No cabe duda que los populistas latinoamericanos figuran entre los más fantasiosos y desbocados del mundo. Hay en ellos una mezcla de demagogia sin límites y desvaríos políticos inimaginables previamente. Por eso, siempre es útil -un saludable ejercicio- tratar de descifrar sus intenciones, buscando comprender el halo idolátrico con que son vistos por sus respectivos entornos, así como los motivos que traccionan su manera de gobernar.
Por de pronto, es indudable que muestran una cruda capacidad para creerse “mini-monarcas” sin corona, irradiando un evidente desdén por la institucionalidad. Por eso, el espíritu republicano no es su fuerte. Aquel no escrito. Ese que se asocia a las costumbres, formalidades, respetos mutuos y a la majestad de los cargos. Tienen escasas virtudes cívicas. La mayoría de las veces se sienten amos y señores del destino de sus pueblos.
Uno de los espectáculos más fascinantes en esta materia se observa hoy por hoy en Nicaragua, ese país centroamericano gobernado por el matrimonio Ortega-Murillo. Daniel y Rosario. En esta pareja convergen trazos dictatoriales extraídos de la escuela de Fidel Castro (feroz máquina de poder), ideas progre tremendamente estrafalarias (esa pseudo-religión inventada por Murillo, por ejemplo), junto a conductas que rememoran las andanzas de los caudillos del siglo 19. El revoltijo de elementos visibles constituye una advertencia de lo que ocurre en los sistemas políticos cuando éstos pierden el norte, dislocan sus instituciones y los electorados terminan favoreciendo el surgimiento de experimentos aberrantes, cuyo desmontaje puede derivar en un calvario político.
La última novedad ofrecida por los Ortega es un extraño esquema de gobierno bicéfalo.
En efecto. La jefatura de Estado está formalmente en manos del Presidente, pero también en las de su esposa, ostentando ella una cualidad constitucional insólita; la de “co-presidenta”. Como si aquello no fuese de por sí extraño, hace pocos días, dos personas fueron designadas co-ministros de Relaciones Exteriores, Valdrack Jaentschke y Denis Moncada. Una clara aberración funcionaria.
Dicho sea de paso, la diplomacia de Nicaragua también presenta otras grandes excentricidades. Por algún motivo insondable, el régimen reconoce como repúblicas independientes a algunos territorios post-soviéticos, como Osetia del norte y Abjasia. Incluso reconoce diplomáticamente a las regiones en disputa en la guerra ruso-ucraniana: Donbas, Lugansk, Jersón y Zaporiyia. Como era previsible, hace algunas semanas, Ucrania rompió relaciones diplomáticas con Managua.
Aún más. Hace escasos meses ya se había producido otra decisión insólita. La jefatura de policía también pasó a ser bicéfala. Uno de los jefes máximos se llama Juan Victoriano Ruiz y el otro, Francisco Díaz, quien, además, es consuegro de la pareja gobernante. Casos insólitos de nepotismo, pero también de una disparatada concepción del aparato del Estado. Una bicefalía del todo inédita en América Latina.
Debe admitirse, desde luego, que la bicefalía sí se observa, de forma parcial, en otras partes del mundo. Obedece, sin embargo, a especificidades históricas. En ciencias políticas, tal fenómeno es conocido como diarquía.
Hay casos que sirven de ejemplo. Andorra, San Marino o Bosnia-Herzogovina. En todos ellos se observa no sólo el peso de la especificidad histórica, sino que, dada esa particularidad, se han dado también mecanismos que permiten un cierto contrapeso constitucional. El primero es un principado, regido por dos personas, que ostentan aquella cualidad. Uno es el obispo de la localidad de Urgel y, el otro, el Presidente de Francia. Por su lado, San Marino tiene dos Capitanes-Regentes quienes son cambiados cada seis meses. En tanto, Bosnia-Herzegovina tiene un mecanismo de representación étnica inspirado (aunque más complejo) en el que fuera ideado por Tito para su sucesión en Yugoslavia. Todas ellas son diarquías consolidadas y reconocidas en sus particularidades, especialmente San Marino y Andorra.
En los años 80, un paupérrimo país del sur de África, llamado Swazilandia -hoy conocido como Esuatini-, ofreció una peculiaridad de bicefalía temporal. Al fallecer su monarca, debía sucederle su hijo, quien al ser menor de edad no pudo acceder al trono y hubo algunos años en que el mando pasó momentáneamente a dos reinas regentas.
Pero en Nicaragua no se da especificidad histórica alguna. Por su naturaleza, el régimen tampoco ha generado contrapesos constitucionales. Lisa y llanamente, la bicéfala responde a un engendro concebido en la cabeza del exguerrillero.
Bastante se especula en círculos disidentes y del exilio nicaragüense sobre este tremendo dislate institucional que afecta al país. La explicación más extendida es que Daniel Ortega no confía plenamente en su esposa Rosario. Pese a su avanzada edad y al fuerte soporte policial de su régimen, estaría dudando si entregarle o no todo el poder. Para evitar que las pugnas domésticas y rencillas por la sucesión hagan colapsar el régimen, ha decidido construir esta diarquía de facto, que permita la convivencia de los grupos de su entorno. Unos idolatran a Rosario Murillo. Otros a él.
En el caso de los co-cancilleres, Jaentscke le respondería a él y Moncada a la co-presidenta.
En todo caso, no es primera vez que la Nicaragua orteguista ofrece este tipo de situaciones aberrantes. Ya en 2016, la Asamblea Nacional había tomado la insólita decisión de mantener en el cargo de presidente a René Téllez, quien había fallecido. No se conoce algún caso en el mundo en que un parlamento haya estado dirigido por un muerto. Lo único medianamente parecido es el de Norcorea, donde el padre y abuelo del “querido líder”, Kim Jong-un, siguen siendo considerados estadistas después de fallecidos.
Lo de Nicaragua es delirante. Tan fuera de época y espacio, que parece sugerente interrogarse si se debe a una falta de dotación neuronal colectiva o a un vacío espiritual generalizado que los lleva a la sumisión ante líderes (o familias en este caso) que se presentan como depositarios de la verdad suprema.
Es cierto que los seres humanos no viven a partir de instintos programados y que ningún país tiene un libro de instrucciones sobre un régimen político ideal, pero la distopía instalada en Nicaragua constituye una señal de alerta para la región.(El Líbero)
Iván Witker



