Las perspectivas económicas mejoran. Sin embargo, la población sigue siendo más bien pesimista respecto del futuro. Así se desprende de las encuestas que se realizan periódicamente en el país.
“El amor como principio, el orden como base y el progreso como fin”, definía, según Auguste Comte, el carácter fundamental del régimen que inauguraba el positivismo (Sistema de Política Positiva). Más allá de la influencia efectiva de su filosofía y de los cuestionamientos que la han afectado, la ciudadanía en diversas latitudes ha tendido, sin conocer su origen, a identificarse con el enunciado (piénsese en la bandera brasileña). Aspira de la vida política un grado razonable de amistad cívica, altos niveles de seguridad pública y una preocupación por el avance de su bienestar. En estas tres dimensiones el país está en deuda y no es raro, entonces, la poca esperanza en el futuro.
Respecto del progreso, en particular, la evolución reciente de diversas variables que lo afectan no es muy satisfactoria, como sí lo eran hasta hace no muchos años. Así, por ejemplo, el ingreso monetario de los hogares en torno a la mediana (+/- 10% de una desviación estándar) creció en un 6,8% promedio anual entre 1990 y 1998. Luego hasta 2006 lo hizo a un 2,3%. Entre este año y 2013 lo hizo a un 3%. Finalmente, de acuerdo con Casen, entre 2013 y 2022 la expansión del ingreso monetario de aquellos hogares fue de solo 1,9%. Esto ha ocurrido con un aumento en la intensidad de trabajo al interior de estos hogares.
Si en 1990 la tasa de ocupación entre los mayores de 15 años en ellos era de un 46%, en 2006 subió a 53,2%, alcanzando un 56,1% en 2022. Si bien estas proporciones también están afectadas por cambios en la composición de los hogares, el efecto es que la mayor intensidad en la ocupación fue rindiendo, a medida que avanzaba el tiempo, cada vez menos frutos. Si se tiene en cuenta que los ingresos generados a través de esta vía son el principal componente de los ingresos monetarios, queda clara la fuente de su menor expansión.
No debería sorprender, porque entre 2013 y 2019 la producción por trabajador se estancó y las fluctuaciones de los años posteriores dicen poco respecto de su evolución futura. Que en una década (2013-2023) esa razón haya subido a una tasa anualizada de apenas 0,6% sugiere un problema serio de productividad, sobre todo considerando que en este período los ocupados aumentaron su escolaridad.
Si se toman ingresos anuales (usando ahora la encuesta suplementaria de ingresos del INE) se puede constatar que los ingresos del trabajo crecieron para los ocupados medios un 7,3% anualizado en el período 2010-2013, y un 1,5% en el trienio siguiente. Para los períodos 2016-2019 y 2019-2022 los ingresos del trabajo para esos grupos crecieron un 0,9 y un 0,3%, respectivamente. Son diferencias muy marcadas en un período breve, y seguramente con consecuencias políticas impredecibles.
Así, las percepciones han cambiado notablemente. En el período 1990-98 la encuesta CEP reportó que un 44% de los chilenos pensaba que el país estaba progresando. Desde ese último año y hasta 2006 fue un 37%. Luego, entre dicho año y 2013 un 41% así lo pensaba. Para el período siguiente hasta 2022 este guarismo bajó a un 19%. El número de mediciones en cada lapso no es igual y los eventos políticos, económicos y sociales ocurridos en cada período no son equivalentes, pero el resultado final es que la demanda por progreso no está siendo adecuadamente satisfecha.
A propósito, es bueno recordar el conjunto de indicadores preparados por el Banco Mundial para medir gobernanza en un país, dimensión clave para mejorar el crecimiento económico, construir capital humano y fortalecer la cohesión social.
Son seis —voz y rendición de cuentas, estabilidad política y ausencia de violencia, eficacia del gobierno, calidad regulatoria, Estado de Derecho y control de la corrupción— reportados relativamente. Pues bien, Chile cayó en todos ellos entre 2012 y 2022. En el primero de estos, del percentil 83,1 al 78,3; en el segundo, de 57,8 a 51,4; en eficacia del gobierno, de 84,4 a 69,3; en el cuarto, de 92,4 a 81,1; en Estado de Derecho, de 86,9 a 72,6, y en el último, de 91,0 a 80,7.
Es cierto que la ubicación relativa de Chile en estos indicadores, salvo estabilidad política y ausencia de violencia, no puede calificarse como mala, pero el deterioro es claro, configurando un escenario que no es particularmente auspicioso para lograr una gobernanza que promueva el progreso y la cohesión social. En algún momento estos indicadores eran analizados y estudiados con detalle. La pérdida de interés en ellos y el debate que genera pueden tener que ver con el escenario en el que nos encontramos. (El Mercurio)
Harald Beyer



