El crecimiento económico se ha transformado en uno de los dos pilares -el otro es la seguridad ciudadana- sobre el cual ha de construirse una candidatura competitiva, capaz de asegurarse un cupo en la segunda vuelta de la elección presidencial de este año. A diferencia de la última, en la que triunfó el actual gobernante y cuando el crecimiento no era considerado como un factor relevante o diferenciador para competir en esa contienda electoral, en la que ahora está partiendo, no ponerlo entre las prioridades podría costarle caro a cualquiera de los competidores. Sobre todo a los que aspiran seriamente a inscribir su nombre en la papeleta de la segunda vuelta. Ni qué decir de alguno que propusiera el decrecimiento como base de su programa económico.
Pero una cosa es declarar a los cuatros vientos la importancia del crecimiento -era que no, después de una década en la que ha escaseado lastimosamente-, y otra son las políticas públicas destinadas a recuperar el dinamismo sostenido de la economía. El crecimiento sigue siendo casi exclusivamente el resultado de alguna de las formas de capitalismo que se adoptaron en el mundo en el siglo 20 y que siguen vigentes en el siglo 21. Es, necesariamente, el fruto de una modernización capitalista -la noción acuñada por Carlos Peña- como la que Chile llevó adelante con singular éxito durante el cuarto de siglo que siguió a la recuperación de la democracia en 1990, cuando la economía crecía a raudales y el país se integraba al grupo de naciones que tocaban las puertas del desarrollo.
Paradójicamente, la centroizquierda y todavía más la nueva izquierda -ahora reunida en un partido hecho y derecho como el Frente Amplio- lleva años distanciándose de esa exitosa modernización capitalista, a la que por momentos ha confundido con neoliberalismo, lo que quiera que se entienda por ese concepto ampliamente extendido en esos domicilios políticos. Aunque su paso por el gobierno ha morigerado su posición -el rechazo a la modernización capitalista ya no es políticamente viable, en tanto conduce a la imposibilidad de crecer-, la militancia progresista y de izquierda mantiene una resistencia larvada a algunas de las políticas públicas necesarias para estimular el crecimiento económico. La acumulación de riqueza y el lucro, que son consustanciales al régimen capitalista, les resulta todavía intolerable. No hace tanto que hicieron del frontal rechazo a esos efectos colaterales del libre mercado la parte más sustantiva y activa de su comportamiento político.
Contrario a lo que podría pensarse, en tanto existe una alta probabilidad de alternancia en la próxima sucesión presidencial, la posición de ese sector político respecto al crecimiento económico reviste un gran interés para el futuro del país que conviene dilucidar. Increíblemente, en el curso de este gobierno -uno que se siente de izquierda sin ambages se han implementado políticas públicas que chocan con la sensibilidad y convicciones del sector que lo catapultó al Poder Ejecutivo. Un comportamiento macroeconómico más bien disciplinado que descontrolado, la aprobación del TPP11, el rechazo a nuevos retiros de los fondos de pensiones, la aprobación de la reforma de pensiones, la propuesta de reducir la tasa del impuesto corporativo, entre otras, constituyen políticas públicas notoriamente ajenas al sentir de la nueva izquierda gobernante. Y, sin embargo, por esas astucias de la historia (Brunner dixit), han terminado siendo ejecutadas por los mismos que las rechazaron en su tiempo, cuando habitar la más alta magistratura no parecía que estaba a la vuelta de la esquina. Pero, como se dice, “otra cosa es con guitarra” -y sobre todo con un intérprete como Mario Marcel encabezando el Ministerio de Hacienda-.
Cabe preguntarse entonces si, desde las trincheras de la oposición -el contrafactual resulta útil en este caso- estas mismas políticas habrían encontrado el apoyo irrestricto que se les ha brindado habitando el gobierno. Se puede dar casi por seguro que, al contrario, habrían recibido una tras otra un sonoro rechazo, acompañadas -cómo no- de sendas movilizaciones callejeras. La reforma de pensiones, tal como fue aprobada en enero por el Parlamento, les habría resultado impresentable de haber sido impulsada por un gobierno de centroderecha. No es difícil imaginar el tipo de oposición frontal que habría ejercitado, en ese caso, un Frente Amplio en la oposición.
Despojada del Poder Ejecutivo, la nueva izquierda podría volver sin más a sus trincheras para rechazar todo lo que huela a neoliberalismo -lo sigue sintiendo, hasta casi confundirlo, en la modernización capitalista-. No es improbable que las políticas públicas orientadas a la creación de riqueza -no otra cosa es el crecimiento económico- e impulsadas por un gobierno de signo opuesto al suyo encuentren en ese sector más reprobación que consentimiento. Si así fuere, será la hora del socialismo democrático de contribuir a los consensos políticos que demandarán esas iniciativas indispensables para el desarrollo del país. Y ese podría ser el rol crucial que podría tener que ejercer, más temprano que tarde, uno que no debería resultarle desconocido. Lo cumplió a cabalidad durante los mejores años de la República que siguieron a la recuperación de la democracia. (El Líbero)
Claudio Hohmann



