La frase, que durante un tiempo lo revistió con un aura casi de gurú, tenía un trasfondo práctico y ordenador. Tomando las dos escalas más famosas para medir los terremotos, una crisis Mercalli significaba que había una percepción pública de caos, pero detrás de la batahola no necesariamente se percibían daños estructurales. Una crisis Richter, por el contrario, podía ser más silenciosa o incluso igualmente caótica, pero comprometía cimientos importantes de la organización, lo que significaba una probable amenaza de nuevos daños colaterales.
Las gestiones de los gobiernos también pueden evaluarse por estos mismos índices de medición telúrica. El segundo gobierno de la presidenta Michelle Bachelet es, a todas luces, la administración que ha generado mayor daño estructural a nivel económico desde 1990 en adelante y, por lo mismo, es un ejemplo perfecto de Richter.
Es difícil pensar en otra santísima trinidad de políticas públicas más mal inspiradas, más mal ejecutadas y con efectos más negativos que las tres grandes reformas impulsadas durante su administración.
La primera fue la tributaria, aprobada con generosos votos de parlamentarios de derecha, que además de subir impuestos incluyó la desintegración del sistema. Quizás el resultado más elocuente es que terminó recaudando menos que antes, pese a subir en siete puntos porcentuales los tributos a las empresas.
La segunda fue la educacional, con el fin de la selección y el consecuente desfonde de la educación pública. Y la tercera fue la del sistema político. Con el gentil auspicio de la izquierda en su conjunto (y el apoyo invaluable de Amplitud, con Pérez, Browne, Godoy y compañía), pasamos de un sistema binominal a uno derechamente proporcional, que si bien ha entregado mayores niveles de diversidad y pluralismo en el Congreso, multiplicó las aventuras partidarias y perpetuó el discolaje; y, en los hechos, hizo ingobernable el país, llevando las negociaciones entre el Ejecutivo y el Congreso al pandemonio.
Y el gobierno de Boric, ¿es Richter o Mercalli? La pregunta es pertinente ahora que el Presidente ha intensificado sus apariciones, defendiendo su legado económico. Y es probable que la respuesta haya que darla por lo que realmente fue, pero sin olvidar lo que quería ser (y no pudo).
Por de pronto, en este balance hay varios aspectos positivos. La reforma previsional tiene la gran virtud que elevó progresivamente la cotización individual, lo que inyectará valiosos recursos al mercado de capitales, al tiempo que incluyó un seguro de lagunas previsionales.
El Ejecutivo también impulsó un proyecto para reducir la permisología, que si bien es acotado e insuficiente, apunta en la dirección correcta. Y en materia macroeconómica, al menos nominalmente, se institucionalizó la regla fiscal dual.
La lista de aspectos al debe es extensa. En crecimiento, el gobierno promedia hasta octubre de este año un 1,8% anual en su período, pese a tener condiciones externas favorables y un precio del cobre que desde marzo de 2024 se encumbra sobre los US$ 4 la libra. En paralelo, la ley de 40 horas más el aumento de 54% nominal del sueldo mínimo, sin un ápice de aumento de la productividad, han causado que el desempleo sobrepase el 8% de manera permanente. Las estimaciones de ingresos fiscales nunca se cumplieron y la deuda pública como porcentaje del PIB solo creció.
Pero más allá de los datos, existe una sensación extendida y fundada de que la gestión económica de este gobierno tuvo mucho de improvisada, con un estándar más escolar que profesional y que, en muchos momentos, fue derechamente chapucera (el caso de la toma de San Antonio es el mejor ejemplo). Como si el que Chile no se caiga a pedazos fuera la vara autocomplaciente con la que se le debe medir.
Desde esta perspectiva económica, es probable que el gobierno del Presidente Boric pase a la historia en la categoría Mercalli: gestión deficiente y un saldo más bien mediocre, pero sin comprometer los pilares del modelo.
Pero pudo ser distinto.
Gracias a la providencial votación del 4 de septiembre de 2022, el derrotero de este Gobierno giró drásticamente, cambiando la naturaleza Richter que lo identificaba y envalentonaba.
Y tal vez sea esta su dimensión más trágica: que su mayor virtud sea haberse convertido en una versión descafeinada de lo que alguna vez quiso ser. Y que no pase a la historia como el gobierno con la peor gestión económica en democracia solo porque tuvo la suerte de que hubo una retroexcavadora que lo antecedió. (El Mercurio)



