Cristina Kirchner y el espejo romano-Eleonora Urrutia

Cristina Kirchner y el espejo romano-Eleonora Urrutia

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Cuando el historiador Edward Gibbon relató en su monumental obra la caída del Imperio Romano (1776-1778) destacó que uno de sus principales detonantes fue la corrupción sistemática en el corazón del poder político. La decadencia material de Roma fue el efecto y el símbolo de su decadencia moral. El Estado, que en su esplendor había garantizado orden y ley, lentamente se convirtió en un instrumento para el enriquecimiento privado de sus gobernantes. Roma no cayó ante ejércitos externos, sino ante la corrosión interna del poder sin límites ni controles.

La reciente confirmación de la condena contra Cristina Fernández de Kirchner por parte de la Corte Suprema argentina evoca, en otro tiempo y contexto, la misma advertencia romana. El fallo ratifica seis años de prisión e inhabilitación perpetua por administración fraudulenta en la causa conocida como Vialidad, confirmando así las sentencias anteriores del Tribunal Oral Federal N.º 2 (2022) y la Cámara de Casación Penal (2024). El proceso comenzó en primera instancia en 2016 y en esta instancia es palabra final.

El mecanismo investigado por la justicia fue relativamente simple pero altamente efectivo. Durante los gobiernos kirchneristas (2003-2015), fondos destinados por el Estado nacional a través de la Dirección Nacional de Vialidad para la realización de obras públicas en Santa Cruz eran asignados sistemáticamente al empresario Lázaro Báez mediante su empresa Austral Construcciones. En total se investigaron 51 obras viales, muchas de ellas con graves sobreprecios o directamente inconclusas. Precisamente, esos sobreprecios y el dinero correspondiente a obras que nunca se finalizaron conformaron un flujo ilícito que regresaba a los Kirchner mediante contratos simulados de alquiler de habitaciones y servicios turísticos en hoteles propiedad de la familia, principalmente Alto Calafate y Los Sauces (hoteles que también se construyeron con fondos públicos). Este circuito implicó la desviación aproximada de 46.000 millones de pesos argentinos (cerca de mil millones de dólares al tipo de cambio del momento), dinero público disfrazado bajo la apariencia legítima de contratos hoteleros. Dan ganas de recordarles la memorable frase de un viejo sindicalista argentino, “muchachos, disimulen y dejen de robar un par de años”. 

Se imputaron inicialmente dos delitos: asociación ilícita y administración fraudulenta. El primero fue correctamente descartado por no ser un delito claro y reconocible por cualquier ciudadano, sino una herramienta arbitraria y peligrosa para perseguir políticamente a opositores bajo excusas amplias y vagas. Por el contrario, la administración fraudulenta, por la cual sí fue condenada, cumple cabalmente el estándar del Derecho Penal liberal: un delito claro, objetivamente demostrable, juzgado públicamente y respaldado por evidencia firme.

El primer fallo, sin embargo, fue esencialmente político: reflejó la falla generalizada y profunda de los controles republicanos entre los años 2003 y 2016. Durante este período crítico, los organismos constitucionalmente encargados de velar por el correcto uso de los recursos públicos fueron sistemáticamente neutralizados o cooptados. La SIGEN (Sindicatura General de la Nación) en el Poder Ejecutivo, la Auditoría General de la Nación (AGN) en el Congreso, y ambas cámaras parlamentarias abdicaron de su función primordial. Lo que debía ser un sólido sistema de frenos y contrapesos terminó convertido en una estructura funcional al poder personal. Que no haya más condenas no significa que los controles republicanos hayan funcionado adecuadamente antes de Cristina Fernández de Kirchner; simplemente, en su gestión estos problemas se exacerbaron hasta hacerse ineludibles.

Durante el juicio, una frase del fiscal Diego Luciani resonó especialmente: “Esto no es corrupción ocasional o un hecho aislado. Se trata de un sistema diseñado y ejecutado desde las más altas esferas del poder para defraudar al Estado y apropiarse de recursos públicos”. En esa contundente declaración se sintetiza la gravedad del caso.

Este es el corazón del problema del populismo latinoamericano, y Argentina lo muestra con trágica claridad: confundir al Estado con el poder personal y creer que un Estado más grande, una especie de entelequia mágica, implica automáticamente más justicia o menos pobreza. Nada más lejos de la realidad. La evidencia histórica y empírica muestra exactamente lo contrario: más Estado no equivale a más justicia, sino a más pobreza. La expansión sin límites del aparato estatal aumenta inevitablemente la corrupción y reduce la libertad económica, sofocando la iniciativa privada y empobreciendo a los ciudadanos.

Se olvida fácilmente que quienes integran el Estado son personas comunes, con intereses personales y objetivos propios. Cuando estas personas ejercen poder sin controles, los recursos públicos se convierten inevitablemente en botín privado.

Y no se trata solo de un problema ético. Es, fundamentalmente, una cuestión económica básica: cada peso que se desvía corruptamente desde el Estado es un peso arrebatado coercitivamente de ciudadanos comunes que trabajan y producen. Estos ciudadanos no tienen opción: entregan su dinero o son perseguidos penalmente. Y ese dinero, en lugar de financiar los propósitos declarados del Estado, financia ambiciones personales y políticas de quienes controlan el poder.

La condena definitiva de Cristina Fernández de Kirchner plantea ahora una elección crucial sobre el futuro argentino: ¿seguirá la sociedad confiando en que más Estado es la solución, o finalmente reconocerá que en realidad es la causa del problema? La respuesta dependerá de si los argentinos entienden, de una vez por todas, que menos poder para el Estado significa más poder para los ciudadanos; que la libertad individual no es un lujo, sino la condición necesaria para el desarrollo. Desde luego, transitar hacia un Estado limitado no puede ocurrir de un día para otro, requiere prudencia y una transición ordenada. Pero este fallo, más allá de lo jurídico, es una clara advertencia: seguir votando por prebendas o proyectos populistas solo perpetuará la corrupción y el estancamiento. El futuro depende ahora de saber elegir entre el espejismo del Estado benefactor o la realidad de la libertad y la responsabilidad individual. (El Líbero)

Eleonora Urrutia