¿Es correcto establecer el matrimonio igualitario con prescindencia de la orientación sexual?
El Presidente acaba de señalar, en la última de sus cuentas, que sí, que es correcto establecerlo. Hay quienes han visto en esa decisión presidencial un simple oportunismo, un gesto para la galería y al mismo tiempo de castigo a quienes se decían sus partidarios y que con tanto entusiasmo y en tantas ocasiones lo han dejado solo.
Es probable que haya algo de eso; pero en materias públicas hay que juzgar las razones más que los motivos. Hay decisiones bien motivadas que carecen de razones; y las hay por motivos menores que poseen poderosas razones en su favor.
Y la decisión del Presidente posee importantes razones.
Desde luego, da un impulso a los sectores liberales que, incluso tímidos, la derecha posee. Un liberal, sea de izquierda o de derecha, comparte el principio de neutralidad estatal: el Estado no debe, en principio, tratar a ninguna forma de vida como mejor que otra, sino que ha de considerarlas a todas con el mismo respeto y consideración, salvando, desde luego, los derechos de terceros. No se trata de una tesis relativista como a veces, con tanta liviandad, se asevera. Promover la neutralidad del Estado no es una confesión de ceguera moral ni nada que se le parezca: es la afirmación de un bien, el bien de la autonomía personal, el derecho de cada persona a diseñar y ejecutar un plan de vida mediante el que intenta realizar lo mejor para ella.
Lo que ha dicho el Presidente (y con él todos los que han promovido el matrimonio igualitario) es entonces una afirmación que es fundamental para el futuro debate constitucional: la igual consideración y respeto a todas las formas de vida. Se ha subrayado poco; pero quizá eso sea lo más relevante del discurso presidencial si se miran no los meses que restan de gobierno, sino los años de conversación constitucional que vienen por delante.
Por supuesto, la admisión por la ley del matrimonio igualitario no zanjará la cuestión antropológica o religiosa envuelta. Pero una sociedad abierta debe estar dispuesta a aceptar eso que John Rawls (quizá el autor más influyente en filosofía política de los últimos cincuenta años) llamó las cargas del juicio, las inevitables discrepancias finales que poseen las personas adultas de una sociedad libre. Un católico, por ejemplo, seguirá pensando que el matrimonio es un sacramento, algo en lo que Dios comparece teniendo por testigo al sacerdote y pensará que, en verdad, un matrimonio entre personas homosexuales no es verdadero matrimonio. Tiene derecho a pensar así, desde luego, y a convencer a los demás de ello; pero no para que el Estado apoye esa convicción suya, sino para que las personas se persuadan de que eso es lo correcto y lo mejor. Una sociedad abierta debe ser consciente que en la sociedad contemporánea convivirán múltiples opciones de sentido y frente a ello el único camino posible es dejar que esas opciones se ofrezcan a las personas, quienes las ponderarán con su propio juicio y ejercitando ese magnífico factor de incertidumbre que se llama libertad.
Pero hay todavía otro sentido que late en el matrimonio igualitario y que puede tener gran importancia para la aparición de una cultura genuinamente liberal. Porque finalmente se trata de construir una sociedad en la que cada persona pueda vivir la vida que elija para sí y no esté condenada a una vida impuesta. Parece un principio algo abstracto; pero no lo es tanto: si el matrimonio igualitario se funda en la neutralidad del Estado, que cada uno pueda vivir conforme a sus propias decisiones le exige a este último esforzarse por una distribución igual de las capacidades para elegir y ese es el desafío que el Chile contemporáneo tiene hoy por delante.
Es probable que haya muchos que puedan reunirse en torno a esos principios: tratar todas las vidas con igual respeto y consideración; perseguir que la vida de cada uno sea sensible a las propias decisiones; y que la capacidad básica de hacerlo se distribuya con igualdad.
Carlos Peña



