Valoro profundamente los genuinos intentos de actores políticos por llegar a acuerdo sobre los denominados “bordes” o “principios” rectores del nuevo proceso constituyente. No obstante, creo que resulta fundamental reflexionar sobre la naturaleza del proceso, la experiencia reciente, el mandato al constituyente, las expectativas ciudadanas y, evidentemente, sobre la necesidad de un cambio constitucional.
Toda sociedad que anhele su vida en comunidad requiere dotarse de un pacto social que establezca los mínimos comunes de su vida en conjunto. Dicho pacto supone recoger aquellos valores que unen a sus miembros y los motivan a vivir en comunidad.
Luego, instalar aquellos principios que inspirarán el quehacer de la sociedad, de la ley como modeladora de conductas y de cada persona en cuanto ciudadano(a). Finalmente, como toda vida comunitaria, requiere de ciertas reglas que ordenen su funcionamiento, con una correcta y equitativa distribución del poder, determinando los roles institucionales y fijando sus límites como garantía de libertad de sus integrantes.
La experiencia reciente nos enseña que una gran mayoría de los ciudadanos no está disponible para permitir que un grupo de personas elegidas en un momento determinado condicione por décadas los debates, cambios y libertades de una sociedad, como tampoco aceptar propuestas refundacionales ni identitarias. Así entonces, el mandato al neoconstituyente debiera circunscribirse a la fijación de los valores, principios y reglas básicas de funcionamiento democrático, dejando al legislador y gobernante futuro el debate sobre las definiciones ideológicas o filosófico-políticas de acuerdo con la evolución de la sociedad.
En esta era de cambios culturales, científicos y tecnológicos no se puede pretender que un texto constitucional decida las principales y legítimas diferencias que existen en una sociedad, ya que el riesgo de pronta obsolescencia resulta evidente. A la vez que se volvería a transformar a “la política” en mera administradora de un modelo impuesto en un texto constitucional, con las consecuencias ya conocidas de deslegitimación de la democracia representativa.
Necesitamos una democracia viva, vigorosa, donde se debatan, dentro de un marco de respeto, las diversas visiones de sociedad y sean los ciudadanos los que con cierta periodicidad elijan los proyectos que consideren más adecuados para cada momento de la sociedad.
No se trata entonces de evitar discusiones o cambios transformadores en el seno de la nueva convención, sino de concentrar la discusión constitucional en un texto que siente los mínimos comunes de nuestra convivencia social, como el respeto a la democracia, derechos fundamentales, libertades ciudadanas, protección del medio ambiente y la exclusión de toda forma de violencia.
Luego, será rol del constituyente preparar la cancha para que los ciudadanos y la política jueguen sus partidos, mas no es su rol jugarlo anticipadamente.
Mas allá de los esfuerzos, no habrá bordes ni principios eficaces si quienes diseñen el nuevo proceso y quienes resulten electo(a)s no comprenden el rol que están llamados a jugar. Ahí, los partidos políticos tendrán probablemente la última oportunidad de seleccionar a sus candidata(o)s no solo pensando en su elegibilidad, sino en el compromiso con el proceso y el resultado en los términos señalados.
Chile necesita un nuevo pacto social que nos permita terminar con “la cuestión constitucional” y eso se logrará solo si el neoconstituyente entiende y asume que lo que la ciudadanía le otorga es un “encargo” que cumplir y no un “cargo” del cual ostentar. (El Mercurio)
Felipe Harboe Bascuñán



