De quién es la culpa del centralismo

De quién es la culpa del centralismo

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Es una inquietud viva en el día a día de las regiones. De ahí que surgen ciertas preguntas fútiles por lo redundantes e intrascendentes en la solución del problema. Y no es por las preguntas en sí –que buscan contestar la naturaleza de la anterior–, sino por el resultado. Con formulaciones del tipo: ¿cómo superar este mal endémico? O ¿qué leyes vamos a modificar para desconcentrar el poder? Las respuestas, para la desesperanza del habitante de región, son inocuas por su carácter testimonial.

Es tan así, que desde que tengo memoria he escuchado decir imperecederamente, como una verdad apologética, que la culpa recae en Santiago y sus instituciones. Y adhiriendo con fuerza a este grito de auxilio, manifestado en reclamos del tipo: ¡que nuestra estructura política!, ¡que nuestras autoridades!, ¡que nuestras clase dirigente!, ¡que nuestro proyecto país! (si es que hay uno); vi pasar desde niño la eterna promesa de Valdivia, “Ciudad Modelo”, sin concreción alguna.

Si bien todo reclamo está bien fundado, falta algo. La otra parte del problema. La que nos involucra a las regiones. De ahí que es preciso debatir sobre cuestiones como ¿qué responsabilidad tenemos en la causalidad y solución del fenómeno?, ¿donde está la masa crítica que cuestiona esta forma de dominación político- económica?, ¿es tan así que no nos gusta el centralismo? Son preguntan que nos obligan a mirarnos.

Por tanto y haciéndolas mañosa e irrespetuosamente de juez y parte, yo diría que algunas cosas del centralismo son buenas para las regiones. Nos gustan porque nos es más cómodo. Nos invitan a mantenernos en nuestro estado de confort. Porque en cuestión de recursos y de políticas públicas, que las decisiones se tomen y piensen en Santiago nos significa sedentarismo intelectual y falta de ejercicio de nuestra soberanía territorial. La ley del mínimo esfuerzo. No nos obliga a nada más que esperar y recibir. Y si no nos gusta lo que recibimos, alegamos contra las decisiones que toman. Pero no vamos más allá de eso.

Quizás la respuesta a este patrón de conducta, pueda explicarse tentativamente en que somos fruto de una construcción histórica que hace de Chile una sociedad peticionista. ¿Qué significa esto? Que pedimos a nuestra elite que nos solucione los problemas. Ubicada en Santiago, y bajo una lógica paternalista, la casta que en su carácter rentista e incestuosamente antidemocrática –por lo cerrado de su estructura–, asume un rol asistencialista a quien está desposeído. En orfandad de discernimiento y capacidad de acción. O dicho de otra forma: en estado incivilizatorio. La parte contraria que en la antigua Roma dividía dialectalmente a quienes estaban fuera. Los bárbaros. Civitas/barbarie. Y, por tanto, sin cultura y voluntad de construir ciudad. Oscuro panorama que ni una comisión descentralizadora impulsada por el actual Gobierno ni la voluntad política del Congreso parece que quisieron cambiar.

La pregunta ahí es qué hacer. Por dónde empezar. Primero, creo que asumir, y sin exagerar, que hay cierta flojera, como dije antes. No hemos cuestionado nuestra realidad cultural como un país hipertróficamente centralista sin la mirada atenta y vigilante de Santiago. Quizás porque nunca hemos visto más allá de eso; porque el colonialismo del centro habita en nuestras cabezas. Y, por lo tanto, nunca nos hemos hecho la pregunta como ciudadanos, cómo sería un modelo de sociedad distinto, con autonomía de acción y pensamiento de los territorios. Un modelo en que todos podamos participar en la toma de decisiones. Cuestión que, claro, exige y obliga a comprometerse.

De ahí que necesariamente hay que cambiar; deconstruir el sentido común sobre el cual nos relacionamos. Y eso es responsabilidad de nosotras(os): las regiones. Como primer paso para avanzar en esa tarea, debemos visibilizarnos. No únicamente hacer evidente nuestra desigual condición respecto a Santiago. Porque eso ya es latente y sabido. Sino que denotar que somos distintos. Que nuestra óptica para interpretar nuestros problemas y soluciones escapa al entendimiento del santiaguino. Demostrar con fuerza que no somos inferiores. Y eso obliga a innovar. Desde la arena política, tanto a los partidos tradicionales como también a los nuevos.

Por tanto, no es posible seguir haciendo política bajo la venia y los recursos de la capital. No es posible que el único aliciente y motor para el accionar de los partidos políticos tradicionales sea quedar bien con la directiva central. Hay que articular y crear propuestas. O, dicho de otra forma, la política tradicional debe dejar de fagocitar respecto a las decisiones que se toman en Santiago para luego, como premio a ello, detentar los cargos recibidos; donde su máxima de construcción política sea la aplicación de políticas públicas pensadas y diseñadas por los expertos del centro.

Por otro lado, para los nuevos movimientos y partidos (Revolución Democrática, Nueva Democracia e Izquierda Libertaria, los pescadores de Corral, entre otros), es una exigencia pensarnos desde nuestros territorios. Innovar y emprender con propuestas que sean de sentido y pertenencia con los espacios que habitamos. En materias como educación, salud y vivienda, entre otras, las ideas y propuestas tienen que empezar a nacer aquí. Por eso es que debemos ser capaces de construir conocimiento al servicio de lo público. Forzar el cambio del sentido común que hoy es la centralización de los recursos económicos e intelectuales, para su posterior distribución hacia la periferia. Esto es un imperativo, una obligación de quienes creemos y aspiramos a un nuevo orden social. En consecuencia, la descentralización del poder no solo debe ser sociológicamente desde arriba hacia abajo, sino también geográficamente de norte a sur.

Porque el poder hegemónico no va a reaccionar si no reaccionamos nosotros. Las lógicas instaladas desde los albores de la República han delimitado los márgenes en que nos movemos en la distribución del capital y el poder, con tales sutilezas y tal sigilo, que no percibimos nuestra condición de subalternos. De ahí que Valdivia debe ser un polo donde podamos soñar distinto. Dejar de ser la eterna promesa. Tenemos a la Universidad Austral de Chile, patrimonio material e inmaterial del sur de Chile. Foco indiscutido de creación y desarrollo del pensamiento crítico. Con una masa pensante pero aislada; y una actividad política que puede dar más desde estas condiciones materiales.

El punto está en cómo nos articulamos. Bajo qué paraguas común de ideas. Qué somos capaces de proponer y cómo lo ejecutamos. Esto, quizás, debe ser tarea del Frente Amplio en su lógica territorial en Los Ríos para el 2017.

Juan Pablo Gerter U., Revolución Democrática

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