Hace 37 años, con un lápiz y una papeleta, se dio inicio al proceso de recuperación de la democracia, que los chilenos perdimos trágicamente en 1973. Lo que parecía imposible, el fin pacífico de la dictadura, comenzó a hacerse realidad a partir del histórico plebiscito de 1988. Nadie, ni siquiera los más convencidos de que semejante transición a la democracia era viable, pudo imaginar que se estaba abriendo paso a uno de los períodos más virtuosos y fecundos de nuestra historia.
A su vez, hace tres años, en un día como hoy, también con un lápiz y una papeleta, los chilenos clausuraron el disparatado intento de refundar la nación más desarrollada de América Latina, poniendo fin a un ensoberbecido octubrismo que por la vía de su propuesta constitucional quiso institucionalizarse en las urnas. Bastó que el soberano acudiera en masa a votar -empujado, todo hay que decirlo, por la renovada obligación legal de hacerlo- para sofocar el arrebato refundacional que el estallido social había desatado sin freno tres años antes.
En esos dos momentos críticos de nuestra historia la mayoría dirimió claramente el rumbo de la nación. En ambos casos fue inequívoca su opción por la senda democrática, cerrando la puerta al autoritarismo que ofrecía la otra alternativa. ¿Cómo se habría configurado el futuro de Chile si en el plebiscito de 1988 el Sí hubiera triunfado y Augusto Pinochet hubiera gobernado los siguientes ocho años? ¿Cómo estaríamos ahora mismo si el Apruebo hubiera vencido en 2022, dividiéndonos en múltiples naciones y terminando con el Senado? Esos contrafactuales casi inimaginables ilustran lo que estuvo en juego en ambas ocasiones: la gobernabilidad democrática, el bien social más preciado que nos hemos dado los chilenos en más de un tercio de siglo.
Se aproxima otro momento en que el electorado, con un lápiz y una papeleta, habrá de dirimir sobre la gobernabilidad democrática y su eficacia para enfrentar los enormes desafíos que enfrenta el país. Respecto a este aspecto trascendental del próximo mandato presidencial -la cualidad de la gobernabilidad- las propuestas que tiene al frente no ofrecen lo mismo. La capacidad de alcanzar acuerdos políticos en materia de crecimiento para superar el estancamiento económico, por una parte, y en materia de seguridad ciudadana, por la otra, será una condición sine qua non para progresar y avanzar hacia el desarrollo pleno.
En consecuencia, la transversalidad de las candidaturas -su capacidad de irrumpir más allá de los límites del partido o de la alianza política que las apoyan- deviene en un atributo central que el electorado hará bien en apreciar esta vez en todo lo que vale. Quizá no lo ha aquilatado todavía pero seguramente lo hará -como ya lo hizo antes en momentos críticos de nuestra historia- cuando deba decidir sobre el rumbo de la nación en la cámara secreta, provisto sencillamente de un lápiz y una papeleta.
Lo que estará en juego es, ni más ni menos, la viabilidad política de un nuevo ciclo virtuoso para alcanzar el desarrollo pleno. (El Líbero)
Claudio Hohmann



