Los candidatos presidenciales que hoy aspiran a dirigir Chile enfrentan una encrucijada. Se les pide que conduzcan un país con expectativas de crecimiento estancadas, un gasto fiscal desbordado y un sistema tributario que parece haber llegado a su techo recaudatorio. La última reforma se tuvo que circunscribir a cumplimiento, y dejar de lado materias más estructurales que podrían haber significado recaudación, ya que no hubo voluntad política ni acuerdos para algo más significativo. Hoy, esa holgura simplemente no existe. Y sin recursos frescos, la promesa de nuevos derechos sociales parece más un espejismo que una hoja de ruta posible.
Quien llegue a La Moneda heredará un Estado atrapado en una contradicción: gasta más de lo que ingresa y, al mismo tiempo, debe responder a una ciudadanía que exige mejores pensiones, más seguridad y más garantías sociales. Es un escenario donde las demandas crecen, pero la billetera está al límite. En ese contexto, incluso los discursos de campaña corren el riesgo de quedarse solo como slogans, porque ninguna narrativa es capaz de torcer la realidad de las cifras fiscales.
A esta restricción económica se suma un sistema político que, lejos de ofrecer soluciones, se ha convertido en parte central del problema. Chile arrastra una institucionalidad que premia la fragmentación y castiga la gobernabilidad. Los mandatos de cuatro años son demasiado breves para diseñar y ejecutar transformaciones de largo plazo, pero demasiado largos cuando se gobierna mal. Los presidentes llegan con promesas ambiciosas, pero se van dejando apenas proyectos inconclusos y más frustración social.
La fragmentación del Congreso y el fraccionamiento partidario multiplican el fuego cruzado. Cada reforma debe negociarse en mesas interminables, donde las leyes que se aprueban suele ser un híbrido diluido, incapaz de resolver los problemas de fondo. Y en ese punto, la desafección ciudadana crece: ¿cómo confiar en un sistema que discute reformas tributarias durante años, pero que nunca logra dar certezas ni llegar a los números?
El riesgo es evidente: si el país no crece, ninguna reforma tributaria -por sofisticada que sea- puede sostenerse. Y esto lo digo como especialista en impuestos. Podemos discutir sobre gravar la renta, los patrimonios o el consumo; podemos imaginar mecanismos más progresivos, más verdes o más simples; pero sin crecimiento económico, la base imponible se achica, la recaudación se erosiona y la discusión se vuelve estéril. El resultado es una política fiscal que corre detrás de las urgencias, en lugar de anticiparse a los desafíos, tal como funciona hoy.
Ahora bien, en un Chile que prospera, es cierto que podría quedar espacio para aumentar la recaudación. Pero no basta con cobrar más impuestos: se necesita más transparencia en el gasto, capacidad real de gestión y tolerancia cero al fraude. La corrupción, la opacidad, el fraude y la impunidad han golpeado fuertemente la confianza ciudadana. Si los recursos fueran bien administrados, con eficiencia y probidad, la realidad fiscal del país sería distinta. No se trata solo de cuánto entra a las arcas públicas, sino de cómo se usa.
Basta mirar lo que ocurre en la región. Argentina, con el recorte fiscal extremo impulsado por Javier Milei, ofrece un espejo inquietante. Se logra un ordenamiento de las cuentas, sí, pero a un costo social altísimo: aumento del desempleo, caída del poder adquisitivo y tensiones políticas constantes. La terapia de shock ha devuelto cierta estabilidad macroeconómica, pero a un precio que erosiona el contrato social. ¿Puede Chile dar un salto al vacío semejante? Difícilmente, sobre todo teniendo como antecedente el estallido social de 2019.
La pregunta de fondo es si estamos atrapados en una trampa mortal: sin acuerdos no hay reformas, sin reformas no hay crecimiento, sin crecimiento no hay paz social ni garantías sociales, sin paz social la política se polariza y no hay acuerdos y el crecimiento nunca despegará. Ese círculo vicioso nos deja en un callejón sin salida, donde cada gobierno administra la crisis, pero ninguno logra resolverla.
En el hipotético caso que el próximo mandatario cuente con la voluntad política del Congreso tendrá que ejercer un liderazgo fuerte, tener el coraje de pensar en un Chile más allá de los cuatro años de su mandato. ¿Quién está a la altura de sacrificarse y atreverse a diseñar una reforma estructural de impuestos, sin parches populistas sino con el bien del Chile en el centro? Esto requiere fortaleza, ya que, puede tener un alto costo inicial y pocas ganancias visibles durante su mandato. Reformar requiere tiempo y los resultados no se verán reflejados en cuatro años.
La solución no es simple, pero sí urgente. Chile necesita rediscutir no sólo su política fiscal y tributaria, sino también su arquitectura institucional, la duración de los mandatos, el diseño de su Congreso y la manera en que se construyen acuerdos de largo plazo. Y, sobre todo, debe comprometerse con una gestión pública más eficiente, más transparente y libre de corrupción. Lo contrario es resignarse a vivir en la trampa. (El Líbero)
Javiera Contreras
Socia Líder de Impuestos, EY Chile



