Uno de los lugares más emblemáticos del estallido social ha sido la Plaza Italia, hoy denominada por muchos como Plaza de la Dignidad. Lugar de las celebraciones más importantes de nuestra historia reciente (triunfos deportivos, celebraciones religiosas y la ya famosa marcha del millón doscientos mil chilenos), este lugar de nuestra capital hoy sigue siendo, semana a semana, lugar de manifestaciones, tanto pacíficas como violentas.
Es cierto que está en un estado lamentable; sin semáforos, veredas rotas, estación del metro completamente cerrada y vandalizada, comercio cerrado, grafitis y propaganda pegada por doquier. Y qué decir del mal estado del monumento al general Baquedano, patrimonio cultural, ilustre chileno que le dio grandes glorias a nuestra patria.
Si bien esta situación puede generar tristeza en muchos (y me incluyo), también debiera interpelarnos sobre su significado. El estado de este emblemático espacio público no dista tanto de la realidad de muchos espacios públicos en nuestra ciudad, con la diferencia de que ellos están así hace años, desde antes del 18 de octubre.
Y es que gran cantidad de santiaguinos ven y se espantan con el estado actual de la Plaza Italia, pero no conocen otros lugares iguales o peores a pocos kilómetros de ahí. Y es que Santiago son varias ciudades en una. Algunos sectores no tienen nada que envidiarles a las principales ciudades del mundo. Los parques, las autopistas, el equipamiento, las veredas y la vegetación del sector oriente bien podrían confundirse con los de Londres, Copenhague o París. Sin embargo, si uno se aventura al sector sur o poniente de la capital, puede encontrarse con lugares cuyo estándar urbano podría perfectamente asimilarse al de algunos países pobres de África o de Centroamérica.
¿No será que la Plaza Italia actual nos quiere mostrar ese Santiago que muchos simplemente no conocen o no quieren conocer? ¿Cómo hacer que ese anhelo transversal de dignidad se traduzca también en una ciudad digna para todos y todas?
Uno de los temas menos debatidos durante estos casi tres meses de crisis social ha sido la desigualdad urbana. Tanto hemos hablado de la disparidad de los ingresos (medidos con el índice Gini) o de la inequidad de la educación (ambas tareas de mediano y largo plazo), que no hemos reparado en lo más obvio: la desigualdad e injusticia de nuestras ciudades. Esa que hace que comunas tengan 1 m{+2} de área verde por habitante, mientras otras disfrutan de 18. O que algunos municipios tengan 50 o 60 farmacias o bancos, mientras otros tengan menos de cinco, o incluso ninguna.
Por Dios que sería distinta nuestra noción de la justicia y equidad si asumiéramos que todos tenemos derecho a la misma ciudad, al mismo tipo de ciudad.
Una ciudad digna debiera partir por definir ciertos estándares mínimos de calidad de vida urbana, a la cual cada chileno tiene derecho simplemente por nacer en Chile, sin perjuicio de su origen social o del barrio en que nació. Eso supone asumir que el derecho a la ciudad está por sobre el derecho privado de cada uno a poder pagar por el barrio en que quiere vivir.
Esta es una responsabilidad colectiva que no puede estar sujeta a los escuálidos recursos que se les asignan a los municipios y regiones (especialmente, las más pobres). Luego de más de 200 años de independencia, hoy sigue siendo una deuda pendiente de nuestra democracia el repartir mejor los recursos y poder del gobierno nacional a los gobiernos subnacionales.
Un dato muy elocuente es que en los países de la OCDE, con los cuales tanto nos gusta compararnos en materia económica, más del 50% de los recursos públicos son administrados y definidos a nivel local y/o regional, mientras que en Chile es solo el 16%. Sin recursos y poderes reales, la promesa de una verdadera descentralización que nos permita construir ciudades dignas no dejará de ser un anhelo o, aún peor, simplemente una consigna.
La experiencia de innovación y empuje de nuestros alcaldes y alcaldesas debiera ser una señal clara de hacia dónde debemos transitar. A eso tenemos que sumarle una exigencia para que el nuevo pacto social incluya un “plan de emergencia” de inversión, para nivelar hacia arriba la situación paupérrima de muchas de nuestras comunas y barrios.
Alguien me dirá, y con razón, que con lindas plazas y parques, mejores veredas, infraestructura pública para el transporte y las bicicletas, servicios privados bien distribuidos y una buen aire que respirar, no resolveríamos todos los problemas y desigualdades económico-sociales. Es verdad. Pero por lo menos estaríamos diciendo inequívoca y categóricamente a todos los habitantes de nuestras ciudades (90% de los chilenos) que el grito de dignidad de la Plaza Italia ha empezado a transformarse en un proyecto de ciudad digna y justa para todos.
Claudio Orrego



