Jeannette Jara hizo todo bien. Es fácil ser general después de la batalla, pero, como dijo Steve Jobs, los puntos solo se conectan hacia atrás. Si miramos lo que ocurrió en los últimos meses, la estrategia de Jara tuvo al menos tres aciertos cruciales.
Primero, se descomunizó, se despolitizó, se descafeinó. Al hacerlo, venció ciertas resistencias atávicas. Votar por Jara no era votar por la ortodoxia del PC, sino por una líder autónoma y pragmática. En ese empeño, paradójicamente, Lautaro Carmona le hizo un favor: cada vez que salía a leerle la cartilla -metamos a Daniel Jadue a la campaña, reintentemos un proceso constituyente, Cuba y Venezuela son regímenes democráticos-, Jara aprovechaba para hacer el contrapunto. Hasta especuló con congelar su militancia. Es la candidata menos PC que ha tenido el PC.
Segundo, Jara sacó la discusión de la dimensión programática y la llevó al terreno sociocultural. Sus activos son la cercanía y la espontaneidad, lo que levanta los paralelos inevitables con la figura -y el fenómeno- de Michelle Bachelet. Insistió hasta el cansancio en que no provenía de la elite, para distinguirse tanto de la cosmopolita Tohá como del pije Winter. Haciendo el mismo contraste que hizo Bachelet con Piñera en la campaña de 2005, Jara no se vendió como la última chupada del mate sino como una señora que hace su pega mientras sirve el desayuno y plancha la ropa escolar. Y aunque el estallido social envejeció mal, su ethos anti-elitista persiste.
Tercero, le sacó lustre a lo mejor de este gobierno: sus logros en materia laboral. Mientras Jara fue la cara de las 40 horas, el sueldo mínimo de medio millón y la reforma previsional, Carolina Tohá cargó con la cruz de la mala evaluación en seguridad y orden público. Da lo mismo si la reforma consolidó el sistema de capitalización individual y eternizó a las AFP: Jeannette fue capaz de generar un acuerdo transversal, y en política un mal acuerdo es (casi) siempre mejor que nada. Bachelet, recordemos, también irrumpió por sus percibidos éxitos ministeriales.
Es cierto que es mucha recompensa para el comunismo chileno. Fueron los liderazgos del PC, de Teillier a Jadue, los que coquetearon con la ruptura democrática en las horas posteriores al 18-O. Fue Marco Barraza, mano derecha de Jara, el arquitecto de la estrategia que hundió a la Convención: abrochar los dos tercios en la izquierda excluyendo a la oposición. En la conversación de sobremesa casi toda la culpa se la lleva el Frente Amplio, pero la verdad es que su papel en ambos episodios fue menos incidente que la tozudez del PC. Reconocer estos hechos no es anticomunismo, es un mínimo de respeto a la verdad histórica.
Pero la política, como el fútbol, es a veces injusta. Se dijo alguna vez de Gabriel Valdés y Andrés Allamand que siendo los políticos más talentosos de su cohorte no fueron capaces de clavar la rueda de la fortuna. Lo mismo podría decirse de Carolina Tohá, probablemente la política intelectualmente más dotada de su generación. Cambios más cambios menos en su estrategia, hizo todo lo que tenía que hacer. Sencillamente no había forma de obtener un resultado distinto en estas condiciones, menos para una política tradicional compitiendo con la novedad.
Jeannette Jara, en cambio, sin pedirlo ni buscarlo mucho, se ganó el corazón del oficialismo, y por lo que indican las encuestas, suma y sigue. Sin pedirlo ni buscarlo, decía también Verónica Michelle en su primera franja. Ambas mujeres de culturas partidarias fuertes y patriarcales, cuyo ascenso fue resistido por los vejetes, a los cuales finalmente no les quedó otra que aceptar que habían encontrado una improbable mina de oro. No son compositoras, pero sí eximias intérpretes.
El escenario que enfrenta Jara, sin embargo, es distinto del que enfrentó Bachelet en 2005. La expresidenta representaba el cambio dentro de una continuidad deseada. El ciclo concertacionista en las postrimerías de Lagos gozaba aun de buena salud. No es posible decir lo mismo del actual gobierno. Por si fuera poco, todas las tendencias estructurales sugieren una derechización en Chile. Las prioridades de la agenda siguen siendo porfiadamente favorables al batallón Germania. Hace veinte años, no fue una sorpresa que ganara Bachelet. Sería una enorme sorpresa que ahora lo hiciera Jara.
Lo que viene ahora es un misterio. Si Jara es (solo) la campeona de un torneo menor como el celebrado ayer en la primaria, entonces la aventura tiene techo. Si en cambio el hype del momento se convierte en fenómeno, penetrando no sólo al “votante medio” sino especialmente al “votante retraído” -que desde que está obligado a participar enterró dos intentonas constitucionales-, entonces lo de noviembre está abierto. Su arrastre con los jóvenes algo dice. Pero para ganar necesita el voto bronca.
Desde la vereda del frente, Evelyn Matthei tiene la última chance de revivir antes de desinflarse lastimosamente como otros tantos de su sector en la puerta del horno. No se trata de apelar a los “viudos de Tohá” (que tampoco son muchos, según lo visto), sino de encontrar un registro que le permita sobrevivir como alternativa de moderación a dos polos: nada menos que Republicanos y el Partido Comunista.
Pero también es perfectamente posible que el triunfo de Jara consolide una dinámica de extremos. Mientras ella mete miedo contra la extrema derecha, Kast se encarga de hacer lo propio contra los comunistas. En esa conversación, la figura de Matthei se hace irrelevante porque no contesta la pregunta que todos se están haciendo.
Eso es bueno para Jara. Asegura la segunda vuelta. Nada mal, para una coalición oficialista de capa caída que hasta hace pocos meses pensaba que Bachelet era la única que podía evitar el desastre de tener dos derechas en el balotaje. Esa pega la puede hacer ahora su versión 2.0. (Ex Ante)
Cristóbal Bellolio



