Argumento que la derrota de las izquierdas chilenas el 14-D refleja un colapso ideológico duradero, no solo un hecho coyuntural. Este colapso se ha visto agravado por una fragmentación interna, la desconexión con el nuevo mundo popular y la falta de un proyecto democrático-reformista capaz de afrontar la complejidad y la velocidad del capitalismo, la crisis de la democracia liberal y la necesidad de un rol emprendedor del Estado a la altura del siglo XXI.
Introducción
La noche del 14 de diciembre de 2025, ocurrió un silencioso terremoto político para la izquierda chilena, queramos o no aceptarlo. Personalmente, prefiero enfrentar directamente los escombros como primer paso hacia una reconstrucción futura.
En la segunda vuelta presidencial, el (ultra) conservador José Antonio Kast obtuvo el 59% de los votos frente al 41% de la candidata oficialista, Jeannette Jara. Este resultado, descrito por algunos como la peor derrota electoral de la izquierda desde el retorno a la democracia, desató un torrente de explicaciones y recriminaciones internas.
No obstante, esa debacle no fue la causa sino la consecuencia de un colapso ideológico, cultural y estratégico que se gestó durante años en las filas progresistas. Según el sociólogo Mauro Basaure, “la izquierda está entrando a pabellón. No por un accidente, ni por un error puntual, sino por una condición crónica”, evidencia de sus repetidas derrotas. Por lo tanto, el 14-D no fue un evento aislado, sino la culminación de un vaciamiento político e intelectual de las izquierdas chilenas e internacionales. Al menos, esa es la tesis que propongo en este ensayo de interpretación.
Tras el shock electoral, cada sector de la coalición izquierdista apuró su propio análisis, lo que reflejó la fragmentación interna del bloque. Por un lado, figuras del Socialismo Democrático señalaron al gobierno de Boric, alegando que la ciudadanía emitió un “voto castigo” por la falta de resultados concretos en su gestión, más que por la ideología de Jara. Paralelamente, desde el Frente Amplio surgió una autocrítica sobre una posible “elitización” del proyecto progresista: sus dirigentes reconocieron que se habían distanciado de las bases en los territorios y habían perdido la capacidad de inspirar a los sectores populares.
El Partido Comunista, por su parte, inició un debate interno sobre si la candidatura de Jara -que ganó en las primarias de Unidad por Chile- podía convencer no solo a su base militante, sino también al electorado más moderado. Además, propuso una lectura (de fondo) para entender el resultado negativo, calificándolo de “dura derrota”; afirmaba que no podía entenderse únicamente desde la lógica tradicional izquierda–derecha. En la política chilena, se había consolidado un fuerte clivaje entre pueblo y élite, que actualmente dominaría el escenario político y el sentido común de amplios sectores populares. Paradójicamente, según esta visión, el pueblo eligió a una nueva élite; sin embargo, el PCCh no forma parte de esta élite ni recibió el reconocimiento de aquel sujeto popular. ¿Acaso esto confirma la idea de que también las élites de izquierda están siendo desplazadas, tanto las tradicionales como las emergentes?
A su turno, la presidenta del Partido Socialista, Paulina Vodanovic, señaló que culpar a un solo responsable de la derrota es simplista y calificó esa visión como“muy estrecha”. Atribuirla únicamente al gobierno de Boric o a la candidata sería reducir un fenómeno político y social más complejo que involucra a toda la izquierda, agregó. El PPD, a través de su think tank FPD, también ha destacado en un documento el fin de un ciclo de las izquierdas y la necesidad de afrontar “desafíos estratégicos”: “Democratizar la democracia; redefinir la relación entre Estado y mercado; abordar la seguridad como condición democrática; avanzar hacia un desarrollo sostenible; reconstruir la articulación política; recuperar el propósito de la política; y situar el cuidado como eje estructural de un proyecto democrático moderno”. Como se puede ver, es un discurso genérico sobre políticas públicas, muy similar al propuesto por las izquierdas socialdemócratas desde hace ya algún tiempo.
Cada una de estas lecturas parciales muestra, por tanto, izquierdas que buscan explicaciones en la superficie —como errores en la campaña, problemas en liderazgos o disputas tribales—, pero que tienen dificultades para mirar más allá. El bloque de las izquierdas aparece así dividido en facciones a la defensiva, más centradas en asignar “culpas” (al gobierno, a la “desconexión” cultural o a la candidatura) que en reconocer la raíz común de sus problemas.
El cuadro no mejora si consideramos a la izquierda “ultra”, amante de las belles-lettres, cuyo objetivo es crear textos y distribuirlos en los cenáculos que la reúnen. Justamente, las (francesas) belles-lettres son —como indica la Enciclopedia Británica— “literatura que es un fin en sí misma y no tiene un carácter práctico o meramente informativo. El término suele aplicarse a la poesía, la ficción, el drama, etc., o, más específicamente, a la literatura ligera, entretenida y sofisticada. También se usa para estudios literarios, en especial para ensayos. La palabra es de origen francés y significa literalmente ‘letras hermosas’”.
Desde este ángulo, el 14-D solo vino a ratificar que en Chile no se había movido una hoja desde el 11-S de 1973. Como leemos en aquel famoso poema de T.S. Eliot: “Lo que llamamos el principio es a menudo el fin. /Y llegar al final es llegar al comienzo”. El golpe, se afirma, impuso un esquema de dominación cuya estructura capitalista-neoliberal se mantiene hasta hoy, a buen resguardo del simulacro de la transición, administrado y bendecido por la Concertación y vuelto a confirmar ahora, al llegar al final, “recurriendo al autoritarismo de Guzmán”. Un solo acontecimiento habría roto esta profunda continuidad: la revuelta del 18-O, percibida como un acto de imaginación política que, por un instante, recuperó la política para el pueblo.
En resumen, la respuesta dispersa ante la derrota revela, en esencia, la falta de una autocomprensión y visión compartidas. Sin una narrativa unificada y relatos coherentes, las izquierdas chilenas enfrentan la derrota de manera fragmentada y confusa, cada una aferrada a su interés inmediato. Esto allana el camino para nuestro análisis y para una tesis alternativa: la derrota (y su falta de explicación) resulta del colapso de las ideas clave que antes daban sentido y dirección a la izquierda.
Colapso ideológico
Detrás de la crisis electoral hay un colapso ideológico a largo plazo. Las principales corrientes doctrinales que en el siglo XX sustentaron a la izquierda han quedado obsoletas o han perdido credibilidad, dejando un vacío en el pensamiento estratégico.
El primer colapso fue el del paradigma revolucionario comunista: la caída de la URSS y del Muro de Berlín sepultó el modelo bolchevique de 1917, junto con su utopía comunista, y los “socialismos reales” del Este. La promesa de una revolución proletaria mundial se volvió inviable; desde entonces, esta visión solo sobrevive en forma residual o anacrónica. En Chile, por ejemplo, el Partido Comunista aún reivindica simbólicamente ese legado, pero está claro que el “horizonte soviético” ya no proporciona una guía efectiva tras el fin del mundo soviético.
El segundo desmoronamiento ideológico se atribuye al fracaso de las experiencias de izquierda radical en América Latina durante el breve siglo XXI. Los intentos del llamado “socialismo del siglo XXI” -como el chavismo en Venezuela y el sandinismo alterado de Ortega en Nicaragua- resultaron en autoritarismos, estancamiento económico y crisis humanitarias. Otras variaciones nacional-populistas en la región, como el kirchnerismo en Argentina o incluso el MAS de Evo Morales en Bolivia, también demostraron sus propios límites y cambios de rumbo.
En cambio, las únicas izquierdas en Latinoamérica que han logrado implementar reformas y mantener gobernabilidad en las últimas décadas son las de orientación socialdemócrata y gradualista. Brasil, durante las administraciones de Cardoso y Lula, Uruguay con el Frente Amplio pluralista, y Chile, bajo la Concertación —que incluyó a socialistas y demócrata cristianos en un proyecto reformista-modernizador— demostraron que realizar cambios dentro del capitalismo podía dar resultados en democracia. Este contraste ofrece una lección importante: las estrategias revolucionarias o populistas quedaron desacreditadas, mientras que la Socialdemocracia, a pesar de sus dilemas, consiguió consolidar avances sociales duraderos. En menor medida, esto evidencia lo mismo que ya se había visto antes en la comparación entre los “socialismos reales” y la Socialdemocracia europea.
El tercer aspecto de la crisis ideológica de las izquierdas está relacionado con la transformación de la principal potencia “comunista” del siglo XXI. La revolución comunista china del siglo XX, incluida la “Gran Revolución Cultural Proletaria” de Mao, finalmente dio lugar a un modelo híbrido que combina autoritarismo y capitalismo, desafiando los esquemas tradicionales de las izquierdas. La China de Xi Jinping, que se autodenomina «socialismo con características chinas”, en realidad fusiona un control estatal estricto, ejercido por un partido único, con un sector empresarial activo y orientado al mercado. Este capitalismo de Estado asiático -que crece con eficiencia, pero limita las libertades políticas- cuestiona la antigua creencia de la izquierda de que el desarrollo solo sería posible mediante el socialismo de control y comando, la planificación central y una cultura de apparatchiks.
Hoy, varias corrientes de izquierda —y también de derecha— observan con una suerte de fascinación culpable el “éxito” chino, lo que refleja la amplia difusión de ideas autoritarias en el gobierno del capitalismo contemporáneo. Además, la existencia de este modelo revela la falta de una base teórica sólida en una izquierda que ya no cuenta con una alternativa clara frente al capitalismo global.
En Chile, estas transformaciones ideológicas globales convergen en un punto crucial local. Tras la dictadura de Pinochet, la izquierda, en general, pero no en todos los casos, adoptó un enfoque más realista y posibilista en su política (“en la medida de lo posible”). Reconoció el papel central de los mercados en la economía, promovió reformas graduales y estableció una gobernabilidad democrática que perduró durante los veinte años de la Concertación.
Con todo, este pragmatismo modernizador exitoso desgastó su propia identidad: la nueva generación de izquierda, nacida ya en democracia o en los años del ocaso de la dictadura, acusó a la generación de la transición y consolidación pacíficas de la democracia de haber renunciado a imponer una derrota popular a la dictadura en favor de un cambio revolucionario de la sociedad. Más aún, la denunció por haber transigido con el “modelo neoliberal” de la dictadura, asegurando así su supervivencia.
Así surgió el Frente Amplio durante la última década, uniendo un deseo de “renovación” y de ruptura con el “orden de la Transición”, como suelen llamarlo los revolucionarios de las bellas letras, centrados en la deconstrucción, la reconstrucción y la sublimación verbal. (Su punto culminante, por supuesto, fue el “momento constitucional” chileno después del 18-O, un periodo de grandes batallas lingüísticas).
No obstante, una vez en el poder, el frenteamplismo tampoco logró desarrollar un proyecto ideológico alternativo y coherente. Sin una teoría política del cambio, gobernó con soluciones provisionales y se vio obligado a aceptar un realismo impuesto. En realidad, el intento de renovación generacional se convirtió en una Socialdemocracia imitadora, sin ofrecer ideas novedosas a la izquierda del siglo XXI.
En resumen, las alianzas ideológicas que antes dirigían a la izquierda están agotadas o son solo recuerdos del pasado. La renovación a través del Frente Amplio ha sido un fracaso hasta ahora. La derrota del 14-D está vinculada a esta larga historia de estancamiento intelectual: una izquierda sin un objetivo claro fácilmente se vuelve víctima de la improvisación táctica, de conflictos internos y de narrativas prestadas que no logran guiar ni movilizar a la ciudadanía.
Desconexión con el (nuevo) mundo popular
A la par del desconcierto doctrinario, la izquierda chilena ha sufrido una notable desconexión con el nuevo mundo popular; aquel que surgió precisamente de la democratización modernizadora promovida por los gobiernos de la Concertación, con sus múltiples efectos en la movilidad social, el acceso a la educación superior, la expansión del consumo, las nuevas maneras de individuación y la libertad de elección en diversos ámbitos culturales y morales.
Los resultados del 14-D muestran que gran parte de la clase trabajadora, la clase media baja, así como segmentos jóvenes y profesionales, que históricamente apoyaban a la izquierda, optaron esta vez por Kast, atraídos por su promesa de orden y estabilidad. Esto revela una ruptura en la relación emocional y cultural entre la dirigencia de las izquierdas y su base social.
Por ejemplo, durante el gobierno de Boric, la coalición oficialista priorizó agendas valoradas por círculos ilustrados, como las reivindicaciones identitarias, ecológicas, de derechos civiles o, en general, postmaterialistas, dejando de lado las preocupaciones materiales inmediatas (seguridad ciudadana, empleo, costo de la vida) que afectan a las mayorías. En alguna ocasión anterior, mencioné esta disyuntiva entre seguridad y libertad como una de las causas que, en ocasiones, puede provocar una verdadera estampida (también de votos) hacia el orden.
Incluso voces del Frente Amplio y del PCCh han admitido, después del 14-D, que el oficialismo cayó en la “trampa” de centrarse en batallas identitarias y en la retórica del cambio simbólico, mientras que el adversario aprovechaba la demanda ciudadana de orden y seguridad frente al delito y la migración sin control. En esencia, mientras la izquierda discursaba sobre transformar el modelo y crear nuevas constituciones, gran parte del país buscaba soluciones concretas ante el temor al crimen organizado o la inflación. Esa diferencia de prioridades fue fatal en las urnas.
Además, la brecha social y cultural entre la élite de izquierdas y el pueblo ha crecido. Voceros del Socialismo Democrático han indicado que la izquierda ha perdido el lenguaje para comunicarse eficazmente con la gente común: mientras defendía “derechos sociales” e ideas colectivistas, los votantes comunes valoraban más aspectos como la meritocracia, el esfuerzo personal y la propiedad.
El discurso progresista, cargado de terminología técnica y corrección política, dejó de resonar entre quienes trabajan y buscan una seguridad económica básica. Además, el tono moralizante de cierta izquierda en el poder se desgastó. La autodeclarada superioridad moral de algunos líderes jóvenes, que parecían amonestar a la sociedad por sus hábitos o prejuicios, generó rápidamente un rechazo cultural entre las masas votantes. Para muchos chilenos de sectores populares, el progresismo se vinculó con una “burocracia ilustrada” (como los literati de Max Weber), alejada de sus problemas prácticos y más interesada en debates abstractos o causas urbanas posmaterialistas. Este sentimiento alimentó el resentimiento y facilitó que el mensaje nacionalista-conservador de Kast —centrado en la familia, el orden, la patria y el antielitismo— tuviera un impacto profundo, ya que la izquierda había perdido credibilidad.
La pérdida de sentido en la narrativa de las izquierdas probablemente sea el aspecto más destructivo de esta desconexión. Cuando millones de personas eligen votar por opciones de derecha, lo hacen no solo por miedo o manipulación, sino porque sienten que la izquierda ya no les brinda “sentido, horizonte ni conflicto real”, como advierte el presidente del PCCh. Es decir, la derrota va más allá de lo electoral. Esta dura realidad obliga a reconocer que la cultura política de ese sector dejó de inspirar las esperanzas de la mayoría.
En realidad, el relato transformador que en otros momentos motivaba a las masas —la promesa de un futuro más justo y de dignidad para los oprimidos— fue perdiendo fuerza entre teorías especulativas y tecnicismos políticos, totalmente alejados del lenguaje y del sentido común de los sectores populares emergentes. También entre disputas internas y discursos partidistas desconectados de la vida diaria.
En su lugar, la derecha construyó un imaginario de reacción ante la incertidumbre actual: frente al vértigo de los cambios y al temor al caos, propone orden, pertenencia y estabilidad. La familia, el barrio, la nación y la propiedad privada aparecen como regiones de salvación identitaria en un mundo agitado pero individualizado, privatizado y meritocrático.
Esto contrasta con las interpretaciones del 18-O desde las izquierdas, donde las lecturas se fragmentan y se desplazan como en un caleidoscopio lleno de colores.
La izquierda de cátedra, o de las bellas letras —envuelta en la oscuridad de sus textos esotéricos, de circulación limitada, en circuito cerrado—, no logró percibir a tiempo esa pulsión conservadora subyacente en la sociedad chilena y se encontró predicando repetidamente un cambio estructural revolucionario en un momento en que muchos sectores de la sociedad valoraban más la seguridad que la transformación. Ese abismo empezó a abrirse precisamente en los días más intensos del “estallido social” y luego continuó resonando como eco octubrista en nuestro primer “momento constitucional”, extendiéndose hasta hoy como nostalgia revolucionaria.
Las corrientes principales de izquierda han ido decantándose ideológicamente de distintas maneras ante aquel suceso.
El PCCh, reivindicándolo como un hecho masivo de movilización transformadora que, en su momento, las restantes fuerzas de izquierda no habrían sabido leer en su potencial desbordante revolucionario. Y que, por lo mismo, necesita ser recuperado continuamente para mantener su carga simbólica.
Quien más nítidamente expone esta posición es Daniel Jadue, quien encabeza el segmento más duro del PC. En un verdadero manifiesto dado a conocer el 18-O de 2024, extrae las siguientes lecciones del “octubre chileno” (nuestros destacados en el texto):
“En este sentido los sectores populares y las izquierdas tenemos mucho que reflexionar y aprender del octubre chileno, y de nuestra propia responsabilidad en cómo llegamos a él, cómo este se desarrolló y los resultados obtenidos en un proceso que constituyó la mejor oportunidad histórica de propinarle una derrota estratégica al neoliberalismo, a su cultura y a su modelo de sociedad. Reflexionar acerca de cómo influyó en ello la falta de un horizonte estratégico concreto de superación del capitalismo que está destruyendo el planeta. Cómo influyó en ello nuestra distancia creciente con los pueblos profundizada por una ingenua adhesión incondicional al funcionamiento de un tipo de democracia representativa que cada vez significa menos para los pueblos que sufren los avatares del modelo. Reflexionar acerca de cómo influyó nuestra falta de unidad no sólo de los sectores populares organizados, sino sobre todo de aquella unidad irreemplazable con los pueblos que sufren y que esperan de nosotros mucho más que una participación resignada, obediente y disciplinada en las estructuras e instituciones de la democracia representativa que los corroe. Debemos reflexionar sobre cómo algunos de nosotros nos encontrábamos a la fecha, inmersos en la misma burbuja de poder de la clase dominante, prisioneros de una sobre institucionalización que nos ha alejado de aquellos a quienes decimos representar. Prisioneros del lenguaje de la dominación e incapaces de disputar el sentido común inoculado en las masas por el modelo, a través de los medios hegemónicos, la publicidad y el marketing que solo nos invitan a consumir”.
El FA, por su parte, observa el “estallido” con ambigüedad y parece no tener respuestas para el país que surge tras esa coyuntura de revuelta, protesta y, sobre todo, reacción. Además, es “una generación que aún ha reflexionado poco y con poca profundidad sobre los desafíos que Chile enfrenta actualmente”, según concluyen Luna y de la Fuente en su libro de 2024, que termina así: “¿Qué puede decirle al país que aparece en 2019, al que rechazó dos nuevas propuestas de reforma constitucional (una de ellas fuertemente ligada a sus reivindicaciones históricas)? ¿Qué relación tiene con ese electorado que, en un breve plazo, otorgó resonantes (aunque evanescentes) victorias electorales a los independientes (muchos de ellos de izquierda) en 2021 y a la ultraderecha republicana en 2023?»
Además, tiene el alma dividida entre un fuerte sentido de “institucionalidad aprendida”, que encarna Boric, y una visión romántica del “pueblo protestatario”, que aún es la utopía subyacente a la fundación del FA.
Distinto es el caso del Socialismo Democrático, donde las corrientes institucionalistas han terminado por imponer ampliamente una lectura crítica del 18-O, profundizando, a la par, su rechazo de las estrategias duales de poder que optan por poner un pie revolucionario en la calle y otro reformista en los salones del Congreso.
En definitiva, el 14-D, al igual que los años recientes previos al “estallido”, confirma que nuestra izquierda —sobra decir que ahí tengo yo mismo mi hogar político-cultural— perdió el pulso cultural del país. No fue derrotada solo por errores tácticos, sino por haberse distanciado de las (nuevas) aspiraciones materiales y simbólicas de la gente. Fue derrotada, entonces, no en una aventura de ínsulas sino de encrucijadas, según la expresión utilizada por don Quijote frente a Sancho para justificar el incumplimiento de una promesa. Aplicado a nuestra discusión, quiere decir: derrotada no en la competencia por un periodo (más) de gobierno sino en la carrera por establecer un arreglo de gobernabilidad de largo plazo.
Contexto internacional
La crisis de la izquierda chilena no ocurre en un contexto aislado; refleja tendencias globales en las que las izquierdas están a la defensiva y las derechas en la ofensiva. La elección de Kast forma parte de un movimiento mundial de retroceso progresista. En América Latina, la derrota del gobierno chileno se ha visto como el fin simbólico de la llamada «marea rosa», que llevó a gobiernos de izquierda en múltiples países durante el siglo XXI.
Figuras regionales del progresismo mostraron preocupación; por ejemplo, Claudia Sheinbaum, en México, llamó a una profunda reflexión tras la victoria aplastante de la ultraderecha en Chile, mientras que Luiz Inácio Lula da Silva reaccionó de forma protocolaria y cautelosa al felicitar al ganador. En contraste, los líderes conservadores celebraron con entusiasmo. El libertario argentino Javier Milei calificó el resultado chileno como un avance hacia la “liberación del socialismo del siglo XXI” en la región, y el presidente estadounidense Donald Trump enfatizó la facilidad con que Kast venció a la izquierda chilena. En pocas horas, Chile se convirtió en el escenario simbólico de una contienda ideológica en toda América: la derecha regional reivindicó su postura antisocialista, mientras las izquierdas del continente reconocen la necesidad de replantear su estrategia, aunque aún no comienzan ese proceso.
Más allá de Latinoamérica, la dificultad de las izquierdas para conectar con el electorado promedio es un fenómeno común en las democracias occidentales. La globalización y las transformaciones de la sociedad de masas han coincidido con el declive de los partidos de izquierda en muchos países desarrollados. Diversos análisis indican que la izquierda moderna parece carecer de un proyecto claro para abordar las principales preocupaciones de la ciudadanía —especialmente la economía y la inmigración— y se ha distanciado de sus luchas sociales fundacionales.
En Europa, los partidos socialdemócratas antiguos han visto disminuir su apoyo debido al crecimiento de las fuerzas nacionalistas y xenófobas. La Unión Europea, que es un pilar de la democracia liberal coordinada, enfrenta una tensión constante entre dos polos: por un lado, una derecha soberanista y dura (como en el Brexit, los gobiernos nacionalistas en Hungría e Italia, etc.), y por otro, una resistencia de centroizquierda que lucha por mantener los valores liberales, el Estado de bienestar y el humanismo democrático que definieron el orden posterior a la guerra. Esta lucha mantiene a las democracias europeas en incertidumbre, con las izquierdas que intentan reinventarse para no perder más terreno, sin éxito hasta ahora.
De acuerdo con datos del CIDOB de mediados de diciembre de 2025, en Europa —que incluye los 27 países de la Unión Europea y otros 13 de la región— solo existía un gobierno claramente de izquierda (España) y siete gobiernos de centroizquierda (Eslovaquia, Eslovenia, Lituania, Malta, Albania, Kosovo, Noruega y Reino Unido).
Simultáneamente, en Estados Unidos y otras naciones occidentales surge una corriente antiglobalización que aprovecha el descontento por la globalización y la confusión en la izquierda: líderes populistas de derecha prometen mano dura, proteccionismo y un retorno a un pasado idealizado. Esto atrae a sectores obreros que antes apoyaban a la izquierda. En general, el panorama global favorece las fuerzas conservadoras, presididas por alternativas autoritarias o por un neoconservadurismo que alimenta el miedo al cambio.
En este panorama, Chile actúa como espejo local de una problemática global: las izquierdas no solo pierden elecciones, sino que parecen haber extraviado la narrativa de futuro que las hacía sentirse el motor de la historia.
Tres desafíos conceptuales para las izquierdas
Si el colapso ideológico y la desconexión popular explican la crisis actual, superar esta situación necesitará más que simples cambios superficiales. Es necesario una revisión profunda de ideas clave que guíen una izquierda democrática renovada en las próximas décadas. En particular, surgen tres desafíos conceptuales de alcance estratégico que las izquierdas, tanto en Chile como en otros lugares, deben afrontar con creatividad, inspirándose en debates internacionales recientes.
- Definición frente al capitalismo contemporáneo: La primera tarea consiste en adoptar una postura clara y realista ante el capitalismo global del siglo XXI y sus variantes nacionales. Después de abandonar la ilusión de derrocar el sistema de mercado, las izquierdas deben decidir cómo relacionarse con él para incluir bienes públicos o comunes valiosos. La tradición socialdemócrata aceptó tempranamente que el capitalismo no sería eliminado a corto plazo, sino que requiere regulación y reformas para promover el bienestar colectivo. Esa lección sigue siendo válida: en lugar de fantasear con “el fin del capitalismo” –un debate legítimo en círculos académicos pero improductivo para la política práctica y las políticas públicas–, las nuevas izquierdas deberían centrarse en detectar y criticar las fallas del modelo actual y proponer ámbitos de mejora y cambios específicos, con una visión de ampliar las capacidades individuales y promover niveles más altos de integración social. Esto implica abordar las dinámicas que concentran la riqueza, las desigualdades estructurales, los abusos corporativos y las externalidades sociales y medioambientales del capitalismo desregulado. Al mismo tiempo, es necesario reconocer la capacidad innovadora y productiva de los mercados y guiarlos hacia fines socialmente útiles.
En términos emocionales y culturales, esto implica adoptar claramente una postura reformista, no revolucionaria, frente al sistema económico. Significa dejar atrás la retórica nostálgica de la “utopía socialista” pura y, en cambio, buscar domesticar y humanizar el capitalismo tal como realmente existe. De hecho, frente a los socialismos reales y su estructura dictatorial, los capitalismos actuales, especialmente en sus formas democráticas, son notablemente superiores y permiten la lucha de ideas y de proyectos para su constante transformación.
El reto conceptual, por tanto, consiste en definir modelos de desarrollo inclusivos en el contexto del capitalismo avanzado, especialmente en el sur global: no resignarse al neoliberalismo ni caer en utopías estatistas, sino promover reformas con un enfoque progresista, en las que el crecimiento económico se combine con una mayor igualdad, cohesión social y sostenibilidad ambiental. Sería ingenuo pretender profundizar en discusiones tan complejas en un breve ensayo periodístico. Sin embargo, el mensaje es claro: es necesario dejar temporalmente de lado el sueño de un sistema radicalmente distinto del capitalista y centrarse en fortalecer sus formas democráticas más eficaces para promover el desarrollo humano. No se debe pensar que cada crisis signifique el fin del capitalismo, pues, como señala David Harvey, “Las crisis son esenciales para la reproducción del capitalismo y en ellas sus desequilibrios son confrontados, remodelados y reorganizados para crear una nueva versión de su núcleo dinámico”.
- Democracia liberal frente a las nuevas tentaciones autoritarias: El segundo gran reto es encontrar la forma de conciliar la promesa de la democracia (liberal) con las realidades de un capitalismo globalizado que, en muchas ocasiones, la supera y la socava.
En los últimos años, la tensión entre democracia y capitalismo se ha intensificado: las instituciones democráticas parecen cada vez menos capaces de gestionar o regular las fuerzas económicas (como la hiperglobalización financiera, la revolución digital y la concentración de empresas) y de responder a sus impactos disruptivos en las sociedades (incluyendo la exclusión, la precarización, la crisis climática y las dislocaciones culturales).
Esta brecha ha abierto camino para que prosperen modelos autoritarios alternativos, presentados como más eficientes o más decisivos que las democracias liberales paralizadas. En Asia, un ejemplo destacado es China, cuyo régimen de capitalismo autoritario-tecnocrático ofrece “orden y progreso” a costa de las libertades políticas. Beijing propone un gobierno total de la sociedad, conducido por una élite burocrática (el PC), que se apoya en tecnologías avanzadas de supervisión y vigilancia, así como en una planificación centralizada a largo plazo. Esta fórmula cuenta con admiradores tanto en el mundo en desarrollo como en los círculos capitalistas.
En Occidente, figuras como Donald Trump representan una tendencia iliberal dentro de la propia estructura democrática: fomentan un liderazgo personalista y nacionalista, y una democracia limitada, que desafían abiertamente valores liberales como la tolerancia y la separación de poderes. De hecho, una Internacional Iliberal se ha ido extendiendo en todo el mundo, según señala un artículo de Foreign Affairs de enero/febrero de 2026. Este artículo, como parte de esa red global, se refiere a la Conferencia de Acción Política Conservadora, en la que participa activamente el presidente electo Kast. La publicación describe esta reunión anual de activistas y políticos conservadores, que empezó en Estados Unidos y, en años recientes, también se ha celebrado en Hungría y Polonia, atrayendo a miles de asistentes de Europa, América Latina y otros lugares. Los participantes se apoyan en sus discursos, establecen redes de contactos, comparten ideas y establecen conexiones internacionales para dar mayor visibilidad y legitimidad a sus movimientos nacionales. En este marco, hemos hablado de trumpismo en Chile.
Esta tendencia —que abarca desde el autoritarismo de partido único o dominante hasta el populismo plebiscitario de derechas— representa amenazas inéditas para la visión progresista, ya que compite con respuestas atractivas a los malestares ciudadanos que genera, reproduce y, en ocasiones, agudiza el capitalismo contemporáneo. La izquierda necesita dar un salto imaginativo para renovar el ideal democrático ante este desafío y abordar eficazmente estos mismos malestares. Solo podrá lograrlo desde la tradición socialdemócrata y las luchas por profundizar la democracia en América Latina.
Ya no basta con defender la democracia liberal del siglo XX; es necesario actualizarla, fortalecerla e incluso reinventarla para que sea vista como un instrumento efectivo para las mayorías. Esto requiere explorar nuevos mecanismos de participación, deliberación y control ciudadano sobre el poder económico; modernizar el Estado de derecho para afrontar fenómenos transnacionales —desde las big tech hasta las mafias y el crimen organizado— y revalorizar los principios ilustrados de libertad, igualdad y dignidad humana de maneras que conecten con las generaciones actuales.
El reto es grande: demostrar que la democracia puede brindar respuestas en un momento en que predomina la frustración y la inclinación autoritaria. Sin una reinvención democrática, la izquierda tendrá pocas posibilidades de recuperar su atractivo frente a la disyuntiva “orden versus caos” que la derecha ha sabido aprovechar hasta ahora.
- Redefinir el papel del Estado frente al mercado y la sociedad civil: El tercer desafío conceptual consiste en establecer un nuevo equilibrio entre Estado, mercado y sociedad civil que refleje las condiciones del siglo XXI. Durante años, la izquierda latinoamericana vaciló entre un estatismo tradicional —que confía exclusivamente en un Estado fuerte para promover el desarrollo y el bienestar— y una crítica al “Estado neoliberal” minimalista. En Chile, la nostalgia de la Unidad Popular idealizó al Estado como el motor del cambio “desde arriba”, mientras que la reacción a la dictadura de Pinochet lleva a desconfiar de cualquier limitación estatal excesiva. En la derecha, por el contrario, resurgen los recuerdos de los “Chicago boys” durante la dictadura, ahora bajo la bandera libertaria, y el anticomunismo ferviente se emplea para rechazar cualquier intervención por encima del mínimo Estado.
Hoy, dejando atrás las ideas fijas y los dogmas del pasado, resulta urgente adoptar una visión más avanzada del papel del Estado y de sus límites. No se trata de volver al viejo Estado centralizador que dirige directamente la economía, ni de confiar completamente en el mercado, esperando que la mano invisible resuelva las injusticias. Las experiencias internacionales recientes presentan nuevas propuestas para un Estado más eficiente. Por ejemplo, la teoría del “Estado emprendedor” (Mariana Mazzucato y otros) propone que el sector público puede liderar la inversión en innovación y guiar al mercado hacia metas sociales. Además, las reformas de “nueva gestión pública” buscan que la burocracia estatal aplique principios de eficiencia y transparencia, inspirados en el management privado, sin perder de vista la misión social. En Europa, existen modelos que combinan un Estado de bienestar fuerte con descentralización y colaboración público-privada, logrando equilibrios efectivos en áreas como la educación, la salud y la infraestructura.
Para la izquierda chilena, adoptar un enfoque así implica romper con ideas anticuadas. Un estatismo desarrollista clásico —de la segunda mitad del siglo XX— ya no funciona en una economía abierta y de menor tamaño. Tampoco es sustentable un estatismo asistencial y clientelista que ofrece beneficios sin promover el crecimiento ni los cambios. Las opciones incluyen imaginar un Estado estratégico, regulador y catalizador que colabore con un sector privado competitivo, con ambos trabajando en pro del bien público, junto a una sociedad civil activa en la provisión y protección de los bienes comunes.
Un ejemplo reciente de este enfoque es el acuerdo entre el Estado chileno (a través de Codelco) y la empresa SQM para explotar conjuntamente el litio, con el fin de equilibrar el interés público y la eficiencia privada en un sector estratégico. Pero hay mucho más, según explica el presidente de Codelco en una columna periodística, incluyendo sus “alianzas con Rio Tinto en el proyecto Nuevo Cobre y en Maricunga; con Glencore para una nueva fundición en Antofagasta; con AngloAmerican y Mitsui en el distrito minero Andina-Los Bronces; con Freeport en El Abra; con BHP para la exploración de cobre en el Anillo; con Teck en Quebrada Blanca; con Pucobre en Tovaku; con LS MnM en la Planta Recuperadora de Metales; con Kinross en Purén, y con un grupo de líderes tecnológicos como Huawei, IPulse, NTT-Data, Hexagon y Honeywell, que demuestran cómo Codelco ha multiplicado su valor potencial mediante una red de alianzas de clase mundial”.
Adoptar nuevas perspectivas sobre los roles y capacidades del Estado –más allá de prejuicios ideológicos– es fundamental para que la izquierda tenga éxito en el gobierno en la era moderna. Sin duda, el gobierno de Boric aportó en este aspecto más de lo que una crítica vehemente estaría dispuesta a admitir.
Lamentablemente, las fuerzas de izquierda locales todavía muestran resistencia a aceptar plenamente este paradigma de desarrollo capitalista actualizado. Persisten viejos reflejos antiprivados o estatistas que dificultan el uso de nuevas herramientas de gestión y colaboración. Superar estas barreras ideológicas requerirá abrir la mente a experiencias comparadas, evaluar los resultados con pragmatismo y, principalmente, enfocarse en lo que funcione para mejorar la vida de las personas sin perder de vista la justicia social. En resumen, el Estado debe ser reimaginado no como un enemigo del mercado ni como un salvador todopoderoso, sino como un facilitador que articulara las dinámicas del capital, las necesidades sociales y los derechos de los individuos.
Estos tres desafíos —capitalismo, democracia, Estado— resumen las preguntas fundamentales que las izquierdas deben abordar si quieren reconstruirse después de una década de confusiones y fracasos en sus intentos de renovación.
Necesitamos debates teóricos e ideológicos, imaginación sociológica y premisas prácticas para una acción efectiva en las próximas décadas. La discusión internacional aporta insumos importantes: desde los debates en la Socialdemocracia europea sobre cómo renovar el Estado de bienestar, hasta las reflexiones de economistas progresistas sobre desigualdad y desarrollo tecnológico, y las advertencias de politólogos sobre la democracia iliberal. Chile no debería quedar al margen de este caudal intelectual si busca que las respuestas de izquierda tengan relevancia mundial.
Conclusión
El 14-D marcó el final de una etapa de declive para las izquierdas chilenas. Sin embargo, también podría señalar el inicio de una nueva etapa si se aprenden las lecciones del colapso.
La derrota de Jeannette Jara no fue solo un tropiezo electoral momentáneo, sino que también evidenció el agotamiento de las izquierdas, que ya no están en sintonía con las realidades del siglo XXI. Sus distintas expresiones —como el Socialismo Democrático, el Frente Amplio, el Partido Comunista y los “destituyentes de cátedra” atrincherados en la ciudad de las bellas letras— reflejan ideas extraviadas, algunas claramente anacrónicas, otras esencialmente proféticas, además de querellas entre grupos y líderes, comportamientos de política espectáculo y una generalizadas desconexión con la nueva composición de clases y culturas en la sociedad. Estos factores están acelerando el desgaste de las ideas y propuestas de las izquierdas, como quedó evidenciado en las urnas.
La reconstrucción será un proceso difícil que requerirá tiempo. Implicará una autocrítica profunda, un recambio generacional, la circulación de las élites dentro de los partidos, reavivar el pensamiento intelectual y contar con la voluntad suficiente para desafiar las ortodoxias y “pensar fuera del paradigma”. Como mostró la renovación socialista de los años 1970/1980, estos procesos —si buscan una verdadera innovación en la cultura política del país— son largos, toman tiempo y solo maduran de manera gradual.
También será necesario combinar lo mejor de la tradición reformista, que dejó atrás el paradigma revolucionario, encabezó la salida de la dictadura de Pinochet y promovió la democracia, las libertades y los derechos sociales en la posdictadura, con nuevas energías y causas emergentes como la revolución digital, la gobernanza del capitalismo periférico, el crecimiento productivo, la justicia ambiental, la seguridad integral y la diversidad cultural.
No será una izquierda estatista dogmática ni meramente testimonial, sino que buscará gobernar eficazmente la complejidad de la sociedad, sin abandonar los ideales de valor ni la perspectiva de reformas. Que necesita reactivar la comunicación con todos los sectores y fortalecer la cercanía con el nuevo mundo popular, atendiendo sus urgencias de seguridad y bienestar. Al mismo tiempo, debe liderar la adaptación del país a los desafíos de la automatización laboral, la crisis climática, la aceleración del capitalismo y la creación de sentidos compartidos.
En resumen, el reto es reconciliar a la izquierda con la sociedad actual. La derrota del 14-D debe desencadenar un proceso de reconstrucción del ideario de las izquierdas chilenas del siglo XXI. En paralelo, estas tendrán que resolver las cuestiones inmediatas sobre cómo cada partido formula su oposición al gobierno de Kast y coordina sus esfuerzos en el Congreso para contribuir a la aprobación de leyes en beneficio del país. La historia continúa y las izquierdas tienen la oportunidad —y la responsabilidad— de ponerse a la altura de su propia reconstrucción. (El Líbero)
José Joaquín Brunner



