Debo confesar que me es difícil describir la última sesión plenaria del proceso constitucional. El resultado era conocido, y así como en “La crónica de una muerte anunciada”, sucede, sin embargo, lo que ocurrió luego de la votación. La escena estuvo llena de sorpresas marcadas por el comportamiento de consejeras y consejeros, quienes al final de la jornada seguramente se sintieron liberados del protocolo que rigió durante meses de sesiones.
Es comprensible la alegría de quienes impusieron su mayoría como también lo es el mutismo de quienes acordes con su votación sufrieron las consecuencias de una derrota que, aunque sabida, no es menos dolorosa. En el aire, sin embargo, quedó dando vueltas una pregunta hecha por el consejero Cristian Suárez, quien interrogándose a sí mismo dijo en voz alta: “¿Podremos hablar algún día de un Chile culturalmente unido?”. Escuché en silencio y cruzándome de brazos reflexioné sobre la pregunta; en efecto, frente a mí tenía dos Chiles, uno que se abrazaba y reía, expresando su alegría por el triunfo obtenido, el otro en silencio, ceñudo, seguro de tener la razón histórica, a pesar de la derrota. Sentí como un eco de lluvia lejana, la noble expresión de tristeza de la experta Verónica Undurraga.
Recordé los promisorios días del inicio, donde estábamos seguros de convencernos unos a otros y conseguir una propuesta de consenso que le sirviera a Chile. En esos primeros días hicimos amistades, conversamos en los pasillos, nos tomamos un café, intercambiando ideas arrastrados por el viento de la historia. Este buen clima se mantuvo en el otoño, cruzó el invierno, pero se derrumbó en la primavera provocando el enfrentamiento fino; dos Chiles, dos naciones culturalmente divididas, fragmentadas por visiones diametralmente opuestas, en las que las palabras suenan parecidas, pero el significado es opuesto.
Recordé la lucidez de Benjamín Subercaseaux, citado por el consejero Edmundo Eluchans, quien en su libro “Chile una loca geografía” describe este fenómeno mental adjudicándoselo a nuestra ondulante y prodigiosa tierra. ¿Habrá algo de esta geografía en estos comportamientos en los seres humanos llamados hasta hoy chilenos? ¿Incidirán estas manifestaciones en el cambio de valores, sentimientos y visiones? O tal vez ya está ocurriendo, a juzgar por el comportamiento en la última sesión de “profetas” que Biblia en mano proclamaban el advenimiento del Apocalipsis de San Juan, mientras de fondo se escuchaban los agradecimientos a Jehová y gritos alusivos a exclusivos credos, de modo tal que por momentos más que una sesión del Congreso pleno semejaba un encuentro religioso de un exótico país o una escena extraída de la película de don Luis Buñuel, “El Ángel exterminador”.
Al salir del recinto me lavé las manos, quizás sugestionado por el grito de una consejera de evidente credo religioso, quien me increpó en el pasillo de las raídas alfombras rojas: “Littin, tienes las manos llenas de sangre”, espetó… Me miré las manos y respiré tranquilo. Estaban limpias. (El Mercurio)
Miguel Littin Cucumides



