En las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, y cuando los soldados soviéticos ya estaban a escasos kilómetros de Berlín, se efectuó en Yalta la famosa conferencia tripartita entre Stalin, Roosevelt y Churchill para definir el nuevo orden mundial. Ese mismo que empezó a disolverse en los 90 con el derrumbe de la URSS.
Ahí en Yalta, mientras Churchill hacía uso de la palabra y reforzaba la idea de que para construir una narrativa común postbélica a nivel mundial era necesario incluir al Vaticano entre los vencedores, fue interrumpido por Stalin. “Permítame, Sr. Primer Ministro, preguntarle: ¿cuántas divisiones tiene el Papa? Si nos informa de aquello, lo aceptaremos entre los vencedores”.
La frase fue rescatada en decenas de libros sobre relaciones internacionales y ha pasado a la historia. Ilustra lo que posteriormente se ha dado en llamar el poder duro de los Estados. Es decir, ¿cuántos tanques, buques y aviones de combate dispone, qué capacidad económico-financiera tiene, cuántos soldados y dónde los puede desplegar? Esas, junto a otras cuestiones por el estilo, forman la base de la Realpolitik.
Churchill, con la tremenda socarronería que le caracterizaba, respondió con voz sugerente: “las divisiones las tiene allá arriba”, señalando hacia el cielo con su índice.
Desde entonces, pocos dudan sobre esa tremenda cualidad del Vaticano: su poder blando. Esto lo han sabido todos los últimos Papas, especialmente Juan Pablo II y el recientemente fallecido Francisco. Sin dudas, los más diestros en política desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Wojtyla sorprendió al mundo al enfrentarse al comunismo soviético, desarrollando una poderosa alianza con los sindicatos portuarios polacos. Occidente quedó atónito cuando Juan Pablo Segundo comenzó efectivamente a demoler las bases del régimen totalitario polaco. Aunque la respuesta fue un efímero golpe militar de la mano del general W. Jaruzelski, Wojtyla no necesitó un solo soldado, ni un tanque, ni un avión ni un buque. Puro poder blando.
Aquella épica gesta demostró que el Vaticano entraba de lleno en el juego geopolítico y que, en cuestiones cotidianas, la llamada movilización social no era arma exclusiva de los partidos comunistas. El primer viaje a su natal Polonia en 1979, y el segundo en 1983, lo demostraron. Fueron acontecimientos históricos. Millones de personas movilizadas.
Aparte del tsunami que provocó en su país, Juan Pablo Segundo introdujo un elemento enteramente nuevo en la historia vaticana. Recorrió el mundo casi por completo y entusiasmó in situ a jóvenes. Llenó estadios y desbordó iglesias de una manera enteramente novedosa. De pronto, la Iglesia Católica pareció recuperar un peso que parecía olvidado. Algunos compararon estos “baños de masas” con la decisión de Pío IX de publicar el diario L’Osservatore Romano en 1861. Pasos que llevaron a la Iglesia a estar presente por doquier. Ya no solo desde el púlpito.
Con Wojtyla, el Vaticano desplegó un poder blando impensado hasta ese momento. Con seguridad, ni en sus peores pesadillas Stalin imaginó un secretario de Estado, como Agostino Casaroli, ejecutando con idoneidad y precisión una diplomacia que la URSS, como Estado, jamás consiguió. 184 sumaron los países con embajadas ante el Vaticano y con nuncios en sus respectivas capitales.
Luego, tras un breve intervalo con Ratzinger a la cabeza, la Santa Sede, si bien mantuvo su preocupación por los asuntos internacionales, privilegió materias teológicas; temas de doctrina y valores. Así fue hasta 2013, cuando apareció Francisco. Como sabemos, fue el Papa número 266 y el primer latinoamericano.
Aunque fue la cara opuesta de Juan Pablo Segundo, el antiguo cardenal de Buenos Aires, comparte con el obispo de Cracovia el deseo de impregnar una diplomacia vaticana dinámica, inserta en la resolución de conflictos. Ambos enarbolaron el poder blando. Pero el de Bergoglio fue más altisonante que efectivo. Mediador, defensor de la paz o promotor de diálogo entre diversidades de todo tipo, quiso ser una especie de activista internacional. No en vano estableció relaciones diplomáticas con Cuba. Esas fueron las vías escogidas por Bergoglio para hacer presente la voz del Vaticano. El resultado -comparado con el de Wojtyla- fue bastante más modesto. Necesariamente iba a ser así. Más ruido que nueces.
La razón puede radicar en aquello percibido como la gran diferencia entre ambos. La visión wojtyliana se enfocó en los problemas globales concretos, como los que tenían a Polonia y a sus vecinos en el epicentro. En las “naciones europeas secuestradas”, como las denominó el novelista checo Milan Kundera.
La visión bergogliana, por el contrario, apuntó a cuestiones más bien coyunturales y menos eurocéntricas. Prefirió tópicos donde prima mucha controversia y con tinte abstracto. Al definir aquello que le era más motivante, dijo: “no ocupar espacios, encaminar procesos”. O bien: “el tiempo es superior al espacio, la unidad al conflicto, la realidad a la idea, y el todo a la parte. Debemos mirar la realidad en su organicidad”. En el decir de Zanatta, se trató de un Papa peronista, rupturista e impredecible. Un religioso armado de populismo jesuita y un toque mediático.
Su más brillante biógrafo fue efectivamente Loris Zanatta, un politólogo italiano que escribió El Puntero de Dios y El Populismo Jesuita, dos obras maestras en esto de entender la política bergogliana.
Para Zanatta, todos los populismos jesuitas latinoamericanos tienen raíces nacionalistas, pero pulsiones universalistas. “Todos, Perón, Castro y Chávez, ambicionaron evangelizar y convertir a la humanidad, redimir al mundo del pecado liberal y capitalista. La geopolítica del Papa se mueve sobre ese surco”, escribió.
Pese a ello, el balance general no es malo. Francisco asumió en momentos cuando una delgada línea del poder blando estaba carcomiendo la imagen moral entre sus propios feligreses. Los escándalos sexuales eran ya indisimulables. Enfrentó el problema con titubeos, complicando aún más las cosas, pero luego enmendó rumbo. El resultado de las acciones paliativas de Bergoglio en esta materia se verá, en todo caso, en el largo plazo. La prueba de fuego será el curso de la actual falta de vocaciones sacerdotales.
La esperanza en la concepción bergogliana se fundió con el llamado Tercer Mundo. En muchos de esos países, el catolicismo sigue siendo popular. Eso llevó a Francisco a hacer un papado pensando en los excluidos; en la periferia.
Zanatta se interroga, con justa razón, si la concepción bergogliana de “pueblo” como depositario de la virtud resulta compatible con la democracia pluralista. ¿Qué tipo de democracia puede desarrollarse sobre tales bases?, se interroga. Concluye señalando que Bergoglio pertenece a la generación que trasvasó el “viejo” nacionalismo católico en la “nueva teología del pueblo”, pasando de la cruzada antiliberal a una anticapitalista. No parece descabellado pensar que el temor a ver los efectos domésticos de esta visión política tan poco sacralizada primó a la hora de pensar en un viaje pastoral a su propio país: es claro que prefirió ser visto como pastor en otras tierras.
Es muy probable que esta idea de Bergoglio de reducir ad unum el todo no resista el paso de la historia. El mundo se está volviendo cada vez más fragmentado y complejo, donde los simbolismos y devociones del desaparecido Papa podrían carecer de eficacia. (El Líbero)
Iván Witker



