En los gobiernos de la Concertación siempre hubo una tensión entre dos grupos: los autocomplacientes y los autoflagelantes. Por un lado, un grupo “complaciente” estaba cómodo con las altas tasas de crecimiento y con un sistema de libre mercado como centro del sistema económico. Y, por otro lado, un grupo “flagelante” rechazaba los éxitos, ya sea porque se criticaba el poco avance en la distribución del ingreso (u otro tema) o porque los triunfos con banderas ajenas no les producían ningún placer.
Unos proponían políticas públicas armónicas con el modelo económico, y otros pretendían cambiarlo o incluso más, violentarlo. Eran diferencias de base. Es un hecho que en los gobiernos posteriores predominaron los autoflagelantes. El segundo gobierno de Bachelet fue autoflagelante y el actual gobierno también lo es.
En ellos se vio que la diferencia entre ambos grupos no sólo se refería a los objetivos, sino que a una forma diferente de hacer política pública. Tenemos, por un lado, una forma de hacer política fría, racional, que no se “pelea” con la realidad del ser humano, sino que diseña políticas e instituciones para lo que el ser humano “es”, y no para lo que “debiera ser”. Y otra cálida, emocional, que se despreocupa del diseño de las políticas, se centra en las intenciones, y piensa que eso basta.
Como resultado, este último grupo trata de hacer política pública a través de la prédica. La gente “debiera” hacer esto o lo otro. Si la política llega a fallar es la culpa de la gente porque no se comportó como “debiera” (es muy claro que los creadores del Transantiago adoptaron esta posición).
Sin embargo, es un error diseñar las instituciones según como queremos que el hombre sea, en lugar de como es. O confiar en que tratar de inspirar a las personas para que tengan determinado comportamiento es una manera viable de hacer política pública. Si uno quiere modificar al hombre, elevar sus metas, reducir su egoísmo, aumentar su amor por sus congéneres, bienvenido. Pero no deben diseñarse instituciones con ese hombre ideal en mente.
Lo que uno debiera tener es una idea de cómo la gente “es” y cómo cambia su comportamiento según cambian las reglas. Esta es la forma racional de hacer política pública.
Como decía el gran economista británico Dennis Robertson: «Existe en todo accionar humano un(a)… tensión entre sus instintos agresivos y adquisitivos, y sus instintos de benevolencia y sacrificio. Es tarea del clérigo inculcarle el deber último de subordinar los primeros a los últimos. La tarea del economista, más humilde y muchas veces odiosa, es ayudar (en la medida de sus posibilidades) a reducir esa tensión a dimensiones manejables. Es su función la de emitir un ladrido preventivo si ve que se sigue un curso de acción que aumentará innecesariamente la tensión inevitable entre el interés propio y el deber público; y de mover la cola en aprobación ante acciones que hagan coincidir a ambos, tendiendo a mantener dicha tensión baja y tolerable».
Respecto de propuestas de reforma como la del FES, entre otras, uno no tiene más que ladrar. (El Líbero)
Claudio Sapelli



