Cyber Day, cyber padres, cyber niños…

Cyber Day, cyber padres, cyber niños…

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Percibo una ansiedad y excitación colectiva alrededor mío: jóvenes, ancianos, padres e hijos se arremolinan en sus computadores o dispositivos digitales, al parecer, en la búsqueda de algún “grial” que los hace volver a todos a la primera infancia. “Es el Cyber Day, entérate”, me dice un amigo cuando le pregunto si no se ha dado cuenta de esta algarabía súbita, que tiene a todos en una expectación y euforia como si estuviéramos ante un acontecimiento mágico. “¡Hay que apurarse —dicen todos—, hoy a medianoche se acaba el Cyberday!”.

A medida que se acerca la hora, empiezo a preguntarme si no me habré perdido de algo grande. Veo a niños corriendo en la calle con sus nuevos celulares comprados a menos de la mitad de precio, eufóricos, comparando unos con otros estos regalos caídos del cielo. Recuerdo cuando antes nos deslumbrábamos cuando un amigo llegaba con una pelota nueva, cuando no existían los smartphones ni tampoco los Cyber Day. Éramos más austeros, pero no sé si menos felices que ahora. Abuelos y padres que se abalanzan a regalarles a sus hijos y nietos los dispositivos de última generación probablemente sientan que contribuyen a una felicidad nueva a la que ellos no tuvieron acceso. Eso es entendible, claro. ¿Pero era necesario apresurarse tanto para entregar aún más a sus hijos a los dispositivos, en vez de los dispositivos a sus hijos? Porque de eso se trata: son nuestros hijos los que son entregados a la realidad virtual, no al revés. Como en el “Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda a un reloj”, de Julio Cortázar. Dice Cortázar: “Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, un calabozo de aire (…) No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj”. Esa es la trampa: estamos ofreciendo de regalo a nuestros niños, estamos regalando esclavos creyendo que serán más libres.

Cuando he planteado a estos padres esa hipótesis cortaziana, responden: “Pero si ellos son nativos digitales, ellos son de otra época a la nuestra, ellos nacieron sabiendo deslizar el dedo por las pantallas…”. La falacia o mito del “nativo digital”. Eduardo Infante, filósofo español, sale a poner en tela de juicio ese mito: “El relato nos dice que los niños, por haber nacido en un mundo saturado de pantallas, dominan la tecnología de manera innata, casi como si la tecnología fuera su lengua materna. Sin embargo, esta idea, tan cómoda como ingenua, es en realidad una coartada para la deserción adulta de su responsabilidad”. Es decir, para decirlo con todas sus letras: padres que no pueden o no quieren (o ambas cosas a la vez) ser padres. Infante va más lejos: “Dejarles solos en esa jungla de estímulos digitales es como abandonar a un niño en una ciudad extranjera solo porque sabe usar el GPS”. O sea, estamos hablando de adultos que se eximen de su deber de tutela, y de niños abandonados en la Ciudad Digital llena de peligros y depredadores de todo tipo. “La infancia, como advirtió Hannah Arendt, necesita mediación cultural: un adulto que te introduzca en un mundo que no es suyo. Y el entorno digital no es de ellos, sino nuestro”.

¡Se las trae este filósofo español! Para eso están los filósofos: para incomodar un poco, para hacernos pensar. Pero pareciera que nadie quiere pensar. Compramos todo lo que se nos ofrece y creemos que ser padres modernos es ser padres proveedores de smartphones. Naturalizamos lo que debe ser puesto en tela de juicio. Nos angustiamos en la elección del colegio para nuestros hijos, pero no de cómo educar en casa. Nos espantamos de las adicciones a las drogas, pero permitimos que nuestros hijos se droguen con las pantallas. Celebramos la fiesta del consumo (Moulian tenía razón: “El consumo nos consume”), pero no practicamos ya los rituales del verdadero encuentro, de la gratuidad, de regalarnos presencia. Padres ausentes, hijos ausentes… ¡Cyberdays! (El Mercurio)

Cristián Warnken