Las democracias no mueren de golpe. No caen con estrépito ni con el ruido de los tanques que marcaron el siglo XX. Mueren de otra forma, más discreta y más peligrosa: se vacían por dentro. Eso es lo que ocurre cuando una sociedad democrática, agotada y desorientada, decide entregar el poder a la ultraderecha. No lo hace porque haya abandonado formalmente la democracia, sino porque ha dejado de creer que ella pueda protegerla.
El primer cambio no ocurre en las leyes ni en las instituciones, sino en el sentido común. Lo que antes era inaceptable comienza a parecer discutible; lo que era excepcional se vuelve cotidiano; lo que se rechazaba por razones morales se justifica ahora en nombre del orden. El lenguaje se endurece, la empatía se vuelve sospechosa y la compasión es presentada como una forma de debilidad. La política deja de ser un espacio de deliberación entre iguales y se transforma en una pedagogía del miedo.
La ultraderecha no gobierna inicialmente con decretos, sino con palabras. Redefine lo normal. Convierte el conflicto democrático –ese desacuerdo legítimo que es la esencia de la vida republicana– en una amenaza. El disenso pasa a ser deslealtad, la crítica se vuelve obstrucción, la diversidad es presentada como caos. Así, el miedo reemplaza al debate y la promesa de orden sustituye al proyecto de futuro.
Las instituciones, por su parte, no desaparecen. Siguen ahí, funcionando, pero de otra manera. Tribunales, prensa, universidades, organismos autónomos no son clausurados; son erosionados. Se los desacredita, se los coloniza, se los intimida. No hace falta censurar cuando se logra que la prudencia se vuelva autocensura. El Estado de derecho sigue existiendo, pero se vuelve selectivo: mano dura para los débiles, tolerancia para los aliados, indulgencia para los poderosos. La igualdad ante la ley se mantiene como principio formal, pero se vacía de contenido real.
La sociedad también cambia, lentamente, casi sin darse cuenta. El lazo social se debilita. La comunidad es reemplazada por identidades cerradas, por tribus morales que se miran con desconfianza. El “nosotros” se estrecha. Los grupos más vulnerables –mujeres, disidencias, migrantes– no siempre son perseguidos de manera abierta, pero comienzan a vivir en alerta permanente. Dejan de sentirse ciudadanos plenos y pasan a sentirse tolerados. La ciudadanía se vuelve jerárquica.
La cultura pública se empobrece. Se ridiculiza el conocimiento experto, se desprecia la complejidad, se glorifica la solución simple y autoritaria. La política se transforma en espectáculo moral, en un relato de buenos y malos, donde la fuerza sustituye al argumento y la certeza dogmática reemplaza a la razón.
Pero el daño más profundo no está en el presente, sino en lo que viene después. Los gobiernos de ultraderecha no están concebidos para ser episodios transitorios del sistema democrático. No se preparan para alternar en el poder ni para aceptar la derrota como una regla legítima del juego. Su lógica es otra: capturar el Estado, reescribir las reglas, colonizar las instituciones y transformar su paso por el gobierno en una permanencia de hecho o en un punto de no retorno.
Cuando no logran consolidarse indefinidamente, el escenario no es la restauración del orden anterior. Lo que sigue suele ser peor. La ultraderecha deja un campo político devastado: partidos tradicionales de derecha, centro e izquierda debilitados, deslegitimados o directamente irrelevantes; sistemas de partidos fragmentados; electorados radicalizados; una democracia exhausta. En ese vacío no reaparece la moderación, sino que irrumpe una alternativa populista aún más extrema, más brutal, menos contenida, que ya no reconoce límites ni siquiera formales.
Ese es el verdadero riesgo histórico. No se trata solo de resistir un gobierno de ultraderecha, sino de comprender que, una vez que una democracia cruza ese umbral, ya no vuelve a la misma cancha. Cambian las reglas, cambian los actores y cambia el tipo de conflicto. Lo que estaba en juego era el gobierno; lo que pasa a estar en juego es el régimen mismo. (El Mostrador)
Guillermo Pickering



