Una de las grandes sorpresas de la primera vuelta presidencial fue la irrupción de Franco Parisi, con casi un 20%. Mantuvo el tercer puesto conseguido en 2021, pero con un bolsón mucho mayor de votos: de 900 mil saltó a 2,5 millones.
¿Es cierto que no se vio venir? Más o menos varias encuestas y analistas venían advirtiendo algo, y me incluyo, que no se puede dejar pasar: repetidas veces hicimos ver que había un porcentaje relevante de personas que no contestaba encuestas y rehuía de expresar su opinión. Quizás por desconfianza política, o quizás porque efectivamente aún no tomaban una decisión. Muchos de ellos son los famosos “votantes obligados”, es decir, los que recurrieron a las urnas sólo por evitar una multa, pero que no cuentan con un track record de participación en elecciones. Y por lo mismo, se hacía casi imposible perfilarlos. En ese sentido, las encuestas no entregaron información incorrecta, pero sí incompleta.
Durante las semanas previas a los comicios se instalaron varias tesis sobre cómo operaría este voto oculto: algunos anhelaban que se cuadrara políticamente con Matthei, por provenir ella de los partidos tradicionales y tener el apoyo de la centroderecha y la centroizquierda. Otros suponían que este elector se repartiría proporcionalmente entre todos los candidatos, y se comportaría tal como los votantes habituales. Ambas tesis fueron incorrectas.
La tercera opción terminó por imponerse: existía la idea de que un candidato concentrara el grueso de ese votante apolítico y obligado. Y fue lo que pasó. Probablemente fueron varios los que capturaron algo -Kaiser, Matthei, incluso Kast-, pero el trozo más grande de la torta fue para Parisi.
¿Por qué Parisi? En simple: porque conectó mejor con los sueños, dolores y aspiraciones de un segmento apolítico, desconfiado de las instituciones, capitalista e individualista. Su consigna “Sin fachos ni comunachos” se leyó como un llamado a quienes no querían extremos y vieron en el economista a alguien que hablaba en fácil y ofrecía ideas atractivas.
La experiencia de Parisi 2025 nos obliga, entonces, a estudiar “el centro”. O, mejor dicho, “lo que está en el centro”. No como bloque político, sino como espacio entre dos orillas. No se trata de un centro político; este, al parecer, es inexistente o muy escuálido. El entorno de Matthei apostó a capturarlo, y el resultado demuestra que no fue una estrategia exitosa.
Por el contrario, debemos estudiar a un grupo que precisamente no se define “de centro” porque no quiere ubicarse en la escala ideológica. Es gente apolítica, desinteresada y desconfiada. Líquida. Se cambia de caballo sin culpa. Votó por la Lista del Pueblo en el primer proceso constituyente y, 18 meses después, por el Partido Republicano en el segundo. No vive de ideas políticas; vive de expectativas sociales y aspiraciones económicas. De hecho, en un momento se dejó seducir por Kaiser, pero él fue perdiendo tracción en “lo que está en el centro” por su agenda militarizada y militarizante.
El comediante Ignacio Socías lo resume con virtuosismo en un sketch: “yo tengo un primo que es PDG. Yo le pregunté ‘qué opinai de los milicos’, y me dijo ‘me importan una r*** los milicos; yo quiero plata!”.
Ese es el punto ciego de nuestra conversación pública: seguimos leyendo la política con mapas ideológicos, mientras una buena parte del electorado navega con GPS sociales e identitarios.
A fin de cuentas, Chile es un país Bubbaloo. Quienes crecieron en los 80 y 90 recordarán ese chicle de centro líquido. Eso tenemos “en el centro” de nuestra política: un núcleo fluido, movedizo, que está dispuesto a cuadrarse con quien mejor lo interprete. Y ahí, precisamente ahí, se decide la elección. Hoy está con Parisi; pero nadie sabe con quién estará en cuatro años más. (El Líbero)
Roberto Munita



