Una gran coalición debiera elegir a José Antonio Kast como Presidente de la República este domingo 14.
Una gran coalición de ciudadanos, de uno más uno, más uno, más uno… Ahí estarán los electores originales de Kast y de Kaiser, así como buena parte de los votantes de Matthei, de Parisi y de Mayne-Nicholls, y algunos nulos, blancos y abstenciones de la primera vuelta, que en esta oportunidad preferirán no restarse ante la importancia de la decisión. Una gran coalición de no menos de seis y medio millones de electores, con cara de siete. Será una fuerza que en apariencia solo existirá al momento en que cada voto quede integrado en la totalidad y lo mínimo se convierta en lo máximo, pero podría ser una fuerza que perdurase mucho más allá del momento mágico en que se lea la cifra final expresada en millones.
Esa fuerza será la suma de uno, más uno, más uno… fuerza desde la que, a partir del 15 de diciembre, cada uno podrá y deberá influir como si de él o de ella solos hubiese dependido la victoria de Kast. ¿Un sueño imposible, dado el individualismo que se extiende cual pandemia en nuestra sociedad? Puede ser, pero ¿no fue exactamente esa la fuerza republicana —en el sentido más cívico de la palabra— que se implicó activamente por el Rechazo y lo consiguió?
Dejemos por un instante a esa primera coalición, la de los ciudadanos, y pasemos a la segunda, la de las fuerzas políticas que debieran legítimamente poder celebrar junto a Kast este domingo. En ellas milita un porcentaje muy pequeño de quienes constituirán el electorado victorioso de ese día, pero tienen el gran mérito de haber estado buscando desde hace un año fórmulas para llegar a un momento de victoria, ya tan cercano. Esos partidos que legítimamente se empeñaron en el triunfo de cada una de las tres opciones opositoras —y que triplicaron así el trabajo electoral— confluyen ahora en una sola candidatura, de modo similar a como lo hicieron hace cuatro años. Pero esta vez, además, se les suman fuerzas provenientes de la Democracia Cristiana, del mundo radical e incluso del PDG.
Esta segunda coalición tendrá que gobernar. La sumatoria de tantos desencuentros recientes entre sus distintas fuerzas será muy valiosa: habrá sido experiencia y tiempo ganados, no energías perdidas. Debiera acrecentar la convicción de que en el futuro gobierno no se les podrá pedir lo mismo a todos, que la confluencia no es coincidencia, que la adhesión no es rendición. Cada partido, cada grupo, podrá aportar lo suyo, y lo hará, específicamente, a través de sus mejores personas. Esa ha sido la señal del Partido Republicano.
Pero, entonces, una vez que comience a gobernar la segunda coalición, ¿la primera, la de los ciudadanos electores, se diluye y desaparece hasta la próxima elección? Sería lamentable, porque justamente este es uno de los grandes desafíos políticos de la segunda coalición: incorporar a decenas de miles de chilenos a la tarea de generar una nueva época en la vida nacional. Para esa incorporación, deben estar cada día mejor abiertas las puertas de los partidos, los que debieran empeñarse en aumentar sus militancias y reforzar la formación de sus miembros. Y en el caso de aquellos que deban reinscribirse, se abre una buena oportunidad de incorporar a muchos miles de electores a sus filas, así como existirá la posibilidad de iniciar de una vez por todas iniciativas de largo alcance, como una Nueva Falange.
Si entre los partidos de la segunda coalición se presentaran diferencias graves, siempre quedará abierta la puerta para que el Gobierno apele a la primera coalición, a la de los electores puros y simples, para que le manifiesten su apoyo por encima de rencillas o de desacuerdos cupulares. (El Mercurio)
Gonzalo Rojas



