La expresión “Cura de Catapilco”, en sus variantes “catapilcazo”, “catapilcada” o cualquiera otra que acuñe el lenguaje nacional, tiene un origen histórico que los más viejos entre nosotros deben tener dificultades para recordar, y cualquiera con menos de setenta años simplemente ignora. Catapilco es un pequeño pueblo de la comuna de Zapallar que hoy quizás bordee los mil habitantes y que, en los años cincuenta del siglo pasado, tuvo como párroco a un cura franciscano llamado Antonio Zamorano, quien se destacó en su comunidad por su preocupación por los temas sociales. Esta característica llevó a que, entre sus feligreses y vecinos, llegara a decirse de él que era un cura “diablazo”. Y tan diablo era, que en 1956 dejó los hábitos para dedicarse de lleno a la política. Por un tiempo corto militó en el Partido Socialista, en 1957 fue elegido diputado independiente y -ya me dirán si no era diablo- en 1958 presentó su candidatura presidencial para las elecciones de ese año. No ganó, naturalmente, pero obtuvo un 3,3 % de los votos, que provinieron de sectores populares.
La cosa habría terminado allí, quizás sólo como una versión un poco más atrevida de la picaresca política nacional, de no haber sido por el lugar al que fueron a parar los otros votos. Porque ocurrió que esa elección presidencial fue tan reñida, que quien llegó primero, Jorge Alessandri, obtuvo sólo un 31,6 % de los votos, y quien llegó segundo, Salvador Allende, un 28,9 %. Una simple suma bastó a los seguidores de Allende para demostrar que, si el “cura de Catapilco” (como ya era conocido en todo Chile) no se hubiese presentado como candidato, sus votos habrían sido para este último, que habría alcanzado un 32,2 %. Y llegar primero entonces lo era todo, porque el sistema electoral no contemplaba segunda vuelta y, en los casos en que nadie alcanzaba la mayoría absoluta en la primera, era el Congreso Pleno el que decidía entre las dos primeras mayorías. Pero la tradición indicaba que debía inclinarse por quien llegara primero, como ocurrió en esa oportunidad, sólo que favoreciendo a Alessandri. Así quedó instalada en el imaginario popular la idea de que, de no ser por el “cura de Catapilco” y su desafortunado 3,3 %, Allende habría llegado primero y habría sido presidente de Chile en 1958. Y así también “cura de Catapilco” se convirtió en el arquetipo de candidaturas fantasiosas o absurdas capaces de perjudicar una determinada postulación.
Cada elección en Chile trae consigo el riesgo de un “cura de Catapilco”, y la de noviembre próximo nos trae ese riesgo multiplicado por dos. Franco Parisi y Harold Mayne-Nicholls son los “curas de Catapilco” de esta elección, y la candidatura que buscan sabotear es la de Evelyn Matthei. Como Antonio Zamorano, ambos saben que no tienen posibilidad de alcanzar la presidencia del país; sin embargo, siguen en el empeño de hacerlo: Parisi, amparado en el partido que confeccionó a su medida; y Mayne-Nicholls, amparado en su angelical sonrisa y su terca búsqueda de firmas para inscribir una candidatura independiente de todo, a tal grado que flota en el aire sin estar sujeta a idea o propósito alguno.
Son el “Catapilco” de Matthei porque el único lugar del que pueden rasguñar votos es desde el mismo electorado de centro y centroizquierda hacia el cual Matthei puede ampliar su actual capital electoral. ¿Son conscientes Parisi y Mayne-Nicholls del rol que jugarán en la próxima elección? No hay cómo saberlo. La interrogante, sin embargo, hiere la capacidad de razonar de cualquiera. ¿Qué puede llevar a personas como ellos a creer que pueden -o, quizás, hasta merecen- ser presidentes de Chile? Se puede aceptar que, en los tiempos que corren, aparezcan candidatos presidenciales cuya sola postulación desafía las leyes de la lógica y el decoro. Nadie, naturalmente, los toma en serio. Pero los casos de Parisi y Mayne-Nicholls son diferentes, porque ellos, aparentemente al menos, parece que sí terminarán por postularse. Así pues, ¿qué idea de sí mismos, qué íntima compulsión, qué momento de insomnio los llevó a concebir la idea de postularse?
¿Cómo puede hacerlo Franco Parisi, que realizó su anterior campaña presidencial sin poder pisar suelo chileno porque tenía causas judiciales pendientes por pensión alimenticia? Que ahora que sí logró entrar, basa su programa en un alud grotesco de ofertas de las cuales no conoce siquiera el costo, pero que confía en poder “colocar” en un electorado que se deje influenciar por una conexión a internet y un fondo virtual llamativo. Que cree que puede sustituir su absoluta inexperiencia en gestión pública por una cuenta de YouTube y un discurso contra “los políticos de siempre”.
¿Cómo puede hacerlo Harold Mayne-Nicholls, cuyo principal atractivo parece radicar en su tibia irrelevancia? Un expresidente de la ANFP que, sin embargo, nunca fue dirigente de un club de fútbol profesional. Un burócrata de instituciones deportivas internacionales cuya incursión en Santiago 2023 no podría ser exhibida por nadie sensato -aunque él lo hace- como el tipo de experiencia que forma estadistas. Que, en fin, no puede mostrar sustento ético o técnico alguno más allá de una imagen amable.
Pero hay otra interrogante que debiera angustiarnos más: ¿qué hace posible que haya chilenas y chilenos que parezcan dispuestos a votar por ellos? ¿Serán la evidencia de que estamos corriendo el riesgo de convertir nuestra democracia en una suerte de casting de “¿Quién quiere ser presidente?”, en el que los únicos requisitos son tener un ego desmedido, discursos vacíos y -quizás- problemas judiciales? La única realidad es que quienes se inclinen por candidaturas como las de ellos -algunos, quizás, honestamente desencantados; otros, simplemente hipnotizados por el espectáculo que ellos protagonizan- juegan con fuego, pensando que cualquiera puede ser presidente.
Entre tantas interrogantes, tal vez lo único cierto sea que ni Franco Parisi ni Harold Mayne-Nicholls se dan cuenta de que sólo son una pálida repetición, una grotesca caricatura del “Cura de Catapilco”… y ello sin llegar siquiera a ser lo “diablazo” que fue Antonio Zamorano. (El Líbero)
Álvaro Briones



