Desde octubre de 2019 -cuando pareció que la institucionalidad sucumbiría a la violenta asonada del octubrismo- el país ha llevado adelante una inédita serie de elecciones populares que, bien podría decirse, no nos han dado respiro. Desde entonces los chilenos hemos elegido a un gobernante -el Presidente Gabriel Boric-, a senadores y diputados, y a gobernadores y alcaldes (dos veces a falta de una), entre otras autoridades. Además, no faltaba más, acudimos en tres oportunidades para pronunciarnos sobre temas constitucionales -en un plebiscito de entrada y dos de salida. Y otras dos para elegir a los integrantes de las convenciones constitucionales que serían las encargadas de escribir los textos que en cada caso fueron plebiscitados.
A punta de contiendas electorales, una tras otra, emitiendo votos como nunca en nuestra historia, hemos ido dejando atrás el animus refundacional y destituyente que se tomó al país hace cinco años. Ha colaborado el voto obligatorio, que volvió a sus fueros en el trascendental plebiscito de 2022, más que duplicando el contingente de electores que ahora acuden a los locales de votación. Una elevada participación del 85%, como la que se verificó el último fin de semana, contradice la noción de una creciente desafección del electorado con la democracia. La discreta suma de votos nulos y blancos en la elección de alcaldes -la más simple y cercana al elector de las que estaban en juego- refuerza esta conclusión.
De las pocas instituciones en las que confiamos los chilenos -desde hace un tiempo que Bomberos y la Armada llevan la delantera- las elecciones populares, con la compleja y extendida organización que las rodea, donde el Servel sobresale con distinción, están entre las más valiosas de las que funcionan en nuestro territorio nacional, sólo comparable al Banco Central en el ámbito económico.
Notablemente, los numerosos actos electorales se han realizado con un orden y disciplina que contrasta con el ambiente de inseguridad que se ha apoderado de la vida corriente de muchos chilenos. Tanto así que las jornadas electorales suelen ofrecer una pausa en medio del tráfago cotidiano. Todavía más importante, las elecciones gozan de uno de los activos sociales más escurridizos del último tiempo: la legitimidad y confianza de los ciudadanos. Raramente los resultados resultan impugnados, mientras la mayor parte de los triunfadores son anunciados sin discusión antes de finalizar el día de votación.
Todo indica que, después de todo, el vértigo electoral de estos años nos ha encauzado por el camino institucional que por momentos pareció que íbamos a perder irremisiblemente. Que las votaciones populares hayan tenido el importante efecto de instalarnos en la institucionalidad altamente reglada de la contienda electoral, pasando de una a otra según un calendario preestablecido que nadie osa modificar, ni mucho menos incumplir, es un logro del sistema democrático que no debemos dar ni por un instante por sentado.
Si tan solo fuera por esto, los ejercicios electorales han cumplido entonces un extraordinario servicio a la patria: alejarla de la tentación revolucionaria que se propagó como el fuego en octubre del 2019, para llevarla a las urnas tan pronto cómo fuera posible -apenas seis meses después del estallido social se debió convocar al plebiscito de entrada que luego fue pospuesto al 25 de octubre de 2020 debido a la pandemia. Desde esa fecha en adelante el calendario electoral no nos ha dado tregua. En buena hora. Esa parte de la democracia, la de votar en las urnas con una intensidad inimaginable en otros tiempos, ha hecho la magia de disipar la amenaza iliberal que se cernió gravemente sobre el país no hace tanto.
Ahora falta esa otra, tan trascendental como la de ejercer el derecho a sufragar: la de alcanzar los acuerdos transversales necesarios para devolver al país a la senda del desarrollo. Y para eso será necesario reformar el sistema político antes que la impaciencia de los electores, cuando no su exasperación, se refleje en las próximas contiendas electorales. (El Líbero)
Claudio Hohmann



