Chile ante el nuevo orden geoeconómico-Teodoro Ribera

Chile ante el nuevo orden geoeconómico-Teodoro Ribera

Compartir

La geoeconomía es hoy un término del nuevo poder global. Más que un cruce entre economía y geopolítica, describe un espacio donde los Estados y bloques regionales compiten y cooperan mediante el control de flujos diversos (energéticos, tecnológicos, financieros y de datos) que sostienen la vida contemporánea.

La política internacional del siglo XXI no se jugará sólo en los territorios de los Estados, sino en las redes que los conectan. Rutas marítimas, cadenas de suministro, infraestructuras digitales y plataformas tecnológicas se han vuelto instrumentos de influencia, aunque también fuentes de vulnerabilidad. En este escenario, la economía ha vuelto a dejar de ser neutral: se transforma en herramienta de poder, disciplina estratégica y campo de disputa normativa.

Dos enfoques dominan el debate actual. Uno entiende la economía como medio de coerción, en un juego de suma cero, donde comercio, energía o tecnología se utilizan también para imponer intereses nacionales. Otro, en cambio, concibe la interdependencia como fuente de estabilidad, apostando a un orden basado en reglas y beneficios compartidos.

La tensión entre ambos define la geoeconomía contemporánea: una pugna entre usar el poder para dominar o para (re)construir un orden. La guerra en Ucrania, las sanciones tecnológicas, la disputa por los minerales críticos y la transición energética evidencian esa nueva frontera donde economía y seguridad convergen.

El espacio geoeconómico también se redefine y el poder ya no se ejerce solo en la superficie, sino desde el subsuelo hasta la órbita terrestre. Fondos marinos, satélites, corredores digitales y sistemas de navegación configuran una geografía tridimensional del poder. Las infraestructuras (energéticas, tecnológicas o financieras) no sólo conectan, sino que jerarquizan y condicionan la soberanía. Quien controla las redes, controla el espacio; quien diseña los flujos, incide el orden mundial. La competencia por dominar estas infraestructuras estratégicas se ha convertido en el núcleo del nuevo sistema internacional.

La energía, corazón histórico de la geoeconomía, vuelve a ocupar el centro del poder global. La rivalidad chino-estadounidense aceleró el paso de un orden regido por los mercados a otro orientado por estrategias estatales.

La Unión Europea, tradicionalmente liberal, impulsa hoy la autonomía estratégica: diversifica proveedores, promueve el hidrógeno verde y protege sus cadenas industriales. China y Estados Unidos, por su parte, proyectan su poder mediante subsidios, control tecnológico y la expansión de infraestructuras críticas. Las interdependencias, antes símbolo de estabilidad, se transforman en instrumentos de influencia o resiliencia, según quién las controle.

Chile

En medio de la fragmentación del orden posterior a la Guerra Fría, los países intermedios como Chile deben redefinir su inserción en un sistema basado más en flujos estratégicos que en fronteras fijas.

Nuestro país alberga ventajas singulares y robustecidas en este nuevo orden global: una ubicación privilegiada en el Pacífico Sur, estabilidad institucional y abundancia de recursos estratégicos como litio, cobre, recursos vivos marinos (alimentos para un mundo que envejece) y energía renovable. Pero la geografía y el stock de recursos no son suficientes, se requiere una visión geoeconómica.

El país debiese mutar de una política exterior centrada en el comercio a una política que comprenda también el poder económico cooperativo, que articule minería, energía, alimentos, conectividad y ciencia, en una estrategia de desarrollo soberano. Para ello debemos dejar de mirar al espacio sólo como territorio y convertirlo en infraestructura, priorizando inversiones en algunos puertos, sus corredores logísticos y las redes digitales que permitan a Chile posicionarse como un nodo entre la minería andina, el Asia-Pacífico y la India. Una diplomacia económica coordinada con inversión pública y seguridad marítima puede proyectar influencia sin confrontación.

La energía es otra palanca decisiva. Chile puede transformarse en proveedor global de energías de transición, contribuyendo a la descarbonización mundial y diversificando sus socios tecnológicos. La autonomía no se logra con aislamiento, sino con interdependencias seguras y cadenas de valor sustentables con economías afines como la Unión Europea, Japón o Corea.

La minería, por su parte, debe dejar de ser solo fuente de renta y potenciar su cualidad como motor de industrialización y conocimiento. Los minerales críticos permiten escalar hacia industrias tecnológicas y sostenibles. Integrar diplomacia científica, innovación y cooperación regional —especialmente con Bolivia y Argentina— ampliará el valor estratégico del Norte Grande como plataforma logística y energética.

La pandemia reveló además la dimensión geopolítica de la salud. Producir insumos estratégicos y fortalecer alianzas tecnológicas puede consolidar a Chile como actor confiable en diplomacia científica y sanitaria.

Finalmente, la estabilidad democrática y regulatoria chilena es en sí un activo geoeconómico. En un mundo de incertidumbre, proyectar esa reputación como país predecible y cooperativo refuerza su influencia.

El siglo XXI se definirá por la capacidad de articular espacio, energía, alimentos y conocimiento bajo una estrategia común. Chile posee los tres elementos esenciales —espacio, recursos e instituciones— para recuperar protagonismo. Sólo necesita perspectiva, voluntad y audacia para proyectar su poder cooperativo en la era geoeconómica. (Bio Bio)

Teodoro Ribera