La filtración de chats entre la diputada Catalina Pérez y su ex pareja, Daniel Andrade, desnudó una sórdida realidad. La diputada no solo estaba al tanto, sino que además buscó encubrir el burdo mecanismo diseñado para desviar recursos destinados a un programa de asentamientos precarios (campamentos) de la Región de Antofagasta hacia fundaciones de papel como Democracia Viva.
Fundaciones creadas con un propósito falso, pero con una única misión: simular trabajo social para desarrollar proselitismo político y asegurar así un futuro escaño en el Congreso para Andrade.
“Ambientar” fue el verbo utilizado por la diputada Pérez, quien, a través de WhatsApp, instruyó a Andrade para que, frente al asedio periodístico que se preguntaba “¿Qué es y dónde opera la Fundación Democracia Viva?”, pegara un logo y calcomanías en un departamento residencial de la comuna de Ñuñoa. Este lugar servía como un domicilio fachada para lo que, a estas alturas, podríamos calificar como una not fundación.
Ese “ambientar” es el verbo que retrata fielmente la pantomima en que se ha transformado el proyecto frenteamplista.
Durante décadas, esta generación ha hecho política sobre la base de cuidadas puestas en escena. Jóvenes de altos ingresos, que se avergüenzan de sus orígenes, buscan representar a una clase social a la cual no pertenecen. Se visten y fijan sus domicilios en lugares populares, pero lo hacen más como una señal comunicacional que como un anhelo real de vivenciar la realidad de los sectores más desfavorecidos.
Hablamos de parlamentarios que anunciaban con grandilocuencia que donaban la mitad de sus sueldos, pero que, en realidad, depositaban ese dinero en cuentas de su propio partido bajo la sui generis figura de las “auto donaciones”.
Exdirigentes estudiantiles que proclamaron que elevarían los estándares de probidad, con una retórica soberbia en la materia. “Somos moralmente superiores”, decía Giorgio Jackson. Pero que hoy sabemos, estuvieron dispuestos a financiar campañas con recursos públicos destinados a las personas más carenciadas de Antofagasta y del país.
Una generación que frívolamente homologó el compromiso político con una causa al adolescente acto de pegar stickers en sus MacBook de última generación o en las paredes y fachadas de sus fundaciones de papel, que pululan entre el centro y Ñuñoa.
“Que parezca un lugar de trabajo”, instruyó Catalina Pérez a Andrade. Parecer, aparentar. Así es como el Frente Amplio concibe la política: que parezca que representamos al pueblo, aunque no seamos del pueblo; que parezca que defendemos a los trabajadores, aunque nuestras prioridades sean otras. Así quedó de manifiesto en el caso de minera Dominga, donde, ante la disyuntiva de defender los intereses de los sindicatos de La Higuera o proteger a los pingüinos, pesó más la calcomanía de “Salvemos al pingüino de Humboldt” que la de “Firme junto a los trabajadores”.
Que parezca, también, que venimos a limpiar la política de malas prácticas como el clientelismo. Pero, ante la desesperación por la no reelección, hoy vemos cómo diputadas como Catalina Pérez dan rienda suelta a la pulsión más visceral del clientelismo: lanzan regalos a los niños más pobres del distrito. Niños que corren tras ella, peleándose entre tierra y piedras en las desérticas calles de Antofagasta por recibir un caramelo, una muñeca o una pelota.
Mientras tanto, la honorable diputada los observa desde las alturas de un carro alegórico, vestida y maquillada como viejita pascuera, para luego subir esta dantesca performance a TikTok, a pocas semanas de su inminente desafuero y de que el Consejo de Defensa del Estado presentara una querella en su contra por delitos de fraude al fisco.
Que Catalina Pérez haya sido electa diputada por el pacto Apruebo Dignidad fue, quizás, el mayor indicio del comienzo de una gran puesta en escena. Una que, más temprano que tarde, derivó en una penosa tragedia con visos de comedia. (Ex Ante)
Jorge Ramírez