A seis años del 18 de octubre

A seis años del 18 de octubre

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Releo lo que publiqué el año pasado en esta misma fecha y lo reescribo en la víspera de un proceso de renovación del poder Ejecutivo y Legislativo del país. Ahora que buena parte de los actores políticos recuerda el período inaugurado el 18 de octubre como un simple estallido delictual y la otra parte finge amnesia para que se olvide el triste papel jugado en ese drama.

Ciertamente es imposible desconocer que la delincuencia aprovechó de desplegarse y tuvo éxito en extender su imperio a muchos territorios, que el radicalismo político anticapitalista también estuvo presente y algunos se entusiasmaron con la ilusión de derrocar al gobierno democrático e instaurar una revolución bolivariana, y que anarquistas y excluidos expresaron allí su rabia contra las élites y su voluntad de destrucción de las principales instituciones del país.

Pero ni el aprovechamiento de los delincuentes, ni el radicalismo político anticapitalista, ni la protesta antisistémica explican el estallido social más masivo y significativo de nuestra historia contemporánea. Esos elementos están siempre presentes, son incansables en su búsqueda de espacios y oportunidades de desplegarse, lo que hizo la radical diferencia es la acogida que encontraron en la población conductas habitualmente ultraminoritarias e impopulares.

Aunque parezca contraintuitivo, las grandes protestas, rebeliones y revoluciones no tienden a ocurrir cuando los países son más pobres y campea la miseria generalizada, sino más bien cuando han crecido sostenida y aceleradamente por un periodo suficientemente prolongado para producir un crecimiento correlativo de las expectativas ciudadanas, y la economía comienza a desacelerar su crecimiento y estancarse. En la situación de Chile, mientras las expectativas continuaron creciendo al 8%, la posibilidad de responder a ellas crecía al 2%, produciéndose un desajuste y una fricción que terminó por producir chispas que encienden la hoguera.

La dimensión principal del estallido, en mi opinión, es el reclamo al capitalismo por sus promesas incumplidas, es la protesta masiva de una población que progresó durante varias décadas y que experimenta la angustia del riesgo de estancamiento en la posibilidad de continuar haciéndolo o derechamente de retroceder en su calidad de vida, es el grito desesperado y de frustración de quienes también quieren los beneficios del impresionante desarrollo experimentado por Chile en tres décadas.

Reclamo potenciado por el hecho de que la modernización económica y el desarrollo político institucional no se acompañó de un progreso social correlativo, más bien en las últimas décadas la integración social y la meritocracia han retrocedido. Por supuesto toda la población vive hoy significativamente mejor que en los años Ochenta, pero lo hace en una sociedad más segregada aun, por efecto combinado de la deslocalización que separó territorialmente a los chilenos de distintas condiciones sociales y a la decadencia progresiva de la educación pública como espacio de integración social. Eso llevó a deteriorarse significativamente el sentimiento de ser parte de un mismo país y la posibilidad de compartir objetivos comunes. Esto pasó a ser uno de los desafíos principales de hoy.

No es casual que el cemento unificador de la gran diversidad de demandas que convergieron circunstancialmente en el estallido, haya sido el concepto de Dignidad. No se trataba, entonces, sólo de demandas materiales y concretas, sino también, y muy fundamentalmente, un reclamo de pertenencia y reconocimiento. Reclamo que continúa vigente.

Hay quienes piensan que fue el estallido social el que provocó la situación de deterioro posterior de las condiciones de nuestro país, pero la verdad es que el estallido es consecuencia y no causa de la degradación progresiva de nuestra capacidad de crecer, de la incapacidad creciente de la democracia para concordar reformas que apunten a resolver los problemas sociales acuciantes y del conformismo de una élite dirigente que no asumió los cambios que ella misma había provocado en la sociedad chilena y permaneció anclada en ideologías y disposiciones que fueron útiles en el pasado pero que se revelaron inadecuadas para enfrentar los problemas actuales.

Es cierto que estos seis años tienen algo de años perdidos. Porque la élite política, con la connivencia de la élite económica, desistió de responder al estallido concordando un paquete relevante de reformas que sacaran al país del sentimiento de estancamiento de la democracia y su delivery, y optaron por tirar la pelota al corner, alimentando la ilusión tan característica de Chile de que los problemas se resuelven siempre con leyes, iniciando un largo y accidentado proceso para generar una nueva ley de leyes. Dos años, tres plebiscitos y dos elecciones de convencionales, para regresar finalmente al punto de partida.

Lo más importante es que, a 6 años del estallido social y en la víspera de la elección presidencial y parlamentaria, ya no parece haber dos representaciones completamente antagónicas de Chile, sus problemas y sus desafíos, como ocurría en 2021, cuando aún no se extinguían las brasas del  voraz incendio que conmovió al país hasta sus cimientos. Por supuesto sigue habiendo diferencias políticas e ideológicas y los programas de las principales candidaturas difieren en muchos aspectos, pero la distancia programática es significativamente menor a aquella de 2021, cuando uno proponía nueva Constitución y el otro congelar la vigente, aborto libre contra reversión del aborto en tres causales, revisión de todos los tratados comerciales versus continuación de la apertura al mundo, 8 mil millones de dólares generados con más impuestos contra la rebaja impositiva, uno prometía gobierno feminista y el otro eliminación del ministerio de la mujer, uno reivindicaba la migración como un derecho social a garantizar y el otro prometía construir una zanja en la frontera, en fin, eran caminos completamente divergentes, pero más aun, se trataba de diagnósticos radicalmente distintos de la situación de Chile, de sus problemas y desafíos prioritarios.

Algunos me critican de ser inveteradamente optimista porque tiendo siempre a destacar la parte llena del vaso en lugar de quedarme en el lamento borincano por lo que resta para llenarse. Pero cómo desconocer que 6 años más tarde quedan contados leones sordos aceptando la violencia como instrumento de cambio social y prácticamente todos los actores sociales y políticos relevantes enarbolan el respeto irrestricto al estado de derecho, reconocen la importancia del crecimiento económico y de la integración de Chile a los mercados mundiales, consideran que el restablecimiento de la seguridad y el orden público son una prioridad básica y que fortalecer a las instituciones que combaten la delincuencia es una prioridad absoluta.

Me dirán que son cuestiones obvias, pero el hecho es que hasta hace pocos años eran temas divisivos. Si hasta la condena a dictaduras en independencia de su color político es hoy prácticamente unánime, salvo la anomalía del PC chileno.

Han transcurrido ya seis años desde el 18 de octubre de 2019. Fue, sin duda, un momento importante de nuestra historia, del que la gran mayoría de los chilenos, parte importante incluso de quienes disfrutaron intensamente el momento de comunión nacional que produjo y se ilusionaron con los cambios que podía generar, hoy día lo recuerdan como un momento y periodo traumático que no quisieran se repitiera, como dijo alguien en un focus group, “lo recuerdo como cuando el Mapocho se salió de su cauce y estuvo cerca de arrasar con todo”.  Porque los excesos de violencia y destrucción afectaron instituciones y bienes públicos y privados muy estimados por el pueblo y porque en sus efectos posteriores predominó el deterioro, no el progreso de las condiciones de la vida social.

La delincuencia, el radicalismo anticapitalista y los grupos antisistema seguirán estando presentes, sin duda, buscando espacios y oportunidades para desplegarse. Lo seguro es que, quienes quieran tener opción de gobernar en la próxima década no cederán como hace 6 años a la tentación de validar la violencia política, ningunear la importancia de las instituciones democráticas y el estado de derecho e ignorar la relevancia del crecimiento económico.

Eppur si muove. El estallido quedó atrás, pero allí siguen los déficit de Chile que están a la base de su ocurrencia. No esperemos la siguiente crecida del Mapocho, canalicémoslo. Volver a crecer, restablecer la credibilidad y confianza en las instituciones democráticas, recuperar la capacidad de delivery de nuestras instituciones y, sobre todo, concentremos los esfuerzos en generar condiciones de integración social que permitan a todos sentirse parte del mismo país. (Ex Ante)

Pepe Auth