“Pareciera que viviéramos en un país infernal y no estamos en eso”, señalaba semanas atrás el Presidente Boric durante el Encuentro Anual de la Industria organizado por la Sofofa, refiriéndose a la forma en que los medios presentan las noticias nacionales. Más aún, afirmaba que “tenemos muchas buenas noticias que dar”, pero “es impresionante el afán por preferir las malas”. El gobierno, primer Mandatario a la cabeza, mostraba así vivir en un mundo paralelo, imaginado o, peor aún, engañosamente inventado. En cualquier caso, fuera de la realidad. Los pocos días transcurridos desde sus palabras han traído noticias que, en sí mismas, resultan ser un elocuente mentís al extravío gubernamental. Contrariamente a la opinión presidencial, cada nuevo día que pasa el país se acerca más a una auténtica situación infernal: de violencia y corrupción. El Ejecutivo, incompetente e ideologizado, no atina sino a desplegar un discurso tanto más inverosímil mientras más evidente es su incapacidad para enfrentar la crítica situación que experimenta la nación.
Los asesinatos proliferan, se han convertido en rutina cotidiana. Los cadáveres aparecen, aquí o allá, baleados, mutilados, quemados, como resultado de una virulencia delincuencial antes desconocida. Las pandillas campean por sus fueros, intimidando, agrediendo, robando, matando por nada; ahora, también secuestrando. Inmigrantes ilegales figuran con demasiada frecuencia envueltos en estas faltas. En fin, la narcodelincuencia ha invadido el territorio. Así las cosas, el temor y la inseguridad se han apoderado de la ciudadanía indefensa. En tanto, la autoridad política recién exhibe algunos atisbos de querer reconocer e intentar hacerse cargo del profundo mal que asola a nuestra sociedad.
A pesar de la gravedad del cuadro descrito, eso no es todo. Junto a la brutalidad criminal, se han descubierto severos actos de corrupción que dejan entrever aquello que se intuía: la gangrena de la deshonestidad se ha arraigado en la vida patria. El insondable caso “convenios” ha servido para mostrar cómo se defrauda sistemática y dolosamente en el aparato público, sacando provecho ilícito de cargos de servicio y fundaciones creadas para hurtar recursos fiscales para fines particulares (y partidarios). Más recientemente, el caso “audio” ha venido a patentizar que el soborno (¿aparejado a la extorsión?) es una práctica aparentemente habitual en el tráfico de influencias entre el poder y el dinero. Aquí sí que funcionan los tan anhelados “pactos público-privados”. Casi con total seguridad, ambos affaires no son sino la “punta del iceberg” de un cáncer presente en el cuerpo social que presagia dolencias mayores.
Fuerza delictual y venalidad extendidas son señales incontestables de decadencia, al tiempo que anticipo de un porvenir ruinoso. ¡Urgen cambios! en los liderazgos y en la institucionalidad de los tres poderes del Estado. (La Tercera)
Álvaro Pezoa