Incluso en los peores momentos de la vida institucional, una campaña electoral permite reactivar las esperanzas.
El proceso democrático que se expresa en el despliegue de las candidaturas, en el sufragio, en la evaluación de los resultados y en la instalación de los vencedores, posee ese halo revitalizador propio de todos los ciclos en que se concreta un nuevo comienzo. “Intentémoslo de nuevo”, es la llamada que nos hacemos unos a otros, aun sabiendo que no faltan los necrófilos que dan todo por muerto.
Si no fuera por la posibilidad periódica de sacar de sus cargos a los flojos, a los corruptos y a los soberbios iluminados, para instalar en su reemplazo a personas trabajadoras, honestas y de sentido común, si no fuera por esa posibilidad, repetimos, ¿tendría sentido ir a votar? No, ninguno. Y, entonces, chao democracia.
La esperanza activa es un fuerte motor democrático. Vamos a votar porque “cada esperanzado es un voto”, y los candidatos apuestan a que la esperanza popular los escoja, no para llevar todo a perfecto término —absurdo sería—, sino, al menos, para renovar el ciclo vital de la sociedad democrática.
Pero si un proceso electoral reactiva las esperanzas, también exige que los candidatos precisen sus compromisos, para que sean moderadas las expectativas y, ojalá, escasas las frustraciones.
Hasta hace poco, la interacción entre electores y postulantes durante una campaña tenía rasgos muy esporádicos y efímeros: uno que otro encuentro con grupos pequeños, el brevísimo “casa a casa” del candidato, y algunas reuniones personalizadas con dirigentes sociales. En concreto, para el elector de infantería de las grandes ciudades, durante la campaña, su esperanza era en realidad una pura espera: “ojalá sea electo mi candidato… aunque nunca pude hablar con él o con ella; casi no lo conozco”.
Hoy, con las redes sociales en plenitud de despliegue durante las campañas, la esperanza puede hacerse exigencia concreta. Si los candidatos usan esas redes para mandar sus mensajes y pedir las adhesiones, lo que obviamente corresponde es que los electores pregunten y planteen por la misma vía, “a vuelta de correo”. Que planteen sus necesidades e inquietudes concretas, de modo que sirvan de estricto marco de referencia para lo que los candidatos deban proponerse. No es infrecuente que los postulantes hagan diagnósticos muy generales y ofrezcan soluciones solo genéricas. Lo típico: “Vivimos una crisis de inseguridad; me propongo reforzar la presencia policial”. Si sus esperanzados electores plantean sus problemas en las redes de modo bien concreto, es probable que los candidatos deban jugarse bastante más y especificar algo así como “para tales y cuales manzanas pediré rondas de carabineros cada 4 horas”.
Pero los electores también deben saber usar las redes para interrogar a los candidatos y, si es del caso, exigir respuestas muy específicas para preguntas como: “¿Qué exigencias de transparencia se autoimpondrá usted, más allá de las establecidas por la ley? ¿Cuánto tiempo va a dedicar semanalmente a sus tareas? ¿Está dispuesto a apoyar las buenas ideas de quienes no pertenecen a su coalición política? ¿Cuáles ideas apoyaría?”.
De las respuestas recibidas, bien dependerá la esperanza activa que los electores pongan en unos u otros candidatos.
Las ciudades, en buena hora, están ahora mucho más despejadas de propaganda electoral. Casi no hay murallas pintadas, “palomas” o carteles en los cables. Queda, eso sí, una que otra bandera al viento, acompañada de panfletos minimalistas en esquinas importantes.
Por eso, la esperanzada ciudadanía debe agotar ahora los nuevos medios para poder fundamentar su voto. (El Mercurio)
Gonzalo Rojas