¿Cuánto Musk? ¿Cuánto Marx?

¿Cuánto Musk? ¿Cuánto Marx?

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Más de 200 millones de personas siguieron live la conversación, de más de dos horas a través de la plataforma X, entre Elon Musk (el mayor billonario del mundo) y Alice Weidel, la candidata a la cancillería alemana de la Alternative für Deutschland (AfD). Las autoridades de Berlín y Bruselas, como era de esperar, quedaron estupefactas.

Independientemente de cuánto termine influyendo aquella conversación en las elecciones generales alemanas del 23 de febrero, su contenido y ameno desarrollo, han tenido un efecto multiplicador. Sería ridículo negarlo. Prácticamente no hay medio europeo, escrito o digital, que no se haya hecho eco de ella y analizado in extenso sus posibles consecuencias.

Hay, por lo tanto, indicadores de que no se trató de un hecho marginal ni de una tertulia banal, hablado nimiedades. Por el contrario, los temas tocados fueron los más acuciantes. Eso explica tal número de personas interesadas: Israel, los avances espaciales, la historia reciente de Alemania y los nuevos desafíos europeos y algunos otros. El tema principal fue, en todo caso, el lugar que tiene la economía alemana en el mundo, asunto de preocupación prioritaria para los ciudadanos de ese país. Sean prusianos, bávaros, sajones, o lo que sea, incluso de todos los orígenes sociales. Todos expresan intranquilidad ante los años venideros.

Esa inquietud de la esfera pública es definida en alemán con la palabra Wirtschaftstandort, una noción que incluye todas las temáticas adyacentes a la vida económica. Sus redes sinérgicas; modulares, jerárquicas etc. Es un concepto útil y ordenador. Refleja los deseos, posibilidades y realidades que se le debe dar a una nación cuando se tiene real sentido de tal.

Por lo tanto, la conversación de Musk con Weidel bien puede tener un efecto mayor a lo imaginado, especialmente si el resultado electoral termina siendo positivo para Weidel. Parafraseando a Spengler, se puede decir que quizás haya sido un acontecimiento con efecto “fertilizante”.

Como se sabe, Musk es de aquellos mega-empresarios preocupados por cuestiones de muy largo alcance, como la colonización de Marte o el implante de chips informáticos en el cerebro humano. Su interés son las grandes tendencias de la humanidad. Ciertamente, podrá discutirse si su apuesta por la AfD tiene sustento o no, pero lo que es irrebatible es que la angustia por el Standort de la economía alemana es verídica y su preocupación es plausible.

La intuición de Musk es que Alemania ha dilatado el momento de enfrentar los asuntos nuevos. En tal sentido, la política tradicional alemana estaría al debe, pues, por su peso científico y capacidades en materia de capital humano, merecería ser líder en muchas materias. Los culpables, a su juicio, son el actual canciller Olaf Scholz y su antecesora, Angela Merkel.

Con insistencia remarca que el período de esta última fue innecesariamente largo, pues Merkel no debió ser más que un eslabón breve entre lo alcanzado tras el fin de la Guerra Fría y los desafíos propios del siglo 21. Haber prolongado en exceso su período generó una nebulosa que Scholz y los políticos tradicionales no entendieron. Musk tachó de “incompetente” al actual Canciller. Incapaz de darle un impulso a su nación. Una aproximación ruda, sin dudas. Por eso, ha provocado un nerviosismo generalizado en la clase política alemana. La conversación con Weidel dejó en claro que el trasfondo de todo el temor se desprende de situaciones infrecuentes con desenlace imprevisible.

Lo primero es, desde luego, ¿qué pasa si el resultado del 23 de febrero indica que el electorado alemán desea seguir inclinándose en favor de la AfD y decide aventurarse por caminos más cerca de Musk?

Y hay varios otros asuntos infrecuentes y complejos. Por ejemplo, nunca antes un alto personero estadounidense (no olvidemos que Musk liderará, junto a Vivek Ramaswamy el Departamento para la Eficiencia Gubernativa, DOGE) había opinado con tanto desparpajo sobre un proceso electoral europeo ni menos marcando favoritismos. Quizás haya habido casos parecidos en tiempos previos -por ejemplo, durante los primeros años postbélicos-, pero siempre fue de manera algo oblicua, cuando no directamente encubierta. Tampoco hay registros de que políticos europeos se hayan mostrado tan entusiastas con este apoyo desde EE.UU., como ocurre con Weidel.

Otro asunto infrecuente fue, ciertamente, escuchar pasajes de la conversación refiriéndose a Hitler con una naturalidad que rompe con los convencionalismos retóricos de las últimas décadas. Casi por norma, allí se evitan referencias directas al Führer. Hasta la pronunciación de su nombre se elude en la medida de lo posible. Pero no sólo se trató de algo infrecuente. Musk y Weidel dijeron cosas que estremecieron a la clase política alemana, como que la experiencia nazi pertenecía más bien a la familia comunista, debido a su religiosidad estatista.

En sectores tradicionales de la política alemana hubo incomodidad general con esta conversación. No sólo por las materias tratadas. Casi por regla, al mundo político, y por influencia de sectores de izquierda, la aparición de grandes millonarios, decidiendo u opinando sobre asuntos de la polis es algo incómodo. No es un misterio que, a lo largo del siglo 20, las diversas visiones marxistas fueron permeando con críticas a la irrupción de plutócratas. Sus herederos insisten, pues la siguen situando a la plutocracia en la base misma del capitalismo. Musk les es molesto por eso. Estaría promoviendo una posible plutocracia mundial.

Sin embargo, es justamente en este punto donde se divisa lo verdaderamente “fertilizante” de aquella conversación. Son las características de Musk las que hacen una distinción cardinal. No es un plutócrata más. Encarna muchas otras facetas necesarias para el mundo de hoy. Es un empresario tecnológico. Es un personaje disruptivo y movilizador y especialmente entre los más jóvenes. Es una persona que, independientemente de su fortuna, logró instalar la idea de los sueños de la alta innovación tecnológica, generando motivación existencial, no sólo a los individuos, sino a grandes grupos humanos. No debe extrañar entonces que haya surgido en su entorno, una especie de mitología bastante novedosa.

Es por eso que -guste o no- su influencia augura una etapa disruptiva y positiva, para todos quienes piensan racionalmente en el Standort de sus respectivas naciones.

Sabemos que, a lo largo del siglo 20, los ingenieros, técnicos e incluso físicos nucleares, terminaron obedeciendo órdenes de tomadores de decisión esencialmente políticos, con escasa formación profesional y que no entendían mucho de algoritmos ni de quarks. Basta recordar ciertos episodios. La decisión de lanzar bombas atómicas al finalizar la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, no fue tomada por los militares. Harry Truman pasó unos pocos años en el Ejército, pero su fuerte era la política y la agricultura. La burocracia soviética, por su lado, era la que decidía absolutamente todo en la URSS y sabido es que allí los papers científicos valían menos que el Qué Hacer de Lenin. De hecho, Gorbachov fue el único con formación universitaria. Por otra parte, también se sabe que la palabra final del programa nuclear iraní es de los ayatollahs, esos individuos más interesados en leer el Corán que de cualquiera otra cosa.

En síntesis, Musk representa algo muy distinto. Su irrupción va de la mano con lo que Trump intuye al crear ese Departamento de Eficiencia Gubernativa. ¿Es una apuesta demasiado arriesgada? Por cierto. Como todo en la vida. (El Líbero)

Iván Witker