos internos con la militancia más radical de su alianza, si es que el mandatario asume que “ha escuchado a la gente” y avanza por un camino de reformas graduales, más en la línea de sus menos cercanos grupos de apoyo socialdemócrata -ahora transformados en “vagones de cola”- junto a los cuales, a su turno, deberá atemperar o reinterpretar mediante las leyes que debe evacuar el nuevo Congreso para aterrizar una carta que es clave para la materialización efectiva de su programa, pero cuya legitimidad estará puesta en dudas si el plebiscito de salida le otorgara -como predicen varias encuestas- una mayoría muy acotada o, simplemente, aquella fuera rechazada, prácticamente iniciado su período.
En ese marco, abandonado por los sectores más radicales de la derecha y hasta amenazado por una acusación constitucional de Republicanos a raíz de sus fracasos en Arauco y la inmigración, Piñera deja el sillón presidencial con un apoyo del 23% y un rechazo que supera el 70%, unos de peores resultados de la historia para un Presidente al término de su mandato. Solo aquella dirá, con el paso y reflexión de los años, si tal evaluación popular de despedida fue justa; si Piñera pasará a la historia como “el peor mandatario” o como aquel que consiguió conducir con éxito el ataque del Covid-19 y recuperar la economía devastada en un año; o si será quien “entregó” la Constitución de 2005, de Lagos; o la de 1980 de Pinochet, dejando como herencia tardía una carta que rediseñó instituciones liberales y republicanas de más de un siglo, iniciando una fase experimental cuyos resultados preocupan ya al menos al 65% de la población.
Solo la historia dirá, pues, si se reconocerá una gestión que, a pesar de todo, logró materializar alrededor del 50% de sus promesas de campaña y gracias a una de sus principales fortalezas -según un sentido común bien propagado- consiguió la recuperación de casi el cien por ciento del empleo perdido en pandemia, aunque, al mismo tiempo, fuera superado por una inmigración caótica, estimulada, entre otras razones, por el propio éxito económico del país, el que, junto a buena gente, atrajo peligrosas mafias internacionales de narcotráfico y que, bajo el paraguas de una supuesta lucha autonómica de corte “nacionalista”, ha utilizado fuerzas subsumidas por décadas, desestabilizado el orden social de varias provincias de la macrozona sur, al tiempo que, en paralelo, sufriera una dura derrota política en la brega legal por la protección de los ahorros previsionales de alrededor de 5 millones de trabajadores chilenos, abriendo las puertas a nuevos modelos de ahorros de pensiones, para la salud y la educación pública, de corte estatista y la consiguiente necesidad de subir impuestos para financiar esos derechos extendidos ahora universalmente.
O, en fin, lo que se dirá de una carrera política que, a pesar de su experiencia de años, no le sirvió para percibir y anticiparse a los cambios epocales que le tocó vivir y operar proactivamente para encararlos, perdiendo en buena parte la lucha por la hegemonía político cultural que había blindado por años los principios, libertades y derechos que definen a la democracia republicana, de Estado unitario y de Derecho, no obstante haber asumido y promulgado legislaciones que favorecen la vida de millones de mujeres y homosexuales que, habitualmente se consideran demandas de un liberalismo de izquierdas, así como aquellos avances en la protección de ecosistemas en todo el territorio nacional, junto a una potente derivación desde el uso de energías contaminantes a nuevas energías limpias que colaboran en la lucha contra el cambio climático, pero cuyos resultados solo se podrán visualizar con claridad en los próximos años.
Es de esperar, sin embargo, que los avances científicos y tecnológicos que la actual administración patrocinó en diversas áreas del quehacer económico, social y académico, que han incrementado el conocimiento ciudadano promedio, poniéndolo a tono con la modernidad propia de la revolución digital, así como las décadas de democracia liberal de la que el país ha gozado, hayan dejado su huella didáctica en la forma de ver el mundo de millones de chilenos que, pese al desencanto provocado por los exabruptos y errores de las elites anteriores, renueven su fe, compromiso y afecto con un modo de vida en el que, como dicta ese cierto sentido común extendido, se valoren y protejan las propias libertades y derechos alcanzados, se asuma democráticamente el dictado de las mayorías, pero siempre respetando las minorías circunstanciales; se impulse la libre iniciativa personal, se premie con justicia el esfuerzo, mérito e innovación de cada quien, se consolide la pluralidad, diversidad y apertura al mundo que ha posibilitado el progreso de las últimas décadas, pero desplegando, ahora sí, una activa y consciente vigilancia ciudadana sobre las acciones de las nuevas dirigencias a cargo del Estado, de manera de evitar que los ensoñamiento de relatos políticos arcaicos y desfasados de la realidad que parecieran opacar la visión de ciertos constituyentes, no impidan detener a tiempo el inevitable surgimiento de nuevos abusos y atropellos de los poderes, los cuales, como se supone hemos aprendido, solo se limitan cuando son limitados por otros. (NP)


