En un sistema presidencialista como el chileno el Presidente de la República concentra una atención que por momentos podría parecer desmedida, pero que se explica por el gran poder que ostenta la persona que ocupa el cargo. Desde la recuperación de la democracia Chile ha elegido a cinco hombres y una mujer para gobernar durante ocho períodos presidenciales consecutivos (como es bien sabido Piñera y Bachelet fueron reelegidos para un segundo mandato). Se trata de una sucesión de gobiernos que con la asunción de Gabriel Boric a la más alta magistratura -en marzo de 2022- cumplió buenos 32 años, restándole cuatro períodos presidenciales para cumplir medio siglo de mandatos democráticos ininterrumpidos.
Suele tenerse al Presidente Lagos como referente del gobernante que ejerció a sus anchas el cargo para convertirse en un indiscutido y transversal estadista. Pero sería injusto desmerecer el lugar que ocupan en la historia los presidentes que lo precedieron -Aylwin y Frei-, cuyos mandatos clasifican entre los mejores que tuvo el país en el siglo 20. Tampoco sería justo poner en lugares secundarios a quienes lo sucedieron, las primeras administraciones de Bachelet y Piñera, no más sea porque ella fue la primera mandataria en un país gobernado abrumadoramente por hombres -y pasó con holgura la exigente prueba-, mientras que él se convirtió en el primer presidente de derecha en más de medio siglo, un logro que parecía inalcanzable en una nación todavía traumatizada por el quiebre de la democracia y los largos años de dictadura que entonces le penaban a la derecha.
Los problemas comenzaron con la reelección de ambos para un segundo mandato, cuando la sociedad chilena y los grupos medios comenzaban a nutrirse de generaciones jóvenes más educadas, y también mucho más impacientes y rebeldes ante la creciente dificultad de la política para incrementar la magnitud y cobertura de los bienes de la modernidad.
¿Qué lugar irá a ocupar el Presidente Boric en ese estrado de expresidentes, al que se sumará en poco más de dos años cuando deje su cargo? Desde luego, es improbable que la historia le confiera el rango de estadista que suele reservarse para aquellos mandatarios en cuyas administraciones, como las antes mencionadas, la nación experimenta significativos avances, transformándolos por esa vía en figuras venerables para los ciudadanos. Los escasos avances que podrá exhibir al culminar su mandato le impedirá gozar a Boric de alguna de esas marcas virtuosas -el de la reinstalación de la democracia que fue Aylwin, el gobernante de la expansión de la infraestructura que fue Frei, el del Auge y de la regla de superávit estructural que fue Lagos, el de la reconstrucción que fue Piñera, la del Pilar Solidario que fue Bachelet-, que imprimen un sello indeleble a los gobernantes en la historia.
Para colmo, las sonoras derrotas en las urnas, la muy elocuente del plebiscito de la propuesta de la Convención Constitucional, por la que Boric se jugó por entero, y la que se aproxima -cualquiera de los dos resultados será una amarga derrota para la nueva izquierda-, lo dejarán en mal pie para instalarse en la posteridad que se aproxima. Si a ello se acompaña una gestión gubernamental de pocas luces -¿cuáles de las iniciativas que impulsa el gobierno podría brillar con intensidad de cara al futuro, por ejemplo, la política del litio o el tren Santiago-Valparaíso?-, el de Boric podría ser el primer gobierno sin legado, ese cúmulo de logros indiscutibles que se lleva cargado en las alforjas cuando termina el mandato (y los privilegios del palco presidencial).
No es un panorama auspicioso para el mandatario más joven de nuestra historia, al que le quedarán, previsiblemente, décadas por delante para desenvolverse en un país que sus sucesores podrían impulsar al desarrollo pleno. ¿Qué contribución, si es que alguna, se le reconocerá a su gestión en el progreso hacia esa ansiada meta?
Pues bien, el gobierno no ha terminado, de hecho ni siquiera ha cumplido la mitad de su mandato. Boric todavía podría dejar un legado, aunque para ello los tiempos políticos disponibles se están consumiendo rápidamente. Mucho más que la insólita queja respecto a una supuesta cobertura sesgada de los medios, lo que necesita el Presidente es uno o más titulares de primera página anunciando importantes medidas, seguramente disruptivas para el pensamiento del sector político al que pertenece, para reencauzar al país en la senda del crecimiento y el progreso. No es fácil, pero para quienes aspiraron ni más ni menos que a refundar el país algo así no sería del todo impracticable. Perder dos años en el camino al desarrollo no es poca cosa, sobre todo para los sectores más vulnerables del país, mucho menos un mandato completo. La historia en esto no perdona. (El Líbero)
Claudio Hohmann



