Cuando olvidamos que los pobres no pueden esperar

Cuando olvidamos que los pobres no pueden esperar

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La megatoma del Cerro Centinela en San Antonio no es solo un conflicto judicial entre una inmobiliaria y el Estado. Es la postal incómoda de un país que volvió a convivir con algo que creíamos haber dejado atrás: los campamentos. Centinela fue una toma organizada con recursos y logística, trazado de calles, maquinaria pesada y sitios demarcados para más de mil trescientas familias. Ahí se cruzan tres fracasos: de la política habitacional, de la gestión del suelo y de la seguridad pública.

Para entender este retroceso hay que mirar hacia atrás. A comienzos de los 70, más de 450 mil personas vivían en campamentos. El acceso a la vivienda era una bandera política y moral y en ese clima resonó la visita de Juan Pablo II, con su mensaje de opción preferencial por los pobres y aquella súplica que quedó grabada: “Los pobres no pueden esperar”. Esa idea impregnó las políticas económicas y sociales al retorno de la democracia.

La política habitacional de los 90 se propuso algo que hoy suena casi utópico: cerrar el déficit habitacional con inversión pública sostenida. El Minvu llegó a financiar unas 96 mil soluciones al año, convirtiendo a Chile en referente regional. Programas como Chile Barrio, lanzado durante el Gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, buscaban no solo construir casas, sino barrios, con intervención intersectorial y foco en integración urbana.

Los resultados fueron notables. En 1996 existían 972 campamentos con más de 100 mil hogares; en 2005 se redujeron a 453. Para el Bicentenario, el país estuvo cerca de erradicar los asentamientos informales como fenómeno masivo. En 2011 se contabilizaban unos 27 mil hogares en campamentos, una fracción de lo conocido décadas atrás.

Sin embargo, algo se quebró. Desde 2005 la tendencia se frenó y en la última década se dio vuelta completa. Desde 2016, los campamentos pasaron de 660, con 39 mil familias, a 1.428, con alrededor de 120 mil familias viviendo en asentamientos informales. El déficit habitacional se estima en unos 640 mil hogares y podría bordear las 750 mil viviendas. Volvimos a niveles de hace más de 30 años.

El Plan de Emergencia Habitacional del actual Gobierno, con cerca de 260 mil viviendas comprometidas, es una promesa cumplida. Pero el salto del déficit era tan grande que incluso una ejecución de ese tamaño no alcanza a desarmar la bola de nieve acumulada.

¿Qué nos pasó? Una parte importante de la respuesta está en la migración internacional y su impacto sobre el arriendo. Los extranjeros pasaron del 2,3% de la población en 2014 a cerca del 10% en 2023. Estudios muestran que por cada 11 mil inmigrantes adicionales en un municipio urbano se crea un nuevo campamento, principalmente por la presión sobre el arriendo en comunas vulnerables. La proporción de familias que destinan más del 30% de su ingreso al arriendo subió de 20% a más de 40% entre 2009 y 2022. En el catastro reciente, 80% de los residentes señala el alto costo del arriendo como principal razón para llegar a un campamento.

Culpabilizar a los migrantes sería injusto. El problema no es que hayan llegado, sino que los recibimos con un parque habitacional rígido, sin vivienda flexible ni arriendo asequible. Los salarios crecieron apenas una fracción de lo que aumentó el precio de la vivienda, y el Estado dejó de jugar el rol contracíclico que tuvo en los noventa.

A eso se suma la pérdida de impulso de una política de barrios. Chile Barrio mostró que las intervenciones bien diseñadas podían mejorar capital humano, seguridad y valor de los activos de las familias. En los últimos años, la discusión sobre vivienda se tecnificó hacia subsidios y permisos, mientras la dimensión territorial y comunitaria perdió prioridad.

El cuadro se vuelve más complejo con la irrupción de tomas organizadas que lotean y venden ilegalmente terrenos, operando en la frontera entre informalidad y crimen organizado. Algunos campamentos se han convertido en “territorios sin control”, donde confluyen usurpación de terrenos, tráfico de drogas, extorsión y, en casos extremos, secuestro y tortura. Centinela y Calicheros muestran que la omisión del Estado tiene costos sociales, de seguridad y fiscales.

Frente a este panorama, es fácil caer en el fatalismo. Pero hay otra lectura posible. Chile ya demostró que puede reducir drásticamente sus campamentos. Y hoy, en la mayoría de estos asentamientos, sobresale la organización comunitaria: comités, ahorros, redes solidarias, dirigentes que saben negociar.

Si queremos volver a ser un país que erradica campamentos, necesitamos realismo y prioridad política. Realismo significa asumir que no todos los megacampamentos podrán ser desalojados; varios deberán ser regularizados y urbanizados. Significa contar con un catastro público que clasifique los campamentos según tipo de suelo, riesgos, organización y vínculos criminales, para aplicar soluciones diferenciadas: radicación donde sea posible, erradicación donde haya riesgo grave, subsidios de arriendo asequible.

Prioridad política significa volver a poner la precariedad habitacional en el centro de la agenda. Recordar que no somos un país rico, que la pobreza no ha desaparecido, y que miles de familias viven a un shock económico de volver a caer en ella. La mayor ocupación ilegítima que podemos enfrentar es la de otras prioridades sobre el lugar que nunca debieron perder los más pobres en nuestra agenda.

La megatoma del Cerro Centinela nos muestra qué pasa cuando olvidamos que los pobres no pueden esperar. Chile ya probó que puede construir barrios dignos y reducir sus campamentos a niveles mínimos. Depende de nosotros decidir si Centinela será el símbolo de un país que se resigna a convivir con la ilegalidad y la precariedad, o el punto de inflexión para recuperar la opción preferencial por los pobres. (El Mostrador)

Carlos Mladinic