Abajismo nacional: todo va para abajo (menos en mi casa)

Abajismo nacional: todo va para abajo (menos en mi casa)

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Chile llega a la elección con una mezcla conocida: cansancio, irritación y descreimiento. La conversación pública reverbera en clave de “pendiente descendente”: se habla de deterioro institucional, de seguridad perdida, de estancamiento económico, de incapacidad política. La sensación de época se puede resumir así: todo va para abajo. Y, sin embargo, cuando el plano se acerca -cuando pasamos del país al interior del hogar- el cuadro cambia. En la casa propia, con la familia, en el trabajo inmediato, la evaluación suele ser menos sombría, como muestran de manera consistente las encuestas de opinión del último año. La más reciente del CEP es un buen ejemplo de esta bifurcación de sentimientos. Abajismo, aquí, nombra esa tendencia generalizada a concluir que todo cae… salvo lo mío.

¿Qué es “abajismo” y por qué sirve para pensar este momento?

La palabra nació en clave social: una ironía sobre la moda de “bajar” -de impostar cercanía con lo popular- como reverso del arribismo. Con los años, se estiró hasta convertirse en una actitud: un modo de leer la realidad donde lo auténtico está “abajo” y todo lo demás declina. En esta columna uso abajismo para nombrar la pulsión a diagnosticar caída por defecto. Dicha narrativa selecciona lo que confirma el descenso, omite o minimiza lo que sube, incluso lo que mantiene su trayectoria anterior.

La economía del ánimo: el país mal, mi casa zafa

El termómetro más tozudo del humor reciente, el estado de ánimo colectivo, es ese desacople entre lo nacional y lo íntimo. Cuando se pregunta por la situación del país, gana el pesimismo; cuando se pregunta por la situación personal o familiar, asoman matices: “estamos ordenados”, “alcanzó para la compra”, “volvió la clientela”. Esa disonancia alimenta el abajismo: para sonar realista, uno es severo con Chile, aunque las cosas no estén peor en casa. Es una manera de pensar, una actitud, que se difunde por contagio e imitación, dos poderosos vectores que luego recogen y multiplican los sondeos de opinión.

¿Por qué nos gusta tanto el “todo va para abajo”?

Propongo cuatro factores plausibles: (i) Sobredosis de conflicto. La conversación digital premia el enojo; la política aprende a hablar en modo pugilato. El algoritmo adora el quiebre, no los arreglos. (ii) Agenda del miedo. Si la vara para evaluar liderazgos es quién “contiene pérdidas”, el discurso público se vuelve defensivo y, por diseño, negativo. Los medios de comunicación son parte activa de esta espiral descendente (¡ay, las portadas!). (iii) Estética de autenticidad. Lo “auténtico” sería lo de abajo; lo institucional suena falso. El gesto de bajar termina validando la desafección como virtud. Por ahí se cuela la capacidad redentora del pueblo. (iv) Disonancia casa-país. Si dentro del hogar se lo visualiza como una patria afligida que se sostiene y esfuerza, afuera se lo percibe en ruina o arruinándose. El discurso colectivo se inclina hacia abajo para no “pecar de ingenuo”. En breve, todos somos autocomplacientes con el pesimismo. Somos animales miméticos; queremos pensar y comportarnos como los demás. O, al menos, declararlo

Hasta aquí, el clima. Falta mirar cómo esta actitud se convierte en ideología de derechas e izquierdas.

Abajismo de derechas: top-down defensivo

En el imaginario de las derechas chilenas late un antiguo filón abajista a contramano: cuando “los nuestros” no gobiernan formalmente -aunque el poder fáctico siga orbitando en ciertos círculos- se activa la teoría del derrumbe. La sociedad, se dice, sin (nuestra) conducción “responsable” tiende a desordenarse y a retroceder a su estado primitivo: de la polis a la barbarie.

Ese temor nace de una vivencia de clase frente a “las masas de abajo”: plebeyas, inorgánicas, imprevisibles, amenazantes. La metáfora es la casa tomada: si el mayordomo se ausenta habrá juerga, destrozos, incendio. Traducido a timeline presente: octubristas enardecidos por la épica del desborde; barras bravas; soldados del narco; primera línea desatada; matones y ladrones que perciben la debilidad del Estado. El abajismo de derechas ve la sociedad siempre al filo del desplome, como un juego al que le falta un bloque, un ascensor que sin contrapeso cae en picada.

Su gramática es top-down: concibe el mundo de arriba hacia abajo, defender antes que transformar. No se niega el progreso, pero se lo considera frágil, reversible; depende de guardianes, jerarquías, frenos y contrapesos firmes. De allí la suspicacia frente a gobiernos “no nuestros”, tanto más si están encabezados por jóvenes sin trayectoria económica, “que no han ganado un peso”, que no “conocen los códigos del poder ni la complejidad del globo”. El resultado es un realismo del miedo: más policía que política, más orden que reforma, más dique que puente. No es sólo preferencia: es ontología. El mundo, dejado a su inercia, se cae. Cuando el poder se comparte, se pierde.

Abajismo de izquierdas: bottom-up redentor

En espejo, la izquierda cultiva un abajismo rizomático: visto desde abajo, el sistema declina por estructura. La economía concentra riqueza, la democracia incumple su promesa igualitaria, el trabajo se precariza. Allá afuera, la vida cotidiana enajena a las masas, pero no a mí. Si nada interrumpe ese declive, la curva apunta a más desigualdad y más miseria para la mayoría. Es el destino ineluctable del capitalismo.

Aquí la metáfora es una pendiente aceitosa: el capital acumula, el trabajo resbala; el río del dinero cava su propio cauce. Por eso, para las izquierdas estar en el gobierno pesa si no es para algo refundacional. Administrar “lo realmente existente” suena a complicidad; no podemos dejar de ser rebeldes. Sobre todo, si se forma parte de la primera generación que saltó directo de la protesta a La Moneda. Incluso pensar que las cosas mejoran, y no sólo en casa, cuesta porque contradice el relato de declinación estructural. ¿Cómo afirmar que “estamos mejorando” si, por su naturaleza capitalista y más encima neoliberal, el sistema va de suyo de mal en peor? El bottom-up redentor amanece desde allí; donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia. En cambio, ver la historia como mejorable -para los míos y las masas- y al Estado como una palanca que puede activarse sin dañar el mecanismo estructural, ¡eso es socialdemocracia!

De todas formas, la idea abajista revolucionaria captura una verdad incómoda -la persistencia de las brechas-, pero corre el riesgo de convertir las derrotas en identidad y a la utopía celestial en condición de posibilidad para reconocer que los de abajo pueden ascender. De allí la melancolía programática de ciertas izquierdas en el poder: si no se termina con el sistema, todo es insuficiente. Si se lo mejora, peor todavía; no faltará el súper crítico que se lo haga ver.

El hogar como laboratorio (mínimo)

Vuelvo al hogar. Allí, muchas familias hacen lo que la política no consigue capturar ni narrar: celebrar las mejorías incrementales, incluso el empleo informal. Pasar al día siguiente sin perder la esperanza. Ver crecer a los niños. Ajustar presupuestos, ayudar a la vecina, reabrir una pyme. No es épico, pero a veces funciona. Otras no: un año esperando la operación de la columna, el portonazo en la casa de la esquina, el desempleo de mi hija recién graduada.

Los discursos de la política no penetran esa realidad interior de la esfera privada. Envueltos en su propia lógica, permanecen del otro lado de la puerta. ¿Son masas indiferentes o desconfiadas de la política, se preguntan encuestólogos y expertos  en naturaleza humana? ¿O más bien, se hallan integradas por unos sujetos habitualmente religiosos, de estrato socioeconómico medio y bajo, con una visión crítica de la economía y política nacionales, según plantea otro estudio del CEP?

De ser así, los propios autores de dicho estudio esperan el siguiente comportamiento de parte de estos grupos en noviembre y diciembre próximos, cuando sus integrantes se vean obligados a votar: “presentan disposición a aceptar la oferta de seguridades fundantes (nación, identidad, religión, autoridad) por parte de agentes políticos que reduzcan (o cancelen) discursivamente la incertidumbre de futuro”. Nos ofrecen pues una clave de cómo, al final del día, la política sí se acerca a la casa, pero se da con la cabeza en el dintel de la puerta. Y debe permanecer afuera.

Abajismo en la cultura contemporánea de Occidente

Este clima local conversa con un “giro civilizatorio”, como gustan decir mis colegas catedráticos. Efectivamente, desde la Revolución Francesa, Occidente vivió una fase “gloriosa” donde la modernidad capitalista y democrática se narró como ascenso continuo: emancipación espiritual, progreso social, revolución tecnológica, prosperidad material. El relato del siglo XX tardío apuntaba a una culminación liberal de la historia: más comercio, más derechos, más integración, más ciencia, más democracia, más paz entre las naciones.

Fukuyama, en su brillante meditación sobre el fin de la historia -brillante aún hoy, cuando sabemos que falló medio a medio- escribió justamente así sobre el triunfo último de ese gran relato ideológico del progreso moderno: asistimos, escribió, al “fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”.

Claro está, la historia siguió adelante. Pero Fukuyama tenía razón en esto: el proyecto de la modernidad -progreso continuo y ascendente- una vez liquidados los competidores de la ideología liberal democrática, léase fascismo, comunismo soviético, nacionalismos religiosos y otros, cambiaba radicalmente de naturaleza. En efecto, daba paso al tiempo veloz, liminar, líquido, ambiguo y engañoso de la posmodernidad.

Lo más característico de esta fase -llámese simplemente desencantada– es que ella habla y suena distinta a la idea del progreso ascendente. En vez, el nuevo coro público enumera descensos:

  • Libre comercio en repliegue entre guerras arancelarias y cadenas de valor rotas.
  • Democracia liberal fatigada, con populismos de todos los colores y polarización algorítmica.
  • Clima y naturaleza en crisis: incendios, sequías, inundaciones.
  • Seguridad de Occidente en entredicho, como acaba de comunicar la reunión de Xi con Putin, Modi y Kim Jong-un.
  • (in)Seguridad al interior de los Estados frente a olas migratorias, redes de crimen organizado, polarización social, terrorismo y otros males.
  • Verdad erosionada por fake news y burbujas de confirmación y retroceso de las ciencias como racionalidad dirimente.
  • Autoridades y jerarquías antes sagradas -patriarcales, mediáticas, religiosas, escolares- en descrédito.
  • Humanidades arrinconadas por métricas utilitaristas y por un tecno-futurismo que sueña con sustituir lo humano.

Si la modernidad creyó en un espíritu afirmativo, hoy parece reinar aquello que Goethe puso en boca de Mefistófeles: “Yo soy el espíritu que siempre niega”. Es la pulsión que convierte todo proyecto en sospecha y a todo progreso en trampa. El abajismo funciona como la gramática común de este momento: un idioma donde la línea natural del mundo apunta hacia abajo. De allí el amplio mercado y el verdadero espectáculo de las múltiples crisis que aquejan al mundo: policrisis es el término que define la época. La recogía, cómo no, el propio World Economic Forum en 2023.

Pero también aquí cabe cautela. La historia no es una escalera mecánica que sube o baja sola; ni asciende o desciende en ciclos bien definidos y por razones claramente conocidas. Más bien hay infinitos factores envueltos, en pugna; tendencias y contra-tendencias visibles: innovaciones que expanden capacidades, luchas que amplían derechos, acuerdos que reducen daños, catástrofes que interrumpen procesos. Y, no olvidarlo, el azar que interviene en los asuntos humanos y “en desorden estados, reinos pone / según como le place, a justos priva / del bien que a los injustos torna en dones”, según versos atribuidos, al parecer equivocadamente, a Maquiavelo, quien sí reconocía el papel de la diosa Fortuna en la historia.

Cerrar en alto (lo contrario del abajismo)

Al final, la pregunta es si nuestra cultura política sabrá hablar en plural -sumar matices, apaciguar contradicciones- sin entregarse al catecismo del derrumbe ni a la creencia de que todo lo que proviene de abajo amenaza las posiciones de lo alto.

Cuando votemos, sería saludable evaluar -con criterios que no sean puro abajismo de derechas ni tampoco abajismo inverso, de izquierdas- a quiénes podemos encomendar el ejercicio del poder presidencial y la integración del Congreso para los próximos años. Además, entender que estarán votando obligadamente (con o sin multa, está por verse) los indiferentes, uno habitantes de abajo que no sabemos clasificar. Los resultados estarán condicionados, adicionalmente, por determinantes estructurales, enrevesados procesos cognitivos, los medios y las redes, los guiones aprendidos en el hogar y, en un porcentaje imprevisible, por Fortuna, “inconstante diosa”.

Si el abajismo es el instinto de decir que todo va hacia abajo, la política -y la ciudadanía- podrá ensayar próximamente lo contrario: sopesar, junto con lo que baja, también aquello que sube, cuidar lo que funciona, mandar a arreglar lo que no. Así, el país podría parecerse un poco más a los hogares: sin épica, sin negacionismo, sin autocomplacencias, con una moderada y obstinada vocación de subir el piso, paso a paso, incrementalmente. (El Líbero)

José Joaquín Brunner