Nuestra sociedad vive un presente estancado, un estado de latencia —no es lo mismo que la espera— que paraliza todo proyecto histórico e impide que la atención se vuelque hacia el futuro. Aguardando acontecimientos que, como a Godot, nunca le llegan, las promesas se desvanecen en el aire. En ese escenario se nublan los proyectos históricos y los traumas del pasado acechan como fantasmas.
El año 1973 es un momento traumático de nuestro pasado. Mientras pisemos un terreno que puede esconder a más de mil detenidos desaparecidos, su memoria no puede desvanecerse de sus deudos ni de la memoria histórica nacional. Reconociéndolo como una realidad ineludible, cabe preguntarse si aún con ello se puede hacer historia contemporánea de Chile. Una historia que no borre ni olvide el pasado, sino que abra la posibilidad de un proyecto histórico como nación que, integrando el pasado al presente, trascienda al futuro. Incorporar el futuro como registro y para ello confiar como nación en que es posible reencontrar nuestro espacio de experiencias con nuestro horizonte de expectativas.
“Sin perdón ni olvido”, pero con el reconocimiento de que a quienes vivimos la historia entre los años 1960 y 90, a todos, como activos o pasivos en los procesos, esta nos ha sumido en la contingencia. Me refiero a los testigos que la vivieron, a las víctimas que la sufrieron y a los triunfadores que no supieron estar a la altura del desafío que impuso la historia, porque en alguna medida, todos somos responsables de convertir el pasado en futuro y urdir un proyecto nacional.
En este contexto y terminada la conmemoración del Golpe, ¿podemos pensar en que ha llegado el momento de la historia? Conmemorar es permanecer en el terreno del presente. Nos preguntamos si dar paso a la historia es compatible con preservar la memoria. El Plan de Búsqueda es un aporte. Ha habido ejercicios —varios libros han aparecido en estos meses— que desafían a los historiadores a asumir su disciplina sin temer a salir del maniqueísmo que impone escribir hoy en una sociedad partisana y fragmentada. La locomotora de la historia debe avanzar y cumplir su misión de volver sobre el pasado permitiendo que aparezca un futuro abierto. El carbón de la locomotora es la capacidad y arrojo del historiador —pero también de la ciudadanía— para reunir y conciliar las tres dimensiones, del pasado, el presente y el futuro. La memoria, como sostiene Ricoeur, debe ser la “matriz” de la historia, y los lectores, es decir, los chilenos en este caso, debemos hacer el difícil balance entre ambas.
El desafío es permitir que la historia recupere su capacidad de trascender el presente —el juicio sobre el mismo pertenece a la memoria—, de agregar un horizonte de sentido a lo ocurrido y de colaborar en que reaparezca un futuro abierto como manera de evitar que se repita el diagnóstico lapidario de Stefan Zweig, cuando en 1942 escribió que se habían cortado todos los puentes “entre nuestro hoy, nuestro ayer y nuestro antes de ayer”.
Cobijados en el tiempo, los seres humanos y las sociedades podemos editar nuestros pasados alrededor de un futuro que creemos o, al menos, queremos posible. En ese sentido, sí confiamos en que Chile puede ponerse en “modo” futuro y construir un relato histórico que lo proyecte hacia un más allá de su presente, de la petrificación de la memoria del 73 y del sentido de latencia de los últimos años. (El Mercurio)
Ana María Stuven
Profesora titular PUC/UDP



