Ciudad desechable

Ciudad desechable

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Los bloques de Estación Central serán un buen negocio por un tiempo. Ya lo fueron para los inversionistas “en blanco” o “en verde”. Y lo serán para los dueños que hoy reclaman porque la autoridad critique la estructura, al ver peligrar su inversión. Pero no por respeto al inversionista podemos dejar pasar algunos hechos evidentes. Lo primero es que los abigarrados departamentos que contienen estos bloques están pensados como lugar de paso. Nadie parece considerarlos definitivos. Son un lugar transicional, por mientras se encuentra algo mejor. Y esto es obvio, porque nadie aguanta mucho tiempo viviendo en espacios enanos, haciendo filas para subir por ascensor, viviendo casi sin privacidad, silencio, luz, ni visión del cielo. No son condiciones soportables por largo tiempo sin desmoralizar y degradar a cualquiera. Nadie vive ahí sin el sueño de salir de ahí.
El punto es que la ya insuficiente infraestructura -que no es de gran calidad, pero recibe y recibirá un uso intensivo- se degradará con el tiempo. Y no todos lograrán salir de ahí. Por los avatares de la vida, los más débiles y los con peor suerte terminarán viviendo definitivamente en esos bloques monstruosos. Y como el país habrá probablemente crecido y avanzado, los inquilinos nuevos serán personas cada vez más desesperadas y pobres, pues nadie querrá ya vivir en esas condiciones, ni siquiera temporalmente. El resultado será un famoso “guetto vertical”. Una colmena de marginalidad, abandono y violencia de la que ninguno de los inversionistas originales ni de los que harán buen dinero arrendando mientras el negocio aguante se hará cargo.
Luego de un tiempo, tendrán que ser, muy probablemente, demolidos por el Estado (y ya que son vivienda privada, esto probablemente supondrá un enredo jurídico y económico infernal, que hará eterno el proceso). Así ha pasado en todos los países desarrollados que construyeron este tipo de monstruos urbanos en las décadas pasadas.
En otras palabras, estamos frente a una edificación desechable cuyas ganancias serán privadas, pero cuyas externalidades negativas futuras las tendremos que asumir todos. ¿Quién puede llamar jipismo o exceso de afectación estética el levantar la voz frente a semejante abuso? La industria inmobiliaria y los gremios vinculados a ella deberían, si quieren tener alguna credibilidad futura, tomarse muy en serio esta situación.
Tal como nos transmitió durante su visita el antropólogo y filósofo Marcel Hénaff, la ciudad nos hace a nosotros tanto como nosotros la hacemos a ella. Y es imposible que vivir en estructuras desechables no nos haga sentir, también, desechables. La ciudad debe densificarse y crecer hacia arriba, no hay duda. Es injusto e ineficiente que el acceso a los oasis de bienes y servicios públicos y privados siga siendo tan excluyente como lo es hoy. Pero esa densificación, justamente por lo delicada que es para la convivencia humana, debe hacerse poniendo por delante la dignidad y la libertad de los ciudadanos. La edificación inmobiliaria en una sociedad libre debe estar al servicio de la libertad humana, y no al revés. (La Tercera)

 Pablo Ortúzar
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