El nuevo acuerdo transpacífico representa un gran avance en un proceso que se inició en Chile durante el gobierno de Patricio Aylwin, con apoyo de todos los sectores más relevantes en la política chilena. Ese proceso demostró que la política exterior se había constituido en una política de Estado, fruto de un gran consenso nacional, por encima de las diferencias partidarias. Además, siempre se entendió como un proceso continuo en que cada gobierno asumía los logros del anterior y los profundizaba.
La historia del TPP-11 así lo demuestra. Los primeros pasos se abrieron hacia fines del gobierno de Ricardo Lagos, cuando comenzaron las conversaciones con Singapur, Nueva Zelandia y Brunéi para negociar un TLC de Chile con esos países. La iniciativa se cristalizó cuando en el gobierno de Bachelet 1 se firmó entre esos cuatro países el Acuerdo de Libre Comercio llamado P-4.
Luego comenzamos a invitar a otros países de América Latina y del Norte, a Australia, Japón y Vietnam, entre otros. En ese proceso, siempre tuvimos un apoyo consensual en Chile. Ese esfuerzo finalmente se cristalizó en una reunión durante la Asamblea de Naciones Unidas en septiembre 2008, ocasión en que la mayor parte de los países antes mencionados dio su acuerdo a lo que habíamos propuesto para iniciar las negociaciones. Estas continuaron durante el gobierno de Piñera y, posteriormente, en un tratado que fue firmado en 2018 por la Presidenta Bachelet, con excelentes resultados para el país.
En este contexto, resulta incomprensible la actitud de parlamentarios de casi todo el espectro político de cuestionar el TPP-11, insinuando que no se aprobaría. ¿Se tratará también de una tarea incumplida por Cancillería y Direcon en la labor de persuasión hacia miembros del Congreso para obtener su respaldo?
Otro hecho significativo y reciente en política exterior ha sido la creación del Foro de Presidentes de América del Sur, al que el Presidente Piñera llamó Prosur. Hubo confusión inicial ante el anuncio de Prosur respecto de si se trataba de un nuevo organismo de integración en la región, superpuesto a los más de diez que ya están instalados y que tienden a seguir un ciclo sistemático: un impulso inicial, continuando con múltiples reuniones y con la instalación de una burocracia, y construyendo sedes de cada organismo que a menudo terminarán vacías, como lo demuestra el caso de Unasur en su sede en Quito, y la de un Parlamento de Unasur, que nunca existió como tal, en Cochabamba.
Lo que el gobierno del Presidente Piñera aclaró es que lo que se busca es instalar ese foro como lugar de encuentro de los presidentes de América del Sur, en torno de temas sectoriales específicos. Lo que nos parece es que este foro ofrece una oportunidad también para que haga de catalizador de una integración real, desde su base productiva, activando la colaboración entre los más relevantes agentes económicos y sociales, y universidades de Sudamérica para cooperar en conjunto en un reimpulso del desarrollo.
Se debiera tratar específicamente de lograr una convergencia más rápida y eficaz entre la Alianza del Pacífico, y Mercosur, con el foco prioritario en una desarrollo productivo más integrado. La ventaja de este foro es que ya tiene a tres presidentes del Mercosur entre sus miembros. Solo se hace imprescindible que se incorpore Uruguay, país con un gobierno socialdemócrata, una economía con muy buenos resultados en crecimiento económico y en reducción de la pobreza. La presencia del Presidente de Uruguay equilibra políticamente el foro ante quienes le atribuyen un sesgo hacia la centroderecha. La Alianza del Pacífico, por su parte, implica la inclusión de México en este esfuerzo, país en extremo relevante para avanzar en el desarrollo productivo de la región y lograr colectivamente una mayor gravitación en la economía global. (El Mercurio)
Alejandro Foxley



