Cuando los partidos agonizan

Cuando los partidos agonizan

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Llamó mi atención el titular del diario español El País, el lunes pasado: “La ultraderecha y la izquierda se disputarán la presidencia de Chile”.

No era muy ortodoxo. Pícaramente mezclaba la información con la opinión, para decir que José Antonio Kast era un ultra y Gabriel Boric, un izquierdista común. Lo notable es que, según su Libro de Estilo, tal sesgo tenía legitimidad ideológica. En su glosario la voz ultra significa “extremista de derechas”.

Otros medios fueron más ecuánimes. Para el Washington Post, Kast representaba la “extrema derecha” y Boric “la extrema izquierda”. Para The Economist, éste era la “izquierda dura” y aquel la “derecha dura”. Ambos eran “extremistas” con referencia al sistema chileno de partidos.

Para este servidor, es la culminación de una decadencia política largamente anunciada. Durante el gobierno de Ricardo Lagos, sostuve que se comenzaba a percibir a los políticos de izquierdas y derechas como una “clase parasitaria” y que eso iba en descrédito de la democracia misma. Pese a sus buenos indicadores, Chile se estaba convirtiendo en “un caso de subdesarrollo exitoso”.

Mal cayó ese análisis en el oficialismo. Pero, en el corto plazo, el legado transversal y corajudo de Patricio Aylwin se desvaneció, Lagos firmó como nueva la muy reformada Constitución de Augusto Pinochet -hubo solemne ceremonia en La Moneda- y emergió como su sucesora Michelle Bachelet, socialista del ala ideológica, que incorporó a los comunistas a su gobierno.

Los refundadores

La irrelevancia en picada de los partidos políticos alejó a los intelectuales, mediocrizó los liderazgos y cuajó en gobiernos repetidos y alternantes: dos para Bachelet y dos para Sebastián Piñera.

En ese trance se mantuvo el clivaje del “Sí y el No”, hubo corruptela en toda la institucionalidad y el desarrollo económico fue opacado por desigualdades de nuevo tipos. Como réplica, emergió la protesta tumultuosa de una generación que no vivió la dictadura, no supo en qué consistía el socialismo real e ignora que el gobierno de Salvador Allende fue desestabilizado tanto por Fidel Castro (la “izquierda revolucionaria”) como por Richard Nixon (“el imperialismo”).

En el curso de esa deconstrucción, los partidos políticos perdieron sus anclajes sociales y fueron desbordados desde ambas fronteras del sistema. Se confirmó, entonces, que, si algo más malo puede suceder, pues ¡sucederá! El violento estallido de 2019 -que hoy se asume como “revuelta”- judicializó la política de seguridad, potenció el terrorismo en la Araucanía, indujo la desmoralización de la policía uniformada, abrió espacios nuevos para el narcotráfico, la delincuencia común inició una época dorada, la pandemia llovió sobre mojado y el incumbente Presidente Piñera perdió gobernabilidad estratégica. Fue una secuencia de Mad Max, en la cual los ciudadanos independientes y moderados, sociológicamente mayoritarios, comenzaron a lucir como personajes proustianos, en busca del centro perdido.

Para salvar los muebles, el Ejecutivo y el Congreso abrieron paso a una Convención Constituyente, elegida con nuevas reglas electorales. Con ello detuvieron lo que parecía un inexorable fin de temporada pero, sin querer queriendo, abrieron una puerta grande a los refundadores.

Dominada por independientes y extremoizquierdistas -con algunos pícaros incrustados-, la Convención se inició como el instrumento ideal para ejecutar una vieja utopía chilena: la revolución total, sin sangre y con cargo al Presupuesto del Estado.

Extremista Boric al trasluz

Gabriel Boric (35 años, egresado de Derecho, diputado, tatuajes varios) es un extremista de izquierda que insurgió en ese marco crispado, con discurso y métodos estudiantiles. Marginal a ese marxismo-leninismo que requiere estudios y guardianes de la fe, tiene el talante de los niños bien que se portan mal y generan un complejo de culpa en los izquierdistas de buen vivir. Esos que el siglo pasado se encasillaban como “revolucionarios de café”.

Por eso, más que en el debate informado, lo suyo se ha jugado en la vieja cancha del “tanto peor para los que mandan, tanto mejor para nosotros”.  De ahí su nihilismo casi juguetón, la agresividad que luce en las redes sociales, la simpatía que inspira en los periodistas predicadores y la violencia física de sus seguidores, expresada en funas y barricadas. De paso, él mismo experimentó una funa de sus opositores internos, por haber aprobado la salida vía plebiscito y nueva Constitución.

Puede decirse, por tanto, que su estrategia inicial fue una versión rústica del marxismo, en la que el gran clivaje burguesía-proletariado se actualizaba como lucha de “el pueblo contra los cuicos”. En esa línea, más que tesis, se podía discernir un complex de sentimientos negativos y positivos. Boric estaba en contra de los “superricos”, del neoliberalismo (sea lo que fuere), de la abultada remuneración parlamentaria y del Cuerpo de Carabineros. Estaba a favor de los “presos de la revuelta”, del retiro de fondos previsionales, de la paridad de género, del Estado plurinacional y de la “democratización” de las Fuerzas Armadas.

De algún modo, insurgía como líder-placebo de la aplastada transición al socialismo de Salvador Allende, con el apoyo de un Partido Comunista que ya no es el que fue. Es decir, el que entonces sostuvo la institucionalidad amagada, en durísima lucha con el ultraizquierdismo castrista.

Extremista Kast al trasluz

En cuanto a Kast (55 años, abogado, exdiputado, 9 hijos), es un extremista de derechas que desmiente el estereotipo rudo. Su mezcla de sangre fría y buenos modales desarma a los periodistas acosadores y hasta le granjea simpatías en personalidades de las izquierdas.

Tras militar en la UDI, el partido de Jaime Guzmán, rehusó asumir el pragmatismo de los políticos de su sector. Fundó partido propio cuando aquellos dejaron de defender a ultranza la dictadura del general Pinochet, se resignaron a la prisión de los militares condenados judicialmente y cedieron ante la imparable revolución feminista. Esto es, cuando los supuso resignados a una economía intervenida por el Estado y relativizando los dogmas de Milton Friedman y de la Iglesia.

Visto así, el estallido con revuelta fue para Kast lo que la espinaca para Popeye y las voces celestiales para Juana de Arco. Vitamina con señales. Pese a los guiños del covid-19, a la fuerza del #MeToo y a la inconducta de demasiados sacerdotes, mantuvo su fe en la subsidiariedad del Estado y en las pautas valóricas de la Iglesia. Y aunque sigan funándolo, incluso a domicilio, sigue manifestándose contra el aborto, contra el matrimonio igualitario y prefiere que los hijos tengan padres de distinto sexo.

Con todo, esa rigidez (o consecuencia) suya no tuvo el impacto negativo que esperaban sus competidores electorales. Para casi todos los analistas lo decisivo, en su vertiginoso ascenso, fue su condena frontal de la violencia y su dura crítica al gobierno, por no haberla enfrentado con la fuerza legítima del Estado.

Gracias a esa actitud, tan contrapuesta al soslayamiento y a las justificaciones sociologizantes, sintonizó con el sentimiento mayoritario de los chilenos.

Viraje hacia el centro

Hasta antes de las primarias, dado que la Presidencia le lucía lejana, Boric pudo asumir, con altivez, sus certezas de corto plazo y sus desplantes antisistémicos. Como líder con talante estudiantil maltrataba a militares y carabineros, visitaba terroristas en el extranjero, asumía como “presos políticos” a los vándalos, saqueadores e incendiarios del estallido. Además, vinculaba esta ordalía con el origen de la hiperventilada Convención, puesto que “la violencia es la partera de la Historia”.

La cosa cambió cuando su éxito en las primarias le saltó a la yugular. En cuanto candidato a jefe de Estado, debía proyectarse hacia el centro social, más allá de la tribu. Luego, cuando Kast tomó la pole position en la primera vuelta y el nuevo Congreso mostró una resurrección electoral de las derechas, asumió que, para vencer, tampoco le valía solidarizar con los refundadores de la Convención.

En definitiva, ya no puede seguir con su libreto antisistémico y debe cambiarlo por uno de “extremo centro”. A ese efecto, ya eliminó las banderas mapuches, enarbola la maltratada bandera nacional, incorpora economistas sabios a su equipo -entre ellos Ricardo French-Davis- y trata de reducir el peso político del Partido Comunista que es, lejos, su apoyo más importante.

Advierto que tanto o más complejo lo tiene en el ámbito internacional, aunque la opinión pública lo ignore. Por una parte, porque ese plurinacionalismo, que tan livianamente aceptó, tiene colgajos geopolíticos que atornillan contra el interés nacional de Chile. No hay experto que lo ignore. Por otra parte, porque los dictadores que hasta ayer apoyó, ahora son un salvavidas de plomo. Nicolás Maduro lo sigue distinguiendo como “compañero” y eso asusta mucho.

Hasta el cierre de este texto, Boric tiene la adhesión extra y por default de los dirigentes de las humilladas izquierdas de la ex Concertación. Además, cuenta con el complicadísimo respaldo del expresidente Lagos, antes desconsiderado por esas mismas izquierdas. Más notable, aún, tiene el apoyo entusiasta de Roberto Thieme. El mismo que, en los años 70, fuera el líder de acción de la ultranacionalista Patria y Libertad.

En línea recta

Kast, por su parte, experimentó un ascenso vertiginoso desde que inscribiera su candidatura independiente. Gracias a sus buenos modales y a su experiencia en el sistema, suele desarmar a los periodistas agresivos de cualquier género y aplicar a la realidad chilena la conocida sentencia de Goethe: “prefiero cometer una injusticia antes que soportar el desorden”.

Sobre esa base condenó la violencia que intranquila nos baña, explicando que atentaba contra el centro sociológicamente mayoritario, contra las pymes, y contra el abastecimiento normal de los ciudadanos variopintos. Simultáneamente, intelectuales de la izquierda dura y Elisa Loncón, presidenta mapuche de la Convención, celebraban el estallido de 2019 como una especie de Big Bang, dado que “la violencia es estructural”.

Tras las elecciones de primera vuelta, quedó claro que la mayoría refundadora de la Convención no tenía un trono de hierro y que tampoco había resignación ciudadana ante la distopía de la violencia. Por lo mismo, a la inversa de Boric, Kast no está obligado a cambiar su guión, sino a morigerarlo en sus partes ríspidas, mientras controla a sus leones sordos y machistas.

Corolario

Con el mérito de lo expresado y a semejanza de lo sucedido ayer en el Perú, los chilenos estamos enfrentando la segunda vuelta electoral en modo “malmenorismo”. Lo ejemplifico con la decisión que me comunicara, el pasado lunes, mi profesora de pilates: “yo votaré por el menos peor”.

Si me interrogan como analista o periodista, diré que no soy predicador, pero que no puedo disimular tres convicciones duras. Primera, que soy partidario de mantener Chile. Pese a todo, quiero a mi país. Segunda, haber aprendido a concho que la democracia es lo que dijo Winston Churchill. Mil veces mejor mantenerla que subestimarla. Tercera, que si algo debemos refundar son los partidos políticos. Si no fueran lo que son, no estaríamos como estamos. (El Líbero)

José Rodríguez Elizondo

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