En Occidente existe un dictum al interior de los estudios políticos: los partidos son los pilares de una democracia. Se entiende y asume que sin partidos, las democracias no funcionan; que con partidos débiles, un régimen pluralista y liberal sufre deterioros irreversibles. Por eso, se percibe enorme preocupación ante la crisis tan visible que vive ese tipo de democracia.
Lo insólito es que, pese a haber consenso sobre aquello, nadie encuentra el antídoto. Tampoco nadie tiene muy claro cómo revertir el deterioro, ni menos cuáles serán las consecuencias finales. Miedos por aquí, miedos por allá, y sólo advertencias aisladas, muy poco canalizables. Se mastica nostalgia.
Los manuales dicen que la condición esencial de una democracia pluralista y liberal es la existencia de, a lo menos, dos fuerzas enfrentadas entre sí, en igualdad de condiciones y donde los ciudadanos puedan elegir libremente, previo debate, igualmente libre. Sólo aceptando esas premisas, se entiende que los partidos actúen como grandes intermediarios de un ejercicio democrático pleno. Desde la Revolución Inglesa, a fines del siglo 17, se acepta más o menos eso, de modo genérico.
Sin embargo, hay tres cosas relevantes para entender estos tiempos dislocados, como calificaba Hamlet sus vicisitudes en Dinamarca.
Primero, la humanidad no se desvive por los dramas que sacuden las entrañas del pluralismo liberal. Sólo una octava parte de la población mundial vive bajo ese régimen. Sabido es que, por ejemplo, existe una vastísima constelación de democracias semi-electorales, delegativas o defectuosas (cada autor ha desarrollado sus propios conceptos), donde poco o nada de las premisas occidentales se observa. Son naciones efectivamente menos familiarizadas con las ideas del liberalismo.
Casos de esa naturaleza se desprendieron de los procesos de descolonización, en cuyos países fueron engendrados partidos sin contornos definidos y confundidos con la idea épica del movimiento de liberación. El producto de aquello fueron colectividades heterogéneas, dotadas de una estructura vertical interna bastante intimidante para el grueso de la militancia, quienes, sin embargo, por los vaivenes históricos, endiosaban un partido entendido como “propio”. Sartori califica a esos militantes como creyentes en el significado práctico de la colectividad.
Pese a esa característica tan distinta, hoy en día, aquellos partidos-movimiento viven una crisis análoga, sumidos también en incertidumbres varias. Los casos de India, excolonias portuguesas y Sudáfrica, son muy ilustrativos. Sus líderes terminaron eternizándose en el poder y, finalmente, cayeron en crisis de descrédito. Han perdido orientación como partidos. Ya no saben más para qué existen, salvo para un ejercicio del poder con pocos o cero contrapesos.
Segundo, las democracias con raigambre confuciana, imperantes en Asia, han devenido en democracias “algorítmicas” y parecerían tener problemas de otra índole, pero no a niveles alarmantes. Mirado desde la perspectiva occidental no se les ve como una alternativa. Consideran que el aparato institucional de aquellas es demasiado básico y no se orienta a la participación ciudadana activa.
Tercero, en las sociedades liberales (o en aquellas que aspiran a serlo, o creen serlo), la raíz de la crisis entronca con el fin de la Guerra Fría. Una vez concluida, vino un agudo vaciamiento ideológico. De forma paralela, se han resentido con la irrupción de otras formas de representatividad y de participación. Hoy, pareciera ser más atractivo estar en alguna red social que al interior de partidos sumidos en una evidente orfandad de ideas.
Como se sabe, prácticamente cada país europeo, tras la Guerra Mundial, estuvo gobernado por partidos, o alianzas, asimiladas con mucha fuerza a corrientes ideológicas. Su ideologización forzó alineaciones y pactos; también determinaba a quiénes excluía del sistema. La ideología, las costumbres, pero también la letanía, fueron claves en la fijación de límites para la asociatividad. Así funcionaron por décadas.
La obsolescencia apareció apenas sus bases se difumaron. Al desaparecer la disputa ideológica, el contexto físico-espacial (basado en izquierda/derecha/centro) empezó a perder capacidad traccionadora. Sobrevino el anquilosamiento. Al no tener rivales ideológicos germinó una cultura de la cancelación, pues se privilegió demonizar nuevos enemigos. Muchos, imaginarios.
V. Pareto habría dicho que a los partidos de las democracias liberales se los terminó consumiendo una práctica inficionada de teoreticidad.
Es por esta razón que su fuerte influencia de antaño se volvió evanescente. Sacudidos por un huracán, desaparecieron los partidos Socialista, Demócrata-cristiano, Comunista en Italia, los comunistas y socialistas franceses, españoles, griegos etc. Y aunque han aparecido otros -esos llamados woke-, con anclajes identitarios, el deterioro de los viejos partidos sigue su curso. Basta ver la debacle de la socialdemocracia alemana en la última elección.
Como mecanismo de autodefensa, los náufragos han creado cordones sanitarios en sus entornos, utilizando sermones contra indeseables, peligrosos o demasiado distantes de sus ideales. Así lo intentaron -infructuosamente- con Fratelli di Italia de G. Meloni y ahora pusieron en la mira al Frente Nacional de M. Le Pen en Francia y la Alternative für Deutschland (AfD).
Durante los últimos comicios alemanes a este último le aplicaron una noción que se hizo popular, Brandmauer. Una palabreja sacada del lenguaje bomberil. Son las zanjas o diques puestos para evitar la expansión del fuego.
Interesante comprobar que tal acepción del concepto provenga del sistema alemán. Allí son varios los partidos que, a lo largo de la historia política post Segunda Guerra, fueron satanizados con admoniciones sofisticadas. Se les percibía como algo pernicioso para el devenir democrático. Así ocurrió con los socialdemócratas en los años 50, con los Verdes en los 70 y ahora con Alternativa para Alemania.
A los primeros, se les aplicó Brandmauer. Se les toleró originalmente sólo en niveles legislativos. Fue una integración parcial en el sistema político. En los 50, nadie soñaba con verlos en el Ejecutivo. Tuvieron que ocurrir dos hechos. Una renovación ideológica verídica, con la renuncia explícita al marxismo (congreso de Bad Godesberg, 1959), y la irrupción de un líder carismático como Willy Brandt. Se convirtieron en partido establecido.
A los Verdes también se les satanizó en sus inicios. En los 70 se despreciaban sus orígenes; muy poco compatibles con las tradiciones, al incubarse en el amor entre una pacifista, Petra Kelly y un general, Gert Bastian. Fueron indeseables, pues el establishment no disponía de respuesta ante sus demandas: antibelicismo y medioambientalismo. Personificaban un quiebre generacional considerado peligroso. Vivieron su propio Brandmauer, hasta que apareció un líder capaz de combinar la novedad con el compromiso de toda fuerza política que aspira a participar en el poder con responsabilidad. Ese fue Joschka Fischer, quien llegaría a ser ministro de Exteriores y representó el punto más alto de su tránsito a la madurez.
Y sobre Meloni en Italia, la opinión ha ido cambiando. Ya no se le demoniza. Estos ejemplos indican que estas actitudes tienen poca duración. Pareciera que la naturaleza de las democracias liberales no se amilana ante los ejercicios reactivos de partidos crepusculares.
En conclusión, el Brandmauer bien puede ser pasar a la historia como un simple reflejo de partidos prisioneros de un racionalismo abstracto y de mermas en sus capacidades competitivas. Hasta ahora, asistimos a procesos que sugieren algo así como un darwinismo político. Las fuerzas que sobreviven se adaptan. (El Líbero)
Iván Witker