Es claro que Raúl Castro vive un período de incertidumbre. No sabe qué esperar de Donald Trump, y el repunte definitivo de Cuba depende, otra vez, de Estados Unidos. Una cosa es clara: atrás quedó la fase ingenua de Barack Obama, quien no obtuvo de La Habana ni una sola concesión en libertades para los cubanos. Peor, en sus últimos días de gestión, los despojó del derecho a radicarse en EE.UU. en caso de llegar allá.
Es muy probable que el torpe manejo del caso Premio Payá se deba a que Castro aún no logra imaginar cuál será el trato que le brindará Trump, pero también a que esté endureciendo la línea con el mismo propósito con que Pyongyang lanza cada cierto tiempo misiles: para instalar temas negociables a la hora de sentarse a la mesa con EE.UU. Al intensificar la represión contra la oposición, Castro podría ofrecer suavizarla, lo que Trump podría presentar como un avance suyo, pero sería volver a fojas cero.
Castro intuye que sus días están contados: tiene la economía en ruinas, carece de la otrora decisiva ayuda venezolana, está viendo el ocaso del Socialismo Siglo XXI y siente que la sociedad civil cubana, en ascenso, le pierde el miedo. Sin el carisma de Fidel, Raúl no tiene espacio para una actitud numantina. Su alternativa podría consistir en impulsar las reformas económicas y políticas que se suponía iba a hacer, pero esto presupone ser capaz de dialogar con Washington y, lo crucial, con su propio pueblo. Esto implicaría conceder espacios de libertad, concesión letal para el socialismo.
Lo cierto es que Raúl enfrenta por primera vez una crisis sin su hermano al lado. Como viejo marxista, se da cuenta de que la historia no avanza en la dirección que postula el determinismo comunista: cien años después de la revolución rusa no queda nada del socialismo. Se desplomó en la URSS y Europa del este, desapareció de África, en China y Vietnam rige el PC, pero sus economías son de mercado y proglobalización, y en nuestro continente las guerrillas se extinguieron y el Socialismo Siglo XXI sucumbió. Tras 58 años de revolución, el general exhibe un saldo magro: el futuro que pintó a los cubanos pertenece a los museos, y captó que el socialismo es la vía más larga para llegar al capitalismo. Queda solo otro país socialista en el planeta: Corea del Norte.
Por otra parte, en Chile, sorprende que a la DC le cause extrañeza que el PC respalde a un régimen totalitario y exhiba un doble estándar al rechazar dictaduras de derecha, pero aplaudir a las de izquierda. ¿Cómo la DC, partido de convicciones democráticas, puede sostener un pacto con uno que, a lo largo de la historia y en la actualidad, justifica la represión de demócratas de inspiración cristiana? Al respaldar los comunistas chilenos la prohibición del ingreso de Mariana a Cuba y la prohibición de partidos de inspiración cristiana en la isla, la DC debería intuir qué opina el PC del pluralismo y de los DC. En Cuba, el carácter dirigente exclusivo y permanente del PC está anclado en la Constitución. No conviene dormir con el enemigo.
Pero el drama más doloroso la sufren los cubanos. En su delirio tremens, el régimen no solo acusó a Aylwin, al ex Presidente mexicano Calderón y al secretario general de la OEA de proponerse desestabilizarlo, sino también de impulsar una campaña contra los gobiernos «progresistas» de la región y obedecer a intereses espurios. Esto es de gravedad extrema, pues presagia juicios con altas condenas y más represión hacia quienes exigen pacíficamente derechos humanos, pluralismo y libertad en la isla.
Por esto, es lamentable el silencio ante las arbitrariedades castristas de Alejandro Guillier, el presidenciable más popular del oficialismo. Cuando alguien que aspira a la Presidencia de Chile subordina su actitud ante la violación de derechos humanos al cálculo político, deteriora gravemente la cultura básica de la República. Impresentable que los mismos que condenan -con razón- las violaciones de derechos humanos bajo un régimen que terminó en Chile hace 27 años, callen ante violaciones que están ocurriendo en este momento y en este continente.