Chile: ¿quién sabe?

Chile: ¿quién sabe?

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Camino por el borde de un lago del sur, piso las arenas hechas de piedra volcánica. Detrás de mí un volcán de dos cráteres domina el paisaje; es un volcán castrado, cortado, que alguna vez fue una de las cumbres más altas del mundo. Suena el canto característico del chucao, pájaro que se esconde en los matorrales pero no deja de emitir su sonido, tal vez queriendo desesperadamente decir algo. Pero ¿quién lo escucha? La selva valdiviana -o lo que queda de ella- regala la variedad prodigiosa de sus verdes infinitos y nos invita a adentrarnos en ella, para extraviarnos y encontrarnos a la vez. Pero ¿quién nos guía? Los signos de este bosque de símbolos que es la naturaleza chilena se perdieron tal vez para siempre.

Los poetas nacidos en el sur y alimentados desde la infancia por la lluvia y la neblina (Neruda, Teillier, Barquero) fueron los últimos que conocieron las claves del agua y del aire. Después solo queda el lamentable espectáculo de una tierra incomunicada con sus habitantes, que no saben, que no quieren saber, y para los cuales los prodigios del paisaje solo son un buen decorado para tomar una selfie . Como turistas japoneses, chilenos y chilenas de todas las edades y condiciones sociales que se arremolinan frente a saltos de agua milagrosos para autofotografiarse, pero no son capaces ni de un segundo de contemplación o admiración o silencio. Ellos delegaron hace tiempo los sentidos de mirar y de escuchar a sus adminículos virtuales. Han sido poseídos por lo que el estudioso alemán Leo Spitzer llama la «demencia digital».

Veo niños adentro de un bosque de coigües y raulíes, sentados y absorbidos por las tablets con las que sus padres han logrado mantenerlos quietos, para que no molesten, para que no hagan preguntas, para que no jueguen ni conversen con los pájaros y los árboles. «¿Cómo se llama este árbol?» -le pregunto a un niño de unos diez años, que me mira extrañado, como un drogado al que han sacado de su letargo y adicción-. Me dice «no sé». Si hiciera una encuesta al grupo de selfistas, todos me responderían «no sé». Rilke dijo en sus «Elegías del Duino» que el hombre está de paso en la tierra para decir «agua», «árbol», «nube». Estamos aquí para nombrar los seres y las cosas. El hombre es prescindible, puede desaparecer en cualquier glaciación, pero tiene ese don único y misterioso que es el lenguaje, que le fue dado para decir y para celebrar la existencia y la naturaleza en la que existe. Ese es su aporte al cosmos que lo excede. ¿Qué sería del chucao sin su canto? Los chilenos al no conocer los nombres de los árboles nos hemos vuelto analfabetos en el gran libro abierto que es nuestro propio territorio.

Por eso toda esta basura desparramada en este borde de lago en el que camino. No hay basureros en estas playas de este lago venerable. Veo venir un joven de la Armada, con su uniforme de campaña, recogiendo latas de cerveza, botellas de plástico, papel higiénico, para meterlo todo en un saco de basura. Los flaites ensuciaron la playa sagrada la noche anterior, así como algunas empresas madereras han talado sin misericordia la selva fría valdiviana. Lo que se salvó milagrosamente fue porque los pinos no se dieron bien aquí, porque el viejo bosque milenario los expulsó. La devastación del paraíso hace tiempo que está en marcha y Chile parece secuestrado por los usureros y los flaites, dos caras de la misma medalla, en los dos extremos del espectro social. ¿Qué une a un flaite y a mucho miembro de nuestra clase dirigente? El desamor a lo propio, y el rapiñaje y la ordinariez. El descuido de Chile -territorio místico- lo lloran los árboles y lo dicen los ríos. Los ríos y lagos sobre los que pasan raudas las ruidosas y groseras «motos de agua», alterando el curso de sus ondas sutiles y delicadas. Este río -el Fuy- y sus saltos están secándose. El «newen» (energía) de la tierra se debilita a gran velocidad.

¿Qué está diciendo el chucao que nunca podré ver?

No sé.

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