Argentina: el retorno del límite republicano-Eleonora Urrutia

Argentina: el retorno del límite republicano-Eleonora Urrutia

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La elección legislativa del domingo en la Argentina fue algo más que la renovación periódica de bancas. Funcionó como un plebiscito sobre el rumbo moral del país. No sobre una figura ni sobre un paquete técnico de medidas, sino sobre la pregunta que toda sociedad en crisis prolongada debe enfrentar: ¿qué no está dispuesta a volver a ser?

Durante dos décadas, la Argentina operó bajo un régimen de administración de la decadencia: inflación crónica como método de gobierno, expansión del gasto clientelar, captura de instituciones y una pedagogía cultural que naturalizó la resignación. Ese sistema disciplinó sectores, cooptó símbolos y convirtió la idea misma de libertad en una sospecha. La pobreza dejó de vivirse como tragedia y se volvió paisaje; el Estado, de garante de derechos, pasó a gestor de necesidades. La política se redujo a la contabilidad de la escasez.

El domingo esa inercia se interrumpió no por un arrebato emotivo, sino por el retorno de un límite: el recordatorio republicano de que el poder tiene fronteras, que los derechos no son concesiones y que la vida cívica no puede quedar prisionera de la máquina presupuestaria. Aun sin recompensa inmediata, con frustración acumulada y cansancio social, la ciudadanía estableció un límite.

Para entender el punto de inflexión hay que retroceder al 7 de septiembre en la Provincia de Buenos Aires. Aquel día el oficialismo perdió por 14 puntos, dejando la sensación de proyecto extraviado. Fue entonces cuando el Presidente tomó la campaña sobre sus hombros. No se dirigió sólo a los propios. Habló a quienes no lo querían. No pidió afecto ni indulgencia por el estilo; pidió responsabilidad: “No les pido que me quieran. Les pido que no devuelvan el país a quienes lo destruyeron.”

Esa apelación coincidió con un fenómeno cívico decisivo: miles de jóvenes, sin aparato ni prebendas, ocuparon escuelas y mesas en todo el país, y muy especialmente en la Provincia de Buenos Aires -donde la Boleta Única de Papel evita abusos, pero exige vigilancia humana- para blindar el recuento frente al uso oportunista del voto en blanco. Fue una épica sin liturgia: la república sostenida por el servicio silencioso.

La participación fue algo menor que en otras legislativas, pero se autoseleccionó: votó el desencantado que pudo quedarse en casa y no lo hizo; votó quien no ve mejora inmediata, pero comprendió que la abstención habilitaba la restauración del régimen anterior. Ese voto movió el equilibrio real del poder.

Se renovaron 127 diputados. La Libertad Avanza alcanza 93 bancas; sumadas las del PRO el conteo nominal es 107, y descontados 6 disidentes del PRO, la base operativa cierta es 101. En el Senado, el oficialismo suma 19. No es mayoría simple; sí supera el tercio que vuelve eficaz el veto presidencial. Y esto no es un tecnicismo: en un país donde la inflación financió privilegios sin votar impuestos, el veto no es capricho; es resguardo republicano frente a coaliciones legislativas del gasto. Durante años el veto fue papel pintado porque la maquinaria parlamentaria podía revertirlo; desde ahora, no.

Lo decidido el 26/10 no fue “más fuerza” del oficialismo, sino su derecho a sostener el rumbo sin ser neutralizado por mayorías circunstanciales. El peronismo sigue fuerte territorialmente, pero pierde el rol de jugador de veto sistémico; el PRO deviene socio de geometría variable -aliado en reformas donde hay diagnóstico común y competitivo donde no-; los gobernadores pasan del chantaje al intercambio programático: necesitan Nación para financiarse; Nación los necesita para estabilizar y crecer.

La Provincia de Buenos Aires merece mención aparte. Del -14 al triunfo por décimas no se explica sólo por errores locales o fracturas peronistas. La elección bonaerense del 7/9 se nacionalizó: ciudadanos de Córdoba, Santa Fe, Mendoza, Entre Ríos y varias provincias del norte leyeron ese resultado como advertencia -“si vuelve el régimen, vuelve por aquí”- y votaron el 26/10 en consecuencia. El vuelco bonaerense fue epicentro de un razonamiento colectivo.

A este cuadro se sumó una señal externa de alto impacto estratégico: Estados Unidos acompañará la estabilización si hay continuidad institucional. No se trató de alineamiento afectivo, sino de una definición civilizatoria mínima: es por aquí o no es. Los actores locales entendieron el mensaje: la ventana de restauración se estrechó.

No fue el día de un candidato. Fue el día de un límite. Y cuando una nación vuelve a poner límites, la historia vuelve a moverse.

La inflación como régimen, no como cifra

En la Argentina, la inflación no fue una anomalía temporal; fue un régimen de gobierno. El déficit crónico -dirigido menos a bienes públicos que a redes de intermediación y privilegios- se financió por emisión, el impuesto sin ley. Esa erosión del salario no es neutral: castiga más a quien cobra en pesos y no puede indexar ni dolarizar. Por eso combatir la inflación es una cuestión moral antes que técnica.

La estabilización actual cortó la fiebre porque cortó la infección: reducción del gasto político improductivo; ordenamiento de subsidios; eliminación de estructuras patronales del Estado; y recuperación del principio elemental: no se gasta lo que no se tiene. La caída desde 211% anual al orden del 30% proyectado importa, pero más importante aún es que cambió la ecuación del poder: sin creación monetaria discrecional, se extingue el combustible de la maquinaria clientelar.

Como todo proceso de desinflación serio, impone dolor de salida: reacomodos de precios, merma temporal del salario real, estancamiento transicional, capacidad ociosa. La clave es la dirección: aquí el dolor no es el síntoma del mismo cáncer, sino el costo de abandonarlo. El 26/10 el votante validó esa lectura: eligió posibilidad de futuro por sobre alivios presentes.

Y hay un punto cultural subterráneo: la inflación construyó una pedagogía de la postergación -la ilusión de que el Estado podía resolverlo todo sin consecuencias-. Cuando se dice que el gobierno “ordenó las calles”, no se alude sólo a piquetes que lo hizo; se alude a que la ley volvió a ser límite. El orden en la calle es síntoma de un orden más profundo: el de las expectativas.

Qué cambió políticamente: de la resistencia al margen de maniobra

Con 101 diputados operativos y 19 senadores, el oficialismo supera el tercio que impide la insistencia legislativa sobre un veto. La oposición puede bloquear o demorar, pero ya no puede revertir lo que el Ejecutivo esté dispuesto a defender. Se republicaniza el conflicto: del bloqueo por sistema a la negociación por proyecto. El peronismo deja de definir qué país es posible y pasa a disputar cómo se negocia; el PRO opera con geometría variable: colaboración en reformas pro-mercado, distancia donde subsisten diferencias; los gobernadores entran a una fase de pragmatismo explícito: baja de distorsivos provinciales, reglas para inversión privada, previsibilidad en regalías y exportaciones, y transparencia en esquemas de PPP (Participación Público-Privada).

Pero la mutación clave está en las expectativas. El mensaje del votante ordena a todos: oficialismo, oposición, provincias, sindicatos, empresas y observadores externos: “Dispuesto a asumir el dolor de salida, no aceptaré la vuelta al régimen que me condenó a la mediocridad.” La pregunta ya no es si se sale; es si se crece.

Dejar de caer no es crecer: producir es la única política social que funciona 

Romper el régimen inflacionario fue condición necesaria; no suficiente. El desafío de la nueva etapa es convertir estabilización en crecimiento. Y el crecimiento no depende de discursos, sino de incentivos: que trabajar, invertir y producir sea más razonable que especular defensivamente o vivir de favores estatales.

La pobreza no se administra: se disuelve con crecimiento. Esa es la única política social que funciona en sociedades abiertas. El camino para generar inversión y empleo no requiere épica; requiere orden en distintos planos: el tributario: un IVA nacional básico, uniforme y estable que dé previsibilidad; y, para las provincias que necesitan recaudar, un impuesto de ventas simple sobre la misma base, en lugar del infierno de Ingresos Brutos, Sellos y tasas municipales que castigan al pequeño productor y a la pyme. No se trata de “bajar impuestos” como consigna, sino de dejar de castigar la actividad que se quiere que exista. Un plano cambiario: un cronograma claro, público hacia un esquema de unificación y flotación limpia, con criterios explícitos de intervención. El mercado no exige perfección; exige reglas. La incertidumbre sobre el valor futuro del dinero es el repelente más eficiente de la inversión. Y la conocida seguridad jurídica entendida como el fin de la ambigüedad penal y fiscal como herramienta de dominación. Es previsibilidad para que quien arriesga no sea tratado por defecto como sospechoso. Aquí, una señal adicional importaría: reducir el perímetro del “penal económico” y asegurar anti-retroactividad fiscal para proteger decisiones de inversión.

La falsa “ultraderecha” y el retorno del sentido común

En el debate público se ha usado “ultraderecha” como excomunión moral ante toda resistencia a la expansión ilimitada del Estado. Pero la secuencia histórica muestra otra cosa: no hubo dos polos desplazándose al mismo tiempo. Mientras muchos daban por asegurado el orden liberal, la izquierda cultural avanzó durante los 90 y 2000 en universidades, currículos, medios y organismos, redefiniendo la normalidad. Cuando una parte de la sociedad reaccionó, lo hizo tarde; por eso su reacción parece abrupta.

Lo que llaman “polarización” no es un extremismo nuevo; es la reaparición del polo desalojado: el que afirma que el individuo precede a la tribu, que la propiedad no es concesión estatal, que la educación transmite conocimiento y no modela almas, que el derecho limita al poder. A eso se lo etiqueta “extremo”. Extremo es lo contrario: pretender que el Estado decida qué palabras pueden decirse, qué emociones son legítimas o qué biología admite el lenguaje. No es extremo decir que la ley importa. Extremo es convertir el derecho en pedagogía de obediencia. Milei, Trump, Meloni o Bolsonaro no inventaron la fractura: la visibilizaron. No dicen “volver al pasado”; dicen “no aceptamos ser remodelados como sujetos obedientes”. Lo que hoy se llama “derecha radical” es, en rigor, la línea mínima de defensa de Occidente: la ley antes que la emoción, la realidad antes que el relato. El 26/10, en la Argentina, la gravedad política volvió a sentirse.

Epílogo

El 26 de octubre no resolvió los problemas del país, pero decidió el rumbo. La ciudadanía eligió cargar con el costo de la salida antes que regresar al régimen que la empobreció. Prefirió la incertidumbre del esfuerzo a la seguridad del empobrecimiento administrado. El capítulo que sigue no está garantizado: depende de transformar límite en reconstrucción de capacidades y estabilización en crecimiento. Por primera vez en mucho tiempo, la salida es posible. No por milagro ni por carisma, sino porque la sociedad dijo basta. Y cuando un pueblo vuelve a decir “esto no se toca”, la república vuelve a respirar. (El Líbero)

Eleonora Urrutia