Chile quiere crecimiento económico. Al menos eso dicen nuestros candidatos presidenciales. Atrás quedó esa imagen del decrecimiento, recogida en algo en el proyecto constitucional de la convención de 2022. La cuestión, entonces, no se centra en el qué sino en el cómo. ¿Economía centralmente planificada, economía de mercado o algo intermedio?
La candidata presidencial Jeannette Jara presentó dos programas presidenciales. Uno para las primarias y otro para su candidatura definitiva.
El primero recoge una mirada de corte estatista y plantea un “modelo de desarrollo guiado por la demanda interna” y mayor protagonismo del Estado como inversor. El definitivo, en cambio, propone un Estado articulador y motor de crecimiento e innovación, con énfasis en la regulación, promoción de la inversión extranjera, diversificación de la matriz productiva y profundización de la redistribución.
Dos programas, dos almas.
Los estatutos de 1969 del Partido Comunista chileno, partido al que adhiere Jara desde los 14 años, precisa que “se guía en su acción por los principios del socialismo científico, el marxismo-leninismo”, y sus militantes prometen “la más firme lealtad a los principios del marxismo-leninismo”.
En una versión posterior de esos estatutos se lee que el partido se sustenta “en las concepciones de Marx, Engels, Lenin, Recabarren; en aportes de otras y otros pensadores marxistas y progresistas”. Además, sus militantes prometen luchar por superar las “injusticias del capitalismo”. Sus dardos apuntan hacia el neoliberalismo —considerado una fase del capitalismo—-, “diseñado para transitar de lo público a lo privado, pero no de lo privado a lo público”, debiéndose superar el Estado subsidiario.
El presidente del PC chileno reconoce la inspiración marxista-leninista de su partido, aunque advierte que “no es una ciencia abierta, no es terminal, no es un ladrillo del cual hay que persignarse frente a él” (Radio U. de Chile, 5/8/2025).
Aquí hay un alma y es estatista.
Hoy, los regímenes comunistas históricos se evalúan como fracasos en su organización, generando ineficiencias crónicas por falta de incentivos, precios distorsionados, obsolescencia tecnológica, escasez de bienes de consumo, baja innovación y mala asignación de recursos. Tenemos ejemplos en la región: Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Hay, sin embargo, una excepción de prosperidad.
China, por su parte, ha optado por un modelo distinto al soviético. Políticamente es una autocracia gobernada por un único partido férreo. Económicamente, en cambio, incorpora una economía de mercado, lo que le ha permitido prosperar.
“The Great Transformation: China’s Road from Revolutionto Reform” (2024), de Odd Arne Westad (profesor de Yale) y Chen Jian (profesor de NYU y Cornell), narra la fascinante transición china desde la década de los cincuenta hasta los ochenta.
Bajo el liderazgo de Mao Zedong —desde 1949 hasta 1976—, China instala un modelo centralizado, tanto desde el punto de vista político como económico. La Revolución Cultural, que propugnaba una continua revolución al interior del país alimentada por la lucha de clases, se enfoca en una economía estatista, con exigentes planes de producción y exiguo espacio de libertad de emprendimiento, emulando a la Unión Soviética. En este período (caracterizado, por los autores, como de enorme devastación, violencia y hambruna), China sigue estancada económicamente. Sabían, nos dicen los autores, lo que no querían (capitalismo y burguesía), pero carecían de sólidas políticas públicas que no fuesen meros eslóganes.
Con la muerte de Mao, asciende al poder Deng Xiaoping, que decide profundizar en la búsqueda del crecimiento económico, algo que se había ido incubando en años anteriores. Deng advierte sobre la superioridad del socialismo, en unificar al país y potenciar proyectos clave, pero a su vez reconoce sus limitaciones: “el mercado no es puesto al mejor uso de la economía y la economía es muy rígida”. Ese giro habría sido gatillado por tres causas. Por la desconfianza de los chinos con la Unión Soviética (y el temor permanente a una guerra e invasión), por el descalabro económico de las políticas económicas de Mao hasta los 70 y por la inspiración de occidente (en especial EE.UU.) y Japón en sus avances industriales y tecnológicos. En palabras de Deng: “tenemos que aprender (…) de los países capitalistas. Tenemos que utilizar la ciencia y tecnología que han desarrollado, (…) pero no (…) importar el sistema capitalista en sí”.
Así, la economía china abandona la planificación centralizada y permite el desarrollo de mecanismos de mercado en la asignación de recursos, competencia, inversión extranjera y exportaciones (complementados concierta planificación en algunos objetivos críticos) y con un férreo control político del Partido Comunista. En suma: liberalismo en lo económico y autoritarismo en lo político.
El futuro del hasta ahora exitoso modelo económico chino (con crecimientos de dos dígitos a partir de los ochenta y aumentos sostenidos de los ingresos per cápita) es, para los autores, una incógnita. ¿Seguirá creciendo el sector privado bajo la sombra del férreo control político? ¿Es compatible, en el largo plazo, el poder privado (sobre el cual descansa la economía de mercado) con un poder público autoritario o se requiere necesariamente que el capitalismo se acople a una democracia plena?
Quizás hay algo de sabiduría en esa antigua broma polaca que dice que el comunismo es el camino más largo posible en la transición del capitalismo al capitalismo. (El Mercurio)
Felipe Irarrázabal



